1
Paul Durand logró avistar por
encima de la bruma, un poco a babor de su rumbo, la parte alta de un monte que
se alzaba cerca de la costa hacia donde se dirigían. El sol había brillado unos
minutos entre las cambiantes nubes produciendo destellos plateados sobre la
superficie del agua, pero ahora se convertía de nuevo en un disco difuso al
suroeste y el mar adquiría un tono acerado. La proa del Guernesey se
elevaba y se hundía embistiendo las olas y salpicando los corredores. Durand
volvió a sentir la extraña mezcla de nostalgia, pereza y alivio habitual en
cada recalada. El final de la travesía estaba más próximo, aunque a medida que
acortaban la distancia hacia tierra su anhelo por emprender el viaje de regreso
empezaba a confundirse con una incómoda incertidumbre. Miró a un lado: Saulnier, de pie
junto al pasamano de babor, contemplaba las aguas embravecidas y el lejano
punto verdoso a proa. Su expresión se había endurecido en un gesto que Durand
conocía de otras ocasiones y siempre anticipaba problemas. Saulnier le dio la
espalda y descendió la escala. Durand comprendió que pronto retomaría la
discusión con Christine, comenzada un rato antes en la cabina. Saulnier parecía
sentir un extraño placer al herirla, lo que, para su propia sorpresa, había
incomodado a Durand desde el inicio de la travesía. Recordó la tarde lluviosa
en que los vio bajar del tren que llegó a la estación de La Rochela procedente
de París. Algo en Christine le produjo una simpatía inmediata, y durante la
breve conversación que mantuvieron mientras caminaban hacia el hotel se dio
cuenta de que, por primera vez en mucho tiempo, estaba recordando sin
pesadumbre su propia vida en la capital. Pero Christine no era asunto suyo, así
que se limitaba a gobernar el barco y hacer las escalas previstas por Saulnier
hasta que la travesía tocara a su fin. Luego terminaba también su contrato y
podría volver a casa con algo de dinero. Habían pasado seis años desde su
partida, y no dejaba de repetirse que ya no había motivo por el que las cosas
no fueran a ir bien en adelante.
2
El Guernesey estaba
fondeado a un cuarto de milla de tierra. Apoyado en la regala, Durand
contemplaba la costa frondosa y escarpada, cortada en seco por acantilados de
veinte o treinta metros contra los que rompía el oleaje. En una zona donde la
pendiente era menos abrupta la bajamar dejaba al descubierto una playa de arena
blanca, flanqueada por dos elevadas formaciones rocosas cubiertas de vegetación
que se adentraban en el agua disminuyendo de altura y terminaban en afiladas
crestas salpicadas de espuma. Las gaviotas posadas sobre una de ellas
levantaron el vuelo y se alejaron hacia el mar sin prestar atención al barco.
Durand distinguió en el cielo nublado la figura de un ave rapaz que sobrevolaba
el bosque al acecho de alguna presa. Christine y Saulnier salieron a cubierta.
Como de costumbre, la expresión afable de Christine no era fingida ni descubría
rastro de la disputa, pero Durand leyó en la mirada de Saulnier una hostilidad
que nunca había percibido antes, y de la que ella no parecía ser consciente.
Después de echar un vistazo a la costa, Christine se hizo sitio entre ellos y
Durand sintió en la mejilla su pelo agitado por el viento. Aguardó a que
comentaran algo acerca del accidentado litoral, pero Christine y Saulnier
seguían callados.
–¿Qué te parece? –le dijo al fin
a ella volviendo la cabeza hacia la playa. Christine sonrió.
–No lo imaginaba así. La playa es
un poco lúgubre, y hay demasiadas rocas. Y ese bosque...
Saulnier iba a interrumpirla con
gesto contrariado, pero Christine se apartó y subió al puente.
–Espero que el agua no esté
demasiado fría –dijo.
–No irás a saltar desde ahí
–repuso Saulnier.
Christine se agachó para
descalzarse y se quitó la camiseta y el pantalón corto. Luego trepó al pasamano
y mantuvo un difícil equilibrio sobre la barra metálica. Cuando estaba a punto
de caer tomó impulso, estiró los brazos y las piernas en el aire y entró en el
agua verticalmente. Durand consideró que había hecho un salto brillante,
mientras la veía desaparecer bajo la superficie y emerger unos segundos después
a varios metros del barco. Christine levantó un brazo por encima de las olas.
–¡Os estoy esperando! –exclamó.
–¿A esta hora? –dijo Durand–. ¡Es
tarde para mí!
