Por lo general, la jornada del portero de noche en un hotel de dos
estrellas es bastante tranquila, pero en ocasiones hay momentos de tensión
debidos a percances repentinos. Hace un par de días, a eso de las dos de la
madrugada, un cliente irlandés que había venido con su mujer y su hija sufrió
un infarto y tuvieron que llevarlo al hospital, donde habrá de quedarse una
semana antes de regresar a su país. La noche siguiente, al llegar al hotel me
encontré una botella de vino, en agradecimiento por mi amabilidad durante la
crisis.
Ayer hablaba de lo ocurrido con Max, mi compañero, y conveníamos en que hay
que disfrutar de cada minuto porque ese minuto puede ser el último. Max recordó
algo que había sucedido veinte años atrás, cuando él llevaba seis o siete en
Francia. Acababa de coger el traspaso de un bar en la rue Saint-Denis y vivía
en un hotel muy barato donde alquilaban habitaciones por mes, situado junto a
la Plaza de la Bastilla. Era un edificio viejo, húmedo y ruinoso, dividido en
tres grandes bloques de cinco plantas sin ascensor. La habitación de Max estaba
en la última planta del tercer bloque, al que se accedía atravesando el portal
del primero, un patio interior, el portal del segundo y otro patio interior que
daba al tercero.
Por el bar de Max paraba a menudo Mohamed, otro argelino de edad
indefinida, desastrado y conflictivo, que se había instalado en un estudio del
barrio hacía poco sin que nadie supiera muy bien de dónde venía ni a qué se
dedicaba. Aunque en el bar nunca dejaba a deber y se entendía bien con Max y
con los clientes habituales, no tardaron en oír que Mohamed no pagaba el
alquiler ni los gastos de la comunidad, se peleaba con las pandillas de los
edificios contiguos y apenas saludaba ni hablaba con nadie. Una noche, después
de golpear a un controlador del metro al salir de la estación, la policía lo
detuvo y lo puso a disposición del juez. Éste terminó decretando su expulsión y
regreso inmediato a Argelia, pero en cuanto lo subieron al avión junto con tres
compatriotas Mohamed se desasió de los agentes y comenzó a insultar a los
pasajeros, a escupir a las azafatas y a gritar que sólo iría a su país cuando
él lo decidiera. El piloto se negó a llevarlos y todos fueron devueltos a
comisaría.
Mohamed salió dos días después a media mañana y se acercó directamente
hasta el bar de Max para comer algo. Luego estuvo un rato bebiendo, y al caer
la tarde era incapaz de levantarse de la silla. Max le aconsejó que volviera a
casa, pero Mohamed repuso que no pondría un pie en el estudio y que además el
administrador debía de haber cambiado ya la cerradura. Esa noche Max cerraba tarde,
así que le ofreció a Mohamed las llaves de su habitación en la Plaza de la
Bastilla y lo invitó a dormir allí. Tras unos minutos de atropelladas palabras
de agradecimiento, Mohamed salió con las llaves en el bolsillo y caminó
tambaleándose hacia la boca del metro mientras Max, algo inquieto, lo veía
alejarse entre la gente.
A media noche, Max observó cómo los clientes dejaban de hablar poco a poco
y prestaban atención al informativo que estaban pasando en televisión. A
petición de uno de ellos subió el volumen: al parecer, un par de horas antes se
había declarado un gran incendio en un hotel de la Plaza de la Bastilla, que
resultó ser donde se alojaba él, y los tres bloques de viviendas habían ardido
hasta los cimientos. Max cerró el bar apresuradamente, cogió un taxi, y veinte
minutos después llegaba a una plaza atestada de curiosos entre los que se abrían
paso los agentes de policía, los cámaras de televisión, el personal sanitario y
los bomberos. Éstos le explicaron que, dada su ubicación, todavía no habían
logrado acceder al último bloque cuando el edificio se vino abajo, así que no
hallaron rastro de Mohamed. Era uno de los peores incendios de los últimos años, con un número elevado de víctimas mortales. Durante los meses siguientes,
Max tuvo que pelear con el sentimiento de culpa y la impresión de que Mohamed
había muerto en su lugar. Al cabo de un tiempo, en el solar donde quedaban los
cimientos del edificio construirían un gran hotel de cuatro estrellas.
–La muerte lo estaba esperando allí –me decía Max–. Cuánto mejor le hubiera
sido no bajar de aquel avión. Con esa vida que llevaba, ¿no le daba lo mismo un
país que otro?
Yo asentí en silencio.