El colegio de monjas donde cursábamos preescolar los niños
del pueblo se alza en lo alto de un terreno elevado de las afueras. Es un
edificio muy grande en forma de U con un patio rodeado de jardines entre los
que se distingue la alta verja metálica. De su interior recuerdo, de manera
difusa, las interminables escaleras y los pasillos pintados de blanco, largos y
silenciosos, con una cruz de madera colgada en la pared del fondo.
Al contrario que en el colegio donde luego estudiaría la
EGB, durante los dos años de preescolar no vi ninguna bofetada. Pero eran
habituales los llantos cuando castigaban a algún chaval mayor que nosotros y lo
traían a nuestras aulas para que lo viéramos los pequeños, o cuando por algún
motivo un compañero lloraba mientras los demás cantábamos a coro antes de
entrar en clase a primera hora de la mañana.
Yo también lloré los primeros días, cuando tenían que
llevarme a la fuerza por un pasillo ya vacío hasta la puerta del aula, pero enseguida me acostumbré al ambiente insospechadamente acogedor que me esperaba
dentro. La maestra era una monja joven de rostro agradable y sonriente, vestida
con falda y camisa caquis y chaqueta azul marino, que se ocupaba sin aparente
dificultad, con mano firme, paciencia, buen humor y sorprendente ternura, de
empezar a educar a aquel grupo de niños uniformados y montaraces. Tal vez fuese
su corte de pelo, o su atuendo diferente de lo que estábamos acostumbrados a
ver, lo que le daba un curioso aire anticuado, como si perteneciera a una
década anterior o fuera a quedar instalada para siempre en aquellos años
setenta.
Muy pronto la tristeza que yo sentía los primeros días al
subir las escaleras y recorrer los pasillos, o al andar solo por el patio durante
los recreos, desaparecía en cuanto la maestra cerraba la puerta del aula y
empezaba la clase. Aquellas tempranas lecciones, que en principio parecían tan
complicadas, terminaron convirtiéndose en algo entretenido y agradable gracias
a sus palabras animosas y alentadoras, y la inseguridad y la soledad iniciales no
tardaron en desvanecerse al sentarme ella junto a los compañeros con quienes
mejor me entendía.
Pero los años de preescolar pasaron deprisa, y una mañana
de septiembre me encontré en medio del bullicio reinante en el patio del
colegio cercano, mientras esperábamos el comienzo de la primera clase de la EGB
y mirábamos con cierto recelo al profesor que nos habían atribuido. Después de
que nos ordenara formar una fila, el profesor abofeteó a un alumno interno que
no sabía exactamente dónde colocarse. Al cabo de unos minutos, en el momento de
echar a andar hacia el aula, levanté la vista y por encima del muro de cemento
que rodeaba el patio pude distinguir, en lo alto del terreno elevado, la planta
superior y las ventanas de las aulas adonde había acudido el curso anterior.
La parada de los autobuses escolares estaba situada
frente al colegio de monjas, así que de vez en cuando veía casualmente a la
maestra antes de volver a casa. Ella, con la sonrisa y la cordialidad
habituales, me preguntaba cómo me iba en el nuevo colegio o me hablaba de
antiguos compañeros que ahora estudiaban en centros de otros pueblos de la
comarca. Pero para entonces los años de preescolar parecían algo lejano y un
poco ridículo, y yo ya me sentía a gusto en aquel ambiente recién descubierto, bronco
y algo surrealista, de amigos, buen humor, bofetadas a mansalva, personajes
inefables y situaciones esperpénticas. Ocho años después terminé la EGB, entré
en el instituto y di los primeros pasos, inevitablemente azarosos, en dirección
a la vida adulta. Los cursos de preescolar se habían perdido en la distancia
del tiempo, ninguno de nosotros parecía recordarlos ya, y a la maestra no volví
a verla.
Hace unos años, ojeando fotografías de mi infancia
guardadas en una caja de cartón, me encontré con la instantánea de una fiesta
de Navidad en el colegio de monjas. Allí aparecía la maestra rodeada por un
grupo de niños entre los que estaba yo. Sonreí con inesperada nostalgia al ver
aquella foto. Durante los días siguientes, mientras la vida cotidiana discurría
con sus vaivenes habituales, volvieron a mi cabeza recuerdos de una época que
hasta entonces consideraba borrada de mi memoria. Me sorprendía tener
presentes, con paulatina claridad, sensaciones pertenecientes a un tiempo al
que nunca había dado especial importancia, como si en realidad mis vivencias
hubieran comenzado más tarde. Se diría que la traza de alguna de esas vivencias,
una traza marcada a fuego en mi interior, se difuminaba ahora ante la expresión
de un rostro honesto cuyo recuerdo parecía regresar con fuerza desde el pasado.
Contemplando la foto del colegio, no tardé en comprender que bajo la tutela de
aquella maestra, en el interior de aquella aula, conocimos la única etapa de nuestra
vida donde nunca existieron la vergüenza, el sentimiento de culpa, la soledad o
el miedo.