A Javier
Durante un par de años hubo en mi
pueblo dos videoclubs, uno situado bajo los soportales de la Calle Real y el
otro en la calle de las afueras que conduce hasta la estación de ferrocarril.
Éste era mi preferido, no porque tuviera muchas películas sino porque algunas
eran viejos clásicos que siempre había querido ver, títulos algo olvidados que
los más mayores recordaban haber visto en el cine y quizá luego en algún lejano
pase televisivo. Allí alquilé La jungla
en armas, La venganza del bergantín,
Tambores lejanos o Pasos en la niebla. El propietario era
un tipo de pocas palabras que se parecía a David Johansen y pronto me saludaba
con cierta familiaridad. Debí de ser uno de los clientes más asiduos de aquel
videoclub, hasta que lo cerraron por motivos que nunca estuvieron del todo
claros. Así que tuve que volver al local más concurrido de la Calle Real, donde
había la oferta habitual de grandes producciones como Ben-Hur, Estación polar Cebra,
Cimarrón o El coloso en llamas, películas que alquilaban al final de la semana
los niños que salían del colegio, las madres que hacían la compra o los padres
a la vuelta del trabajo, para ver en familia el sábado por la noche.
Cuando yo tenía catorce años,
empezó a trabajar en el videoclub una chica de unos veinte que venía de una
aldea cercana y vivía en un pequeño edificio de las afueras. Hacía piragüismo,
era alta y muy guapa y tenía un cuerpo esbelto y vigoroso, y un aire exótico y
agitanado, que causaron sensación en la zona e hicieron que con su llegada
aumentara la clientela masculina de la tienda. A decir verdad, a mí no me atraía demasiado: mucho más que las chicas de mi
edad o que la diosa del videoclub, me gustaban las atractivas y cuarentonas
dependientas de las mercerías, fruterías, zapaterías, pescaderías, panaderías y
papelerías del pueblo, a las que veía trabajar al otro lado de los escaparates
cuando pasaba por delante. Empecé a frecuentar aquellas tiendas y a charlar con
sus empleadas o con sus dueñas con una falta de timidez que me sorprendió a mí
mismo. Alguna me consideraba un pobre diablo y otras me trataban con cierta
simpatía y parecían alegrarse al verme llegar, aunque no acababan de entender
qué pintaba por allí tan a menudo.
Quien no me consideraba un pobre
diablo era mi amigo Miguel, un chaval que repetía por tercera vez primero de
BUP cuando llegué al instituto. Miguel era un tipo de una pieza, jugaba muy
bien al balonmano, las chavalas del pueblo estaban locas por él y siempre
acababa liado con alguna los sábados por la noche, lo que sentaba muy mal a sus
compañeros de clase. El primer día del curso tuvimos que sentarnos juntos
porque sólo quedaba libre aquella mesa. Por la tarde, ya hablábamos con
familiaridad de la música que nos gustaba escuchar, de las hostias que pegaban
en el colegio donde resultó que habíamos estudiado ambos, de alumnos del
internado a los que no habíamos vuelto a ver, de la lancha motora que mis
padres compraron cuando nací yo y fue una de las la primeras del pueblo, o de
nuestras películas favoritas. Durante las semanas siguientes, a la vez que nos
hacíamos amigos, una extraña hostilidad por parte de compañeros y profesores
iba creciendo en torno a nosotros. Yo evitaba salir al pasillo si determinados
alumnos pasaban en ese momento, y Miguel dejó de frecuentar algunos bares
donde, cuando entraba con una chica, siempre había alguien que terminaba por
empujarlo o por hacer caer su vaso tratando de provocar una pelea.
Miguel tenía una cierta facilidad
para enamorarse. Además, se indignaba cuando en una película o en la vida real
alguien hacía sufrir a una mujer, y sostenía con conmovedora convicción que a
violadores y a maltratadores, como primera medida y al margen de otras
disposiciones legales, había que caparlos a martillazos. A él sí le gustaba la
chica del videoclub, y le atraía más a medida que iban pasando las semanas. Los
sábados por la noche recorríamos los bares y las discotecas del pueblo en su
busca, pero siempre la encontrábamos tomando una copa o bailando con su novio,
un caimán de los alrededores al que me sonaba haber visto ganar alguna
competición de piragüismo. Cuando yo iba a alquilar una película, Miguel venía
conmigo y fingíamos que la cuenta era suya para pagar él y así tener ocasión de
hablar con la dependienta. Ella siempre se dirigía a nosotros con una mezcla
nada calculada de amabilidad e indiferencia, y sin dedicarnos nunca más
palabras de las imprescindibles. Si nos cruzábamos por la calle, respondía algo
sorprendida a nuestro saludo porque no nos había reconocido. Cuando entrábamos
en la tienda, apenas levantaba la mirada de la revista que estaba leyendo al
ver llegar a dos chavales cuyos rostros quizá le resultaran lejanamente
familiares.
