They
can’t hang me. I’m already dead. I’ve been dead a long, long time.
Jim
Thompson
Michael
Byrne había descubierto el impulso de matar a los veintisiete años, cuando
trabajaba en una librería del centro de Londres, vivía en un pequeño
apartamento de las afueras y tenía relaciones esporádicas con compañeras de su
misma edad o con alguna cliente algo mayor. Uno de sus primeros recuerdos era
haber golpeado a otro niño en la escuela hasta hacerlo sangrar. Un par de
cursos más adelante, le había pegado a un alumno más joven sin motivo ni
provocación. Pero Byrne no era un tipo fuerte ni el líder de grupo alguno, sino
un muchacho retraído y más bien solitario. Años después, le habló de aquellas
agresiones a un psiquiatra al que visitaba periódicamente mientras estudiaba en
la universidad. El médico le explicó que la primera se debía a los celos causados
por el reciente nacimiento de su hermano, y la segunda había sido una manera
indirecta de vengarse del maltrato constante recibido en el centro donde había
estado interno, tras la muerte de sus padres. Sin embargo, el hermano de Byrne
tenía ya cuatro años cuando la primera agresión, y la siguiente había ocurrido
antes de que Byrne ingresara en el internado.
El
trabajo en la librería le había aportado una tranquilidad desconocida para él hasta
entonces. En realidad, Byrne tenía la impresión de vivir dos vidas simultáneas:
por un lado, hacía frente a una inseguridad continua que a menudo se sentía
incapaz de contener y le dificultaba la comunicación con las escasas personas a
las que trataba día a día. Por otro, disfrutaba del aprecio incondicional de aquellas
mismas personas, para quienes era un tipo digno de confianza, un compañero tal
vez algo triste y tendente a la soledad, pero seguro de sí mismo y poseedor de
unas convicciones que lo distinguían del resto de la gente y lo situaban por
encima de la sordidez inherente a la vida cotidiana y al trato con los demás. Durante
las ocasionales salidas después del trabajo, Byrne sabía mostrarse ocurrente y divertido,
aunque no fuera especialmente hablador ni siquiera en los momentos más joviales.
Pero al día siguiente, cuando cogía el autobús para ir a la librería, se sentía
abrumado por una tristeza cercana al dolor ante escenas tan comunes en el
transporte público como una madre sonriéndole a un bebé en el asiento contiguo
al suyo, o al observar a dos niños, tal vez hermanos, charlando con las
mochilas al hombro mientras aguardaban bajo la marquesina de la parada a
resguardo de la lluvia.
Aunque Byrne
nunca había olvidado del todo la vida anterior a su etapa universitaria,
llevaba unos años trabajando en la librería cuando empezó a evocar con
insistencia aquellas lejanas agresiones de los tiempos del colegio. Lamentaba
la primera, porque recordaba a su víctima como uno de sus mejores amigos de
entonces y se le antojaba un muchacho muy parecido a los que veía a diario
esperando el autobús. Pero el pensar en la segunda no le resultaba ingrato, pues
su compañero era tan cruel como cualquiera de los alumnos más fuertes, y
aprovechaba su amistad con ellos para incitarlos a humillar y hacer daño a quien
se le antojara. Con el tiempo, Byrne terminó por disfrutar del recuerdo de
aquella agresión y de las sensaciones que traía consigo: mientras cerraba la puerta
de la tienda después de una jornada de trabajo, sentado en autobús de vuelta a
casa o cuando subía en el ascensor hasta el apartamento, volvía a notar el
contacto de los nudillos al estrellarse contra el rostro de su compañero, la
confusión y el miedo reflejados en sus ojos, el vértigo al comprobar su poder
sobre alguien más débil físicamente, y aquello le producía un placer inesperado.
Poco importaba que en el internado él mismo hubiera sufrido, día tras día,
agresiones similares y toda clase de humillaciones por parte de sus compañeros.
El compartir la condición de víctima no le provocaba compasión, como si la vida
a esa edad no fuera más que un sufrimiento prolongado del que sólo se podían
librar unos pocos.
Durante
la época en la que tuvo la certeza de que su credibilidad profesional y el
aprecio de sus compañeros estaban definitivamente afianzados, Byrne comenzó a
despertarse en mitad de la noche y a dejar pasar los minutos recordando detalles
de la segunda paliza, mientras oía la respiración pausada y sentía el calor del
cuerpo que yacía a su lado bajo las sábanas. Pronto descubrió que necesitaba volver
a vivir aquellas sensaciones, que no era suficiente con traerlas una y otra vez
a su cabeza, distorsionándolas y difuminando sus trazos hasta hacerlo dudar de
ellas, o de que los hechos evocados hubieran ocurrido exactamente como suponía
él. Y no tardó en sospechar que lo que la vida le estaba ofreciendo era insignificante
si se lo comparaba con la excitación que sentiría ante la posibilidad de
disfrutar de una experiencia similar a las de sus años escolares. También sintió
miedo al darse cuenta de que, en realidad, ahora le gustaría ir mucho más
lejos. En la edad adulta a la que pertenecía, como miembro de una sociedad
despiadada cuya vileza consciente y asumida parecía una simple puesta al día de
la crueldad frívola e irreflexiva de episodios lejanos y olvidados por la
mayoría, para que el gozo fuera pleno no bastaría con una paliza sino que
debería llegar hasta el final, matando a su víctima. Byrne sintió cómo empezaba
a difuminarse su interés por alicientes de la vida diaria a los que, sin
embargo, trataba de aferrarse para no perder la cabeza ni desligarse por
completo de aquella rutina protectora. Pero lo único importante en ese momento era
poder escoger una víctima y matarla sin ser descubierto, y el deseo tan
acuciante que aunque luego tuviera que compensar aquel acto ofreciendo su
propia vida, el precio le habría parecido ínfimo.
