jueves, 9 de enero de 2014

LA CHICA DEL VIDEOCLUB

A Javier
Durante un par de años hubo en mi pueblo dos videoclubs, uno situado bajo los soportales de la Calle Real y el otro en la calle de las afueras que conduce hasta la estación de ferrocarril. Éste era mi preferido, no porque tuviera muchas películas sino porque algunas eran viejos clásicos que siempre había querido ver, títulos algo olvidados que los más mayores recordaban haber visto en el cine y quizá luego en algún lejano pase televisivo. Allí alquilé La jungla en armas, La venganza del bergantín, Tambores lejanos o Pasos en la niebla. El propietario era un tipo de pocas palabras que se parecía a David Johansen y pronto me saludaba con cierta familiaridad. Debí de ser uno de los clientes más asiduos de aquel videoclub, hasta que lo cerraron por motivos que nunca estuvieron del todo claros. Así que tuve que volver al local más concurrido de la Calle Real, donde había la oferta habitual de grandes producciones como Ben-Hur, Estación polar Cebra, Cimarrón o El coloso en llamas, películas que alquilaban al final de la semana los niños que salían del colegio, las madres que hacían la compra o los padres a la vuelta del trabajo, para ver en familia el sábado por la noche.

Cuando yo tenía catorce años, empezó a trabajar en el videoclub una chica de unos veinte que venía de una aldea cercana y vivía en un pequeño edificio de las afueras. Hacía piragüismo, era alta y muy guapa y tenía un cuerpo esbelto y vigoroso, y un aire exótico y agitanado, que causaron sensación en la zona e hicieron que con su llegada aumentara la clientela masculina de la tienda. A decir verdad, a mí no me atraía demasiado: mucho más que las chicas de mi edad o que la diosa del videoclub, me gustaban las atractivas y cuarentonas dependientas de las mercerías, fruterías, zapaterías, pescaderías, panaderías y papelerías del pueblo, a las que veía trabajar al otro lado de los escaparates cuando pasaba por delante. Empecé a frecuentar aquellas tiendas y a charlar con sus empleadas o con sus dueñas con una falta de timidez que me sorprendió a mí mismo. Alguna me consideraba un pobre diablo y otras me trataban con cierta simpatía y parecían alegrarse al verme llegar, aunque no acababan de entender qué pintaba por allí tan a menudo.

Quien no me consideraba un pobre diablo era mi amigo Miguel, un chaval que repetía por tercera vez primero de BUP cuando llegué al instituto. Miguel era un tipo de una pieza, jugaba muy bien al balonmano, las chavalas del pueblo estaban locas por él y siempre acababa liado con alguna los sábados por la noche, lo que sentaba muy mal a sus compañeros de clase. El primer día del curso tuvimos que sentarnos juntos porque sólo quedaba libre aquella mesa. Por la tarde, ya hablábamos con familiaridad de la música que nos gustaba escuchar, de las hostias que pegaban en el colegio donde resultó que habíamos estudiado ambos, de alumnos del internado a los que no habíamos vuelto a ver, de la lancha motora que mis padres compraron cuando nací yo y fue una de las la primeras del pueblo, o de nuestras películas favoritas. Durante las semanas siguientes, a la vez que nos hacíamos amigos, una extraña hostilidad por parte de compañeros y profesores iba creciendo en torno a nosotros. Yo evitaba salir al pasillo si determinados alumnos pasaban en ese momento, y Miguel dejó de frecuentar algunos bares donde, cuando entraba con una chica, siempre había alguien que terminaba por empujarlo o por hacer caer su vaso tratando de provocar una pelea.

Miguel tenía una cierta facilidad para enamorarse. Además, se indignaba cuando en una película o en la vida real alguien hacía sufrir a una mujer, y sostenía con conmovedora convicción que a violadores y a maltratadores, como primera medida y al margen de otras disposiciones legales, había que caparlos a martillazos. A él sí le gustaba la chica del videoclub, y le atraía más a medida que iban pasando las semanas. Los sábados por la noche recorríamos los bares y las discotecas del pueblo en su busca, pero siempre la encontrábamos tomando una copa o bailando con su novio, un caimán de los alrededores al que me sonaba haber visto ganar alguna competición de piragüismo. Cuando yo iba a alquilar una película, Miguel venía conmigo y fingíamos que la cuenta era suya para pagar él y así tener ocasión de hablar con la dependienta. Ella siempre se dirigía a nosotros con una mezcla nada calculada de amabilidad e indiferencia, y sin dedicarnos nunca más palabras de las imprescindibles. Si nos cruzábamos por la calle, respondía algo sorprendida a nuestro saludo porque no nos había reconocido. Cuando entrábamos en la tienda, apenas levantaba la mirada de la revista que estaba leyendo al ver llegar a dos chavales cuyos rostros quizá le resultaran lejanamente familiares.