Fueron pasando los meses, y
después de una larga y confusa sucesión de expulsiones del instituto, bromas
crueles, humillaciones, agresiones, peleas, faltas a clase y suspensos, terminó
el curso y llegó el verano. Miguel no podía quitarse de la cabeza a la chica
del videoclub, y con una mezcla de ilusión y melancolía esperaba verla remar
río abajo durante el descenso que tenía lugar a principios de julio,
coincidiendo con el comienzo de las fiestas locales. El día anterior, a media
tarde, las calles del pueblo se iban llenando de vecinos que volvían de la
playa, de familias que vivían en aldeas cercanas o de chavales que venían de
otros municipios para disfrutar de una noche animada y previsiblemente
violenta. Había un anhelo palpable de bronca colectiva y una violencia
implícita en gestos y miradas, y a lo largo de las horas siguientes más de un
chaval de fuera iba a verse envuelto en una pelea con quince o veinte del
pueblo, de la que saldría en ambulancia y sin ganas de volver a poner un pie
por allí.
Miguel y yo entramos en unos
bares, evitamos otros, hablamos con amigos y conocidos, tomamos bastantes copas
y acabamos en una discoteca del centro, no porque nos gustaran el ambiente o la
música (aunque a veces ponían alguna canción buena), sino porque era donde
paraban los piragüistas a esa hora. Vi a la chica del videoclub en la pista,
bailando al ritmo del “Red Red Wine” de Neil Diamond interpretado por UB40,
mientras su novio charlaba con remeros del equipo local en las mesas del fondo,
tal vez de la competición que se iba a celebrar al día siguiente y
probablemente fuera a ganar alguno de ellos. Si un desconocido de su edad o de
la de Miguel aparecía con una chica como aquélla, en un cuarto de hora podía
salir de allí con los pies por delante, y quizá también le cayera alguna hostia
a ella. Pero a la chica del videoclub y a su novio parecían respetarlos tanto
los demás piragüistas como el resto de la gente. Miguel aún no se había dado
cuenta de que no estaba sola, y mientras yo me dirigía a uno de los camareros
fue hasta la pista y empezó a bailar muy cerca de ella. No tardó en situarse a
su lado, buscando una comunicación que, por la forma en la que ella seguía
moviéndose sin hablarle ni mirarlo, pronto comprendí que no se iba a dar.
Miguel insistía, echando mano de tácticas bien ensayadas que habrían funcionado
con cualquier otra chica del local pero no estaban funcionando con la única que
le gustaba a él. Me volví hacia las mesas y observé a los piragüistas. El novio
de la chica del videoclub parecía sentirse a gusto, charlaba con unos y con
otros, bebía un trago y de vez en cuando miraba la pista y contemplaba a su
novia con orgullo mal disimulado. A pesar de su aspecto algo amenazador, se
veía a la legua que no era mal tipo y que la quería, y también que no le estaba
quitando el ojo de encima a Miguel. Decidí aconsejar a mi amigo que dejara las
cosas donde estaban, pero acabó dándose por vencido y antes de que yo me
levantara regresó a la barra con aire abatido.
–Nada, tío, no hay manera –dijo
en voz alta para hacerse oír por encima de la música y el ruido. Terminamos las
consumiciones, salimos de la discoteca y nos alejamos calle abajo abriéndonos
paso entre la multitud. Pronto llegamos a una zona tranquila de las afueras,
desde donde se veían los bares del puerto y el extremo del puente que salva el
último tramo del río y constituye el acceso principal al pueblo. Caminamos unos
minutos por la orilla y nos detuvimos en un parque con árboles y bancos de
madera algo alejado del centro. Contemplamos en el agua el reflejo de las luces
de las aldeas desperdigadas entre los montes del otro lado. Se me pasó por la cabeza
que quizá un día sería conveniente marcharse de allí, conocer otras gentes y
otros lugares, pero en aquel momento Miguel sólo podía pensar en la chica del
videoclub, así que ya habría tiempo para hablar de eso en otra ocasión.
