En una ocasión,
cuando tenía once o doce años, fui a buscar un encargo a la carnicería, y al
poco rato tuve que salir a causa de un mareo debido a la visión de las piezas
expuestas y a los olores y sonidos característicos del local. Desde entonces no
he vuelto a entrar en uno semejante, pero antes aún era capaz de esperar allí
dentro hasta que el pedido estuviera listo, aunque apartando la mirada de las
manos rudas que trabajaban con habilidad y rapidez sobre el mostrador.
Una mañana de verano, llegué a la carnicería en el momento en que las cinco o seis personas que hacían cola comentaban lo bien que le sentaban a la tienda las recientes reformas: el propietario había sustituido el viejo escaparate por una imponente cristalera, tan impoluta que producía la impresión de que se podía entrar y salir directamente sin necesidad de franquear puerta alguna. Mientras contemplaba la cristalera contagiado por la admiración de los otros clientes, vi a un señor que venía calle abajo y debía de conocer a uno de ellos, a juzgar por su paso firme y su mirada de reconocimiento. Era enjuto y fuerte, tendría unos cincuenta años, lucía mostacho y vestía chaqueta y pantalón azules y boina. Su forma de andar y un ligero aire desenfadado podían producir la falsa la impresión de que se trataba del clásico vecino cordial y campechano. Pero su expresión dura, astuta y desconfiada me llevó a pensar que probablemente sería de los que tratan a patadas a sus perros o le pegan una buena paliza a quien sorprenden robando fruta de sus árboles. Unos días antes, un vecino había corrido a palos a un amigo mío que pasaba frente a su finca porque se empeñó en que la semana anterior lo había visto cuando escapaba saltando el muro después de saquearle los cerezos. Luego se lo contó a su padre, y éste volvió a sacudirle. Según la descripción de mi amigo, que había entrado en alguna que otra finca pero nunca en aquella porque sabía cómo las gastaba su propietario, no sería extraño que el señor que lo había apaleado a él y el que veía yo ahora fueran el mismo. Por un instante, la velocidad y el paso decidido que llevaba me hicieron dudar que hubiera reparado en la existencia de la cristalera. Pero tenía que ser muy alcornoque para eso. Sin embargo, el señor no aminoraba la marcha y avanzaba convencido y en línea recta hacia la superficie de cristal que quedaba a la izquierda de la puerta. Pensé en hacerle una señal o advertir a los de dentro. Pero mi timidez innata, y la posibilidad de que al final entrara como habíamos hecho todos, me aconsejaron permanecer a la espera. La señora que acaba de pagar se volvió hacia la calle y dijo con una sonrisa: “mira, ahí viene Fulano de tal”, y unos segundos después el señor se lanzó contra el escaparate como si éste no existiera, salió rebotado hacia atrás y cayó al suelo de espaldas. El batacazo debió de oírse al otro lado del pueblo. Los de dentro se quedaron con la boca abierta, hubo quien salió rápidamente y hubo también quien ahogó una sonrisa inoportuna. No recuerdo si sentí o no haber callado, porque aunque hubiera vencido la timidez y afirmado que el señor se encaminaba hacia la vitrina, no cabía descartar que éste abriera la puerta y yo recibiera ásperos comentario de reprobación por haberme hecho el simpático. Lo sujetaron por los brazos, lo introdujeron en el local y lo acomodaron sobre un banco de madera para que se reanimara. Allí estuvo un rato, tumbado boca arriba con la mirada perdida en los tubos fluorescentes del techo, mientras alguna cliente le preguntaba de vez en cuando cómo se sentía y él respondía con un gemido. Superada ya la impresión causada por el accidente (que para unos sería una anécdota que contar a la mesa, y para otros la prueba que en los vinos o en el trabajo les permitiría asegurar que Fulano de tal era tan imbécil como ellos, por lo bajo, habían sostenido siempre), me entregaron el pedido y pagué. Salí de la carnicería y eché a andar calle arriba para seguir con los recados de la mañana.
Una mañana de verano, llegué a la carnicería en el momento en que las cinco o seis personas que hacían cola comentaban lo bien que le sentaban a la tienda las recientes reformas: el propietario había sustituido el viejo escaparate por una imponente cristalera, tan impoluta que producía la impresión de que se podía entrar y salir directamente sin necesidad de franquear puerta alguna. Mientras contemplaba la cristalera contagiado por la admiración de los otros clientes, vi a un señor que venía calle abajo y debía de conocer a uno de ellos, a juzgar por su paso firme y su mirada de reconocimiento. Era enjuto y fuerte, tendría unos cincuenta años, lucía mostacho y vestía chaqueta y pantalón azules y boina. Su forma de andar y un ligero aire desenfadado podían producir la falsa la impresión de que se trataba del clásico vecino cordial y campechano. Pero su expresión dura, astuta y desconfiada me llevó a pensar que probablemente sería de los que tratan a patadas a sus perros o le pegan una buena paliza a quien sorprenden robando fruta de sus árboles. Unos días antes, un vecino había corrido a palos a un amigo mío que pasaba frente a su finca porque se empeñó en que la semana anterior lo había visto cuando escapaba saltando el muro después de saquearle los cerezos. Luego se lo contó a su padre, y éste volvió a sacudirle. Según la descripción de mi amigo, que había entrado en alguna que otra finca pero nunca en aquella porque sabía cómo las gastaba su propietario, no sería extraño que el señor que lo había apaleado a él y el que veía yo ahora fueran el mismo. Por un instante, la velocidad y el paso decidido que llevaba me hicieron dudar que hubiera reparado en la existencia de la cristalera. Pero tenía que ser muy alcornoque para eso. Sin embargo, el señor no aminoraba la marcha y avanzaba convencido y en línea recta hacia la superficie de cristal que quedaba a la izquierda de la puerta. Pensé en hacerle una señal o advertir a los de dentro. Pero mi timidez innata, y la posibilidad de que al final entrara como habíamos hecho todos, me aconsejaron permanecer a la espera. La señora que acaba de pagar se volvió hacia la calle y dijo con una sonrisa: “mira, ahí viene Fulano de tal”, y unos segundos después el señor se lanzó contra el escaparate como si éste no existiera, salió rebotado hacia atrás y cayó al suelo de espaldas. El batacazo debió de oírse al otro lado del pueblo. Los de dentro se quedaron con la boca abierta, hubo quien salió rápidamente y hubo también quien ahogó una sonrisa inoportuna. No recuerdo si sentí o no haber callado, porque aunque hubiera vencido la timidez y afirmado que el señor se encaminaba hacia la vitrina, no cabía descartar que éste abriera la puerta y yo recibiera ásperos comentario de reprobación por haberme hecho el simpático. Lo sujetaron por los brazos, lo introdujeron en el local y lo acomodaron sobre un banco de madera para que se reanimara. Allí estuvo un rato, tumbado boca arriba con la mirada perdida en los tubos fluorescentes del techo, mientras alguna cliente le preguntaba de vez en cuando cómo se sentía y él respondía con un gemido. Superada ya la impresión causada por el accidente (que para unos sería una anécdota que contar a la mesa, y para otros la prueba que en los vinos o en el trabajo les permitiría asegurar que Fulano de tal era tan imbécil como ellos, por lo bajo, habían sostenido siempre), me entregaron el pedido y pagué. Salí de la carnicería y eché a andar calle arriba para seguir con los recados de la mañana.