Fueron pasando los meses, y después de una larga y confusa sucesión de expulsiones del instituto, bromas crueles, humillaciones, agresiones, peleas, faltas a clase y suspensos, terminó el curso y llegó el verano. Miguel no podía quitarse de la cabeza a la chica del videoclub, y con una mezcla de ilusión y melancolía esperaba verla remar río abajo durante el descenso que tenía lugar a principios de julio, coincidiendo con el comienzo de las fiestas locales. El día anterior, a media tarde, las calles del pueblo se iban llenando de vecinos que volvían de la playa, de familias que vivían en aldeas cercanas o de chavales que venían de otros municipios para disfrutar de una noche animada y previsiblemente violenta. Había un anhelo palpable de bronca colectiva y una violencia implícita en gestos y miradas, y a lo largo de las horas siguientes más de un chaval de fuera iba a verse envuelto en una pelea con quince o veinte del pueblo, de la que saldría en ambulancia y sin ganas de volver a poner un pie por allí.

Miguel y yo entramos en unos bares, evitamos otros, hablamos con amigos y conocidos, tomamos bastantes copas y acabamos en una discoteca del centro, no porque nos gustaran el ambiente o la música (aunque a veces ponían alguna canción buena), sino porque era donde paraban los piragüistas a esa hora. Vi a la chica del videoclub en la pista, bailando al ritmo del “Red Red Wine” de Neil Diamond interpretado por UB40, mientras su novio charlaba con remeros del equipo local en las mesas del fondo, tal vez de la competición que se iba a celebrar al día siguiente y probablemente fuera a ganar alguno de ellos. Si un desconocido de su edad o de la de Miguel aparecía con una chica como aquélla, en un cuarto de hora podía salir de allí con los pies por delante, y quizá también le cayera alguna hostia a ella. Pero a la chica del videoclub y a su novio parecían respetarlos tanto los demás piragüistas como el resto de la gente. Miguel aún no se había dado cuenta de que no estaba sola, y mientras yo me dirigía a uno de los camareros fue hasta la pista y empezó a bailar muy cerca de ella. No tardó en situarse a su lado, buscando una comunicación que, por la forma en la que ella seguía moviéndose sin hablarle ni mirarlo, pronto comprendí que no se iba a dar. Miguel insistía, echando mano de tácticas bien ensayadas que habrían funcionado con cualquier otra chica del local pero no estaban funcionando con la única que le gustaba a él. Me volví hacia las mesas y observé a los piragüistas. El novio de la chica del videoclub parecía sentirse a gusto, charlaba con unos y con otros, bebía un trago y de vez en cuando miraba la pista y contemplaba a su novia con orgullo mal disimulado. A pesar de su aspecto algo amenazador, se veía a la legua que no era mal tipo y que la quería, y también que no le estaba quitando el ojo de encima a Miguel. Decidí aconsejar a mi amigo que dejara las cosas donde estaban, pero acabó dándose por vencido y antes de que yo me levantara regresó a la barra con aire abatido.