Un atardecer
de diciembre, Byrne bajó del autobús, cerró los botones del abrigo y echó a
andar hacia el bloque de viviendas donde estaba su apartamento. Antes de llegar
pudo ver a lo lejos, bajo la luz de las farolas que bordeaban un parque
cercano, a una joven de su edad que venía en sentido contrario. Byrne redujo la
marcha, se giró como si hubiera olvidado algo y siguió caminando. Al cabo de
unos segundos, la joven pasaba a su lado y se encaminaba hacia un bosquecillo
situado en uno de los extremos del parque. Byrne no tardó en alcanzarla, y en
cuanto se aproximó a ella la golpeó con todas sus fuerzas en la espalda. La
joven se vino abajo con un grito de sorpresa y dolor y Byrne la retuvo
sentándose encima de su vientre y apoyando las rodillas en sus antebrazos. Se disponía
a golpearla en el rostro pero fue incapaz, así que se puso en pie y se alejó
corriendo.
Horas
después, tumbado sobre la cama con la mirada fija en el resplandor proveniente
de la ventana, Byrne tenía la impresión de haber envejecido cien años. Temía
que en adelante su conciencia lo privara de todo sosiego y agradecía que algo
en su interior le hubiera impedido ir más lejos, aunque en realidad sabía que su
indecisión no había sido motivada por la piedad o los principios, sino por unos
escrúpulos transformados en hábito cuya fuerza era mayor que la que lo había
empujado a planear y finalmente llevar a cabo aquella agresión.
Sin
embargo, al día siguiente se despertó lamentando no haber matado a su víctima,
y con el transcurso de las horas se afianzó la certeza de que ninguno de los
pequeños episodios que conformaban su vida diaria, y habían terminado por hacer
de ella algo verdaderamente apreciable, tenía el más mínimo valor si se lo
comparaba con aquel acto. Imaginó que de no lograr culminarlo no podría seguir
viviendo, y su único temor ante el paso a dar no tuvo que ver con sus posibles consecuencias
sino con una incapacidad de llegar hasta el final que surgiera en el último instante
y lo forzara a sentirse, una vez más, como se estaba sintiendo ahora.
Dos
días después, Byrne bajó del autobús en una parada
anterior a la suya y caminó junto a los árboles en dirección a su casa por la
orilla del río que atravesaba aquel distrito de las afueras. Dentro del
bolsillo del abrigo sujetaba con la mano derecha la empuñadura de una navaja
abierta. Tras varios minutos de trayecto solitario, su corazón latió con
rapidez cuando oyó pisadas sobre el pavimento húmedo y vio acercarse entre las
sombras una silueta esbelta, que unos metros más adelante resultó ser la de una
mujer de mediana edad envuelta en un abrigo rojo. Mientras se aproximaba a
ella, Byrne tomó aliento y trató de dominar el impulso de marcharse. La mujer
parecía tener prisa y en ningún momento desvió la vista del frente, como si sus
pensamientos se encontraran lejos de allí y no la asustara cruzarse con un
desconocido en aquel lugar apartado y a una hora tardía. Al llegar a su altura
Byrne se detuvo, la hizo girarse apoyando la mano izquierda en su hombro y pudo
distinguir una mirada en la que se sucedieron la sorpresa, el desprecio y una
agresividad inminente, pero antes de que ella actuara sacó del bolsillo la navaja y se la clavó en el cuello. La mujer retrocedió y terminó viniéndose
abajo en medio de los matorrales y Byrne trastabilló, se derrumbó sobre ella y sintió
en el rostro el suave contacto de su mejilla y el calor de la sangre. Cuando la
mujer expiró, Byrne se hizo a un lado respirando con dificultad y quedó tendido
boca arriba al abrigo de la espesura. Sentía algo que aunque no tenía nada que
ver con el placer físico, lo llenaba de una plenitud mucho mayor
que la que le habían aportado cualquiera de las relaciones sexuales más
satisfactorias mantenidas hasta entonces, y estuvo seguro de que durante los
segundos anteriores había sido verdaderamente feliz por primera vez en su vida.
Se puso en pie, arrojó la navaja al centro del río y empujó el cadáver de su víctima
hacia la orilla, y mientras lo veía desaparecer bajo el
brillo plateado de la superficie se sucedieron dos pensamientos en su cabeza:
Byrne se preguntó si un único acto como aquél, un acto aislado sin
continuidad en el transcurso de una vida en la que el aprecio de los demás representaba
el reflejo de un interior atribulado pero definitivamente satisfecho,
era suficiente para echar por tierra la percepción que uno poseyera de sí
mismo. Luego tuvo la impresión de haber obligado a su víctima a participar
en una insólita partida de la que, contra todo pronóstico, por algún motivo él
no había sido el ganador.