A Songül, Amália
y Pablo
A lo largo de la semana se
despertaba en mitad de la noche y no lograba conciliar el sueño. Dejaba pasar
las horas con la mirada perdida en la oscuridad, cambiaba de posición buscando
reposo, y siempre acababa oyendo ruidos procedentes de la cocina: eran ruidos
de pisadas, de cajones que se abrían y cerraban y de objetos que caían sobre la
mesa. Los oía durante unos minutos. Luego los ruidos se interrumpían pero él
seguía tumbado en la cama sin poder dormir, hasta que a las seis y media sonaba
el despertador y se levantaba para ir a trabajar.
Cogía el metro agobiado entre
la muchedumbre y padecía el masaje para el afeitado de unos, la colonia de
otros, el perfume de otras y el sudor de aquellos que no tenían la decencia de
ducharse cada mañana. Al cabo de una hora llegaba a su parada, aunque a menudo
había tantos pasajeros que tardaba media hora más, y otras veces el tren
permanecía bloqueado dentro de un túnel durante quince o veinte minutos. El
conductor rogaba paciencia, y aunque nunca decía la causa de las detenciones,
él sabía bien a qué se debían: alguien había bajado a la vía y había echado a
andar hacia el interior del túnel, hasta que un tren surgió de la oscuridad y
lo arrolló.
Entraba en su despacho después
de saludar a su secretaria, una muchacha agradable y atractiva a la que llevaba
veinte años, con quien mantenía una relación cordial pero distante. No podía
evitar fijarse en sus piernas cruzadas por debajo de la mesa, y en ese momento
pensaba siempre en el tipo joven y puesto al día que se acostaría con ella cada
noche, lo que le producía un extraño dolor. Trabajaba más de diez horas y salía
del despacho sólo para comer. Lo hacía en el comedor del sótano, junto a
sus compañeros, mientras miraban disimuladamente a las secretarias, que
charlaban y sonreían en otra zona del local. Luego regresaba al despacho, y
antes de entrar solía distinguir una expresión ausente en el rostro de su
secretaria. Ya había anochecido cuando volvía a coger un metro abarrotado,
aunque a esa hora apenas se producían detenciones en medio del túnel: los
suicidios solían tener lugar al comienzo de la jornada. Después de llegar a su
casa cenaba lo que le había dejado preparado la asistenta, a quien raramente
veía. En seguida se acostaba sabiendo que más tarde volvería a oír los ruidos.
Al cabo de un rato cerraba los ojos y lloraba en silencio, sin nada que abrazar
o a lo que agarrarse.
Una noche helada de
finales de febrero, oyó los ruidos en un tono más elevado del habitual. Luego
las horas pasaron con lentitud, hasta que distinguió voces
lejanas, los pasos de los vecinos más
madrugadores bajando las escaleras, el ruido de una persiana que se
abría, y supo que pronto sonaría el despertador. Al levantarse se sintió mucho
más cansado que de costumbre. Estaba abatido, le invadía un
desfallecimiento que nunca había sentido con tanta intensidad. Se vistió, se
sentó para ponerse los zapatos, y apenas fue capaz de volver a incorporarse.
Antes de salir, observó su rostro en el espejo del vestíbulo: a pesar del
afeitado y del olor a colonia, tenía un aspecto demacrado. Mientras esperaba el
tren, decidió sentarse en uno de los bancos porque casi no se tenía en pie.
Apoyó la cabeza entre las manos y cerró los ojos. Necesitaba dormir, pero sabía
que si lo hacía los ruidos volverían a despertarlo. El tren iba a tardar aún
varios minutos en llegar, y luego vendría una espera de un cuarto de hora en
medio del túnel y la mentira velada del conductor. Sintió ganas de llorar, como
cuando se acostaba al final de la jornada. Levantó la vista. Una
joven envuelta en un abrigo rojo salió de la escalera mecánica, pasó
por delante de él y se paró al borde del andén. Parecía su secretaria. Se
irguió para saludarla, pero antes de llegar junto a ella se detuvo avergonzado.
Debía de ofrecer un aspecto horrible, tuvo la impresión de que todos los que
esperaban lo estaban observando. Un chirrido lejano se oía ya proveniente del
túnel. Dejó el maletín en el suelo y saltó a la vía. Oyó exclamaciones sobre su
cabeza, los otros pasajeros lo exhortaban a subir, aunque nadie se decidía a
bajar para sacarlo de allí. Pero ahora no veía ante él más que la oscuridad del
túnel, del que provenía como un eco el ruido del tren. Dudó si echar a andar o
seguir donde estaba, en ese momento alguien gritó su nombre allá arriba. Al
levantar la vista pudo ver a su secretaria, que le tendía la mano desde el
borde del andén.