–Nada, tío, no hay manera –dijo en voz alta para hacerse oír por encima de la música y el ruido. Terminamos las consumiciones, salimos de la discoteca y nos alejamos calle abajo abriéndonos paso entre la multitud. Pronto llegamos a una zona tranquila de las afueras, desde donde se veían los bares del puerto y el extremo del puente que salva el último tramo del río y constituye el acceso principal al pueblo. Caminamos unos minutos por la orilla y nos detuvimos en un parque con árboles y bancos de madera algo alejado del centro. Contemplamos en el agua el reflejo de las luces de las aldeas desperdigadas entre los montes del otro lado. Se me pasó por la cabeza que quizá un día sería conveniente marcharse de allí, conocer otras gentes y otros lugares, pero en aquel momento Miguel sólo podía pensar en la chica del videoclub, así que ya habría tiempo para hablar de eso en otra ocasión. Estuvimos un rato parados en silencio frente al río mientras llegaban a nuestros oídos los ruidos lejanos de la fiesta. Luego decidimos volver a nuestras casas. De regreso hacia el centro, nos desviamos por una calle tranquila en la que nunca se veía a nadie a esa hora y pasamos por detrás del edificio donde vivía la chica del videoclub. Sabíamos que había alquilado uno de aquellos apartamentos de la planta baja cuyas habitaciones traseras, debido al desnivel del terreno, estaban a la altura de un primer piso. Sin decir una palabra, aminoramos el paso hasta detenernos debajo de una ventana que supusimos la suya y miramos hacia arriba. A un par de metros por encima de nuestras cabezas había un tendal para la ropa, y de él colgaban varias prendas entre las que pudimos distinguir unas bragas de satén negro que parecían brillar a la luz de la luna. Hice ademán de seguir adelante, pero Miguel no se había movido ni apartaba la vista del tendal. Aunque nunca lo había pensado antes, en ese momento se me ocurrió que no me importaría hacerme con unas bragas, lavadas o no, de alguna de mis queridas dependientas. Me acerqué hasta él.

–Tienen que ser suyas –murmuró–. Cómo me gustaría conseguirlas…

–A lo mejor puedes cogerlas de un salto –propuse.

Dudó unos segundos, quizá preguntándose qué iba a pensar ella cuando, al día siguiente, descubriera la ausencia de las bragas. Luego tomó impulso mientras yo me hacía a un lado y saltó con todas sus fuerzas, pero el tendal estaba fuera de su alcance. Volvió a intentarlo tres o cuatro veces con el mismo resultado. El ruido de sus pisadas al caer resonaba por toda la calle. Alguien abrió una ventana en el edificio de enfrente, y al volvernos hacia allí vimos a un tipo de unos sesenta años que nos estaba observando desde una habitación con la luz apagada en la tercera planta. Después de aquellos intentos fallidos, deliberamos un momento y decidimos que uno de nosotros trepara por encima del otro, se pusiera de pie sobre sus hombros, se apoyara con una mano en la pared y con la otra tratara de alcanzar el tendal. Yo era el más delgado y Miguel el más fuerte, así que juntó las manos, puse un pie encima de ellas y haciendo un esfuerzo subí hasta su espalda. Luego él se irguió todo lo que pudo y yo, sin apartar la mano izquierda del punto de apoyo, estiré el brazo derecho hacia la cuerda del tendal de la que colgaban las bragas.

–¿Qué, lo estáis pasando bien, mierdecillas? –exclamó de pronto el tipo de la ventana. –¿Queréis que vaya ahí?

Conseguí acercarme al tendal unos centímetros más.

–¿Me estáis oyendo, mamones? –insistió el de la ventana al no obtener respuesta.

–¡Que te jodan! –dijo Miguel tratando de no cambiar de posición.

–Si pudieras moverte un poco hacia delante… –murmuré a la vez que intentaba no perder el equilibrio. Miguel avanzó un paso, pero tuve que apoyarme en la pared con las dos manos porque estaba a punto de caer. Volví a intentarlo, y mis dedos casi habían alcanzado las bragas cuando Miguel se giró ligeramente a la izquierda.

–¿Pasa algo? –pregunté.

–¡Apura, Toñito, que viene la poli! –exclamó.

Al volver la cabeza pude ver un coche de la policía municipal que doblaba una esquina entre dos edificios y avanzaba hacia nosotros desde el otro extremo de la calle. Con un último esfuerzo, conseguí sujetar las bragas y me vine abajo mientras oía cómo se desprendían de las pinzas haciendo vibrar la cuerda del tendal. Miguel me ayudó rápidamente a levantarme.

–¿Estás bien? –dijo, y tras mi respuesta afirmativa añadió: –¿las tienes?

–Aquí están –respondí mostrándole las bragas, y él sonrió y me apoyó una mano en un hombro. Notamos en la cara el resplandor de los faros. El coche aumentó la velocidad, el tipo de la ventana empezó a vociferar y nosotros salimos por pies con las bragas a buen recaudo, rehicimos a trompicones el camino andado y huimos a todo correr por la orilla del río.