Estuvimos un rato parados en silencio frente al río mientras llegaban a
nuestros oídos los ruidos lejanos de la fiesta. Luego decidimos volver a
nuestras casas. De regreso hacia el centro, nos desviamos por una calle
tranquila en la que nunca se veía a nadie a esa hora y pasamos por detrás del
edificio donde vivía la chica del videoclub. Sabíamos que había alquilado uno
de aquellos apartamentos de la planta baja cuyas habitaciones traseras, debido
al desnivel del terreno, estaban a la altura de un primer piso. Sin decir una
palabra, aminoramos el paso hasta detenernos debajo de una ventana que
supusimos la suya y miramos hacia arriba. A un par de metros por encima de
nuestras cabezas había un tendal para la ropa, y de él colgaban varias prendas
entre las que pudimos distinguir unas bragas de satén negro que parecían
brillar a la luz de la luna. Hice ademán de seguir adelante, pero Miguel no se
había movido ni apartaba la vista del tendal. Aunque nunca lo había pensado
antes, en ese momento se me ocurrió que no me importaría hacerme con unas
bragas, lavadas o no, de alguna de mis queridas dependientas. Me acerqué hasta
él.
–Tienen que ser suyas –murmuró–.
Cómo me gustaría conseguirlas…
–A lo mejor puedes cogerlas de un
salto –propuse.
Dudó unos segundos, quizá
preguntándose qué iba a pensar ella cuando, al día siguiente, descubriera la
ausencia de las bragas. Luego tomó impulso mientras yo me hacía a un lado y
saltó con todas sus fuerzas, pero el tendal estaba fuera de su alcance. Volvió
a intentarlo tres o cuatro veces con el mismo resultado. El ruido de sus
pisadas al caer resonaba por toda la calle. Alguien abrió una ventana en el
edificio de enfrente, y al volvernos hacia allí vimos a un tipo de unos sesenta
años que nos estaba observando desde una habitación con la luz apagada en la
tercera planta. Después de aquellos intentos fallidos, deliberamos un momento y
decidimos que uno de nosotros trepara por encima del otro, se pusiera de pie
sobre sus hombros, se apoyara con una mano en la pared y con la otra tratara de
alcanzar el tendal. Yo era el más delgado y Miguel el más fuerte, así que juntó
las manos, puse un pie encima de ellas y haciendo un esfuerzo subí hasta su
espalda. Luego él se irguió todo lo que pudo y yo, sin apartar la mano
izquierda del punto de apoyo, estiré el brazo derecho hacia la cuerda del
tendal de la que colgaban las bragas.
–¿Qué, lo estáis pasando bien,
mierdecillas? –exclamó de pronto el tipo de la ventana. –¿Queréis que vaya ahí?
Conseguí acercarme al tendal unos
centímetros más.
–¿Me estáis oyendo, mamones?
–insistió el de la ventana al no obtener respuesta.
–¡Que te jodan! –dijo Miguel
tratando de no cambiar de posición.
–Si pudieras moverte un poco
hacia delante… –murmuré a la vez que intentaba no perder el equilibrio. Miguel
avanzó un paso, pero tuve que apoyarme en la pared con las dos manos porque
estaba a punto de caer. Volví a intentarlo, y mis dedos casi habían alcanzado
las bragas cuando Miguel se giró ligeramente a la izquierda.
–¿Pasa algo? –pregunté.
–¡Apura, Toñito, que viene la
poli! –exclamó.
Al volver la cabeza pude ver un
coche de la policía municipal que doblaba una esquina entre dos edificios y
avanzaba hacia nosotros desde el otro extremo de la calle. Con un último
esfuerzo, conseguí sujetar las bragas y me vine abajo mientras oía cómo se
desprendían de las pinzas haciendo vibrar la cuerda del tendal. Miguel me ayudó
rápidamente a levantarme.
–¿Estás bien? –dijo, y tras mi
respuesta afirmativa añadió: –¿las tienes?
–Aquí están –respondí mostrándole
las bragas, y él sonrió y me apoyó una mano en un hombro. Notamos en la cara el
resplandor de los faros. El coche aumentó la velocidad, el tipo de la ventana
empezó a vociferar y nosotros salimos por pies con las bragas a buen recaudo,
rehicimos a trompicones el camino andado y huimos a todo correr por la orilla
del río.