Christine hizo un gesto de desdén
y volvió a sumergirse. Saulnier se quitó la camisa, y en su camino hacia la
escala de popa apartó a Durand con un empujón en un hombro antes de que éste
pudiera hacerse a un lado para dejarlo pasar. Durand bajó la vista. Recordó la
pelea que Saulnier y unos amigos habían provocado delante de un bar la noche de
su llegada, que terminó cuando a alguien le rompieron un vaso en la cara y el
dueño llamó a la policía. Al día siguiente, mientras desayunaban en un café del
puerto esperando a que Saulnier prestara declaración, Durand se había
preguntado cómo Christine no sentía vergüenza por el modo en que la trataba. Se
aproximó a la borda y la observó. Aunque no era la primera vez que la veía
nadar en solitario cerca del barco, nunca le había atraído tanto como en ese
momento. Christine se sumergió de nuevo y estiró los brazos hasta tocar con la
punta de los dedos una roca cubierta de algas, entre las que desapareció
rápidamente un banco de peces. Durand oyó un chapoteo junto a la popa. Saulnier
se acercó hasta ella bajo el agua, salieron a la superficie y bracearon en
dirección a la playa. Christine parecía haber olvidado por completo a Durand. A
pesar de la desazón que le producía ver a Saulnier nadando a su lado, y de vez en
cuando sujetándole los tobillos o hundiéndole la cabeza debajo de una ola,
Durand la siguió durante todo el trayecto. Christine y Saulnier salieron del
agua, dieron unos pasos indecisos por la orilla y se derrumbaron sobre la arena
muy cerca de la rompiente. Saulnier estaba situado frente a Christine y de
espaldas al mar, de manera que Durand ya no podía verla. Subió al puente, se
sentó en el asiento frente a la rueda del timón y observó la tonalidad grisácea
que la luz del atardecer les daba al bosque y a los acantilados. Le pareció que
el frío aumentaba, así que sacó la cazadora del tambucho y se la puso. Volvió
la vista y contempló el mar y la línea brumosa del horizonte. Pese a lo que
hubiera podido suceder antes en la cabina, no ignoraba que Saulnier y Christine
debían de estar pasando un buen rato en la playa. Inevitablemente, una vez más,
recordó su estancia en París. Se había trasladado con su mujer al poco de
casarse, para empezar a trabajar como conductor en una empresa de transportes.
Entonces aún no sabían que los distanciaba mucho más de lo que hubieran podido
imaginar y de lo que tenían en común. Luego hubo cortos períodos en los que
todo pareció ir bien, pero fue sólo un espejismo. Decidieron separarse después
de cuatro años en los que ninguno llegó a saber exactamente lo que perseguían,
pero sí que no lo habían encontrado. Incapaz de seguir en París más tiempo,
terminó por pedir una excedencia, hacer las maletas y marcharse a la costa,
donde un amigo lo contrató en su empresa de servicios náuticos. Durante las
primeras semanas, mientras caminaba por la marina seca entre las embarcaciones
con la carena a medio pintar o se desprendía del olor a gasoil y pescado reseco
tomando una cerveza al caer la tarde, se sorprendía echando de menos a su mujer,
y evitaba preguntarse si habría sido posible encontrar alguna otra solución.
3
Anochecía cuando Christine y
Saulnier regresaron al barco dando cansinas brazadas. En el puente, Durand
contemplaba el horizonte rojizo, de nuevo despejado por los frecuentes cambios
de viento en aquellas latitudes. Al oír el chapoteo de los cuerpos saliendo del
agua le molestó que su sosiego se viera alterado, pero le agradó oír la voz
temblorosa de Christine, que le pedía su ropa desde la bañera. Cogió las
prendas que había dejado encima del asiento y se las echó, ella las atrapó al
vuelo, se lo agradeció con una sonrisa y desapareció dentro de la cabina.
Después de secarse, Saulnier arrojó la toalla sobre una colchoneta y levantó la
vista hacia el puente. Durand se apartó de la escala, avanzó unos pasos y apoyó
los dedos en las cabillas de la rueda del timón. Pudo avistar la silueta lejana
de un mercante que navegaba con rumbo norte, tal vez con la misma derrota que
iban a tomar ellos dentro de un par de días. Saulnier cerró de golpe la puerta
de la cabina. Durand imaginaba lo que vendría a continuación, y no le agradaba
pensar en cómo Saulnier seguiría mortificando a Christine durante la travesía
de regreso. Recordó a algunas mujeres, tan diferentes en todo de ella, que había
conocido en La Rochela durante aquellos seis años. También tuvo cierta
curiosidad por saber dónde paraba la que había compartido su vida con él,
aunque eso lo entristeció. En realidad, sentía un vértigo soterrado ante la
idea de volver a casa.
Un ruido cercano sacó a Durand
del sopor en que se encontraba. Abrió los ojos y miró alrededor, pero el barco
no había cambiado de posición. Ya era de noche, debía de llevar más de una hora
en el puente. Observó el hermoso cielo estrellado. Aunque notaba algo de frío,
no tenía ganas de bajar y encontrar a Saulnier en la cabina. Cerró la
cremallera y subió el cuello de la cazadora. Un objeto de cristal estalló
contra un mamparo. Durand se puso en pie precipitadamente al oír a Christine
gritar su nombre. Descendió de un salto e intentó abrir la puerta de la cabina,
pero estaba cerrada con llave. Oyó un portazo proveniente de los camarotes de
proa y llamó a Christine sin obtener respuesta. Tomó carrerilla, se lanzó
contra la puerta y notó cómo cedía. Iba a cargar otra vez cuando Saulnier
abrió, salió a cubierta envuelto en un fuerte olor a alcohol y se paró en seco
al verlo. Durand se fijó en su mirada, Saulnier se abalanzó sobre él y Durand
le asestó un cabezazo en el rostro que lo mandó hacia atrás con la nariz y la
boca manchadas de sangre. Saulnier se desplomó a un lado de la puerta a la vez
que Durand bajaba la escalera. Vio a Christine tumbada frente a los camarotes y
atravesó la cabina temiendo lo peor. Una de las puertas estaba abierta, la
sangre goteaba del picaporte. Durand se agachó junto a Christine, sus dedos se
deslizaron por el pelo ensangrentado y se detuvieron sobre una herida en el
cuero cabelludo. Cuando le tomó el pulso, comprobó que estaba muerta. Bajó la
cabeza y se llevó una mano a la frente.
–Christine –murmuró.
Se quedó a su lado un momento.
Luego se irguió y tanteó entre las sombras del camarote, hasta dar con el chal
que Christine solía ponerse sobre los hombros los días de mal tiempo. Tuvo la
impresión de que Saulnier estaba en lo alto de la escalera.
–¡La has matado! –exclamó mirando
hacia allí–. ¡Maldito loco hijo de puta, la has matado!
No obtuvo respuesta. Se acercó
hasta la radio, descolgó el auricular y trató de sintonizar la onda costera.
Oyó pisadas descendiendo los escalones. En el momento de girarse, Saulnier le
mandó un golpe que Durand paró instintivamente con los brazos. El auricular
saltó por los aires y Durand y Saulnier se enzarzaron a puñetazos. Chocaron
contra una lámpara que se desprendió del mamparo y la cabina quedó en penumbra.
Durand estuvo a punto de caer al tropezar con un banco. Saulnier lo arrinconó
contra la escalera, pero resbalaron en las cartas esparcidas a sus pies y se
vinieron abajo. Durand notó como algo de cristal se rompía bajo su espalda.
Recibió un puñetazo en la nariz mientras trataba de incorporarse y cayó a un
lado con el sabor de la sangre en los labios. Saulnier se aferró a su garganta.
Dominando la desesperación que empezaba a sentir, Durand le pegó varios
puñetazos en la cabeza hasta que logró quitarlo de encima. Saulnier lo golpeó
en la sien y Durand le devolvió el golpe, saltó sobre él y le asestó un
rodillazo en la mandíbula. Saulnier dejó de moverse. Durand se levantó
respirando con dificultad y contuvo el impulso de patearle la cabeza. En vez de
eso, lo arrastró a trompicones hasta uno de los camarotes, lo arrojó entre las
literas y bloqueó la puerta con ayuda de un cabo. Aunque ya no sirviera de
nada, se veía dominado por el ansia de apartar a Saulnier de Christine, de
alejarlo de ella. Atravesó la cabina, se reclinó agotado en la mesa de cartas y
se limpió la sangre de la cara con un pañuelo. La luz tenue de la única lámpara
intacta le permitía percibir los vasos rotos, las toallas, los chalecos
salvavidas, los derroteros y el instrumental esparcidos por el interior del
barco. Frente a los camarotes distinguía el contorno del cuerpo de Christine
bajo la tela del chal. “Salir pronto de aquí”, pensó. “Volver pronto a casa”.
4
Con el cambio de marea, sólo una
escasa franja de arena y algunas rocas al fondo de la playa quedaban a
resguardo de las olas. Apoyado en la regala, mientras sentía el olor a
vegetación proveniente de tierra, Durand contemplaba el perfil de bosques y
acantilados recortado contra el cielo nocturno. Saulnier llevaba un rato golpeando
la puerta del camarote. Durand oyó el sonido de un motor que se confundía con
el ruido del oleaje. Volvió la vista: las luces de la lancha patrullera se
aproximaban por estribor bordeando la costa.