El bullicioso barrio de Montmarte, donde
mi mujer tiene una tienda, silencioso y vacío. El tiempo tormentoso, el hastío, el volver a vivir lo vivido. Sus lágrimas cuando
hace cinco semanas estalló una bomba en Ankara, su rabia
y su desprecio contra quienes organizaron el atentado y contra quienes
permitieron que se llevara a cabo. El tono reposado con el que, tiempo atrás,
me contó que hace treinta años uno de sus hermanos mayores, miembro voluntario
de una guerrilla kurda, falleció durante un combate en la frontera entre
Turquía e Irak. Sus ocasionales silencios, que como dice mi madre son los mismos en los que se sumía mi abuelo a lo largo de los años posteriores a la guerra civil. Su falta de miedo hoy, sus recuerdos
de infancia raramente invocados: el silbido de las balas por delante de las
ventanas, la presencia constante de militares, las continuas idas y venidas,
las familias vecinas con hijos desaparecidos, el dolor por los muertos recientes, el
aprender a no decir nada, el duelo permanente de jóvenes y
adultos.
***
El respeto de algunos automovilistas
ante el tráfico cortado durante la manifestación que se organizó en París
después del atentado de Ankara y el sonido de los cláxones de otros, mientras
en el aire de aquella agradable tarde de otoño se respiraba que en cuestión de
meses (que al final resultaron ser semanas) algunos de los allí presentes,
independientemente de nuestros orígenes, formaríamos parte del siguiente
balance de heridos y muertos. La presencia policial nada rutinaria en los
puntos del metro más insospechados, cubriendo entradas y salidas con una mirada
nueva y cargada de significado mientras los usuarios les echamos una rápida
ojeada y bajamos la vista al pasar frente a ellos. La ausencia de reservas para
los próximos meses en el hotel donde trabajo, las continuas anulaciones de
otras que fueron hechas antes del trece de noviembre. El gesto grave en el
rostro del repartidor de ropa limpia desde que la noche del viernes se quedó
bloqueado con el camión de camino a un hotel del distrito 10 y oyó los
disparos. La tristeza en la mirada de gentes a las que trato cada día y la
frivolidad y la despreocupación en la de otras, las opiniones sensatas e
inteligentes y las estúpidas o interesadas. La certeza de que en los próximos
meses a padres, cónyuges o hermanos de muchos de nosotros se los informará del
fallecimiento de algún pariente en un atentado, y de que eso no va a suceder
únicamente en Francia, Bélgica, Turquía o Malí. La descripción minuciosa durante los
informativos de la batalla campal en el piso de Saint-Denis entre policías
y terroristas, que cabe calificar de heroica por parte de los primeros. Las
llamadas telefónicas de familiares y amigos, las sonrisas y el sentido del humor
y las ganas de vivir, como si la vida tuviera un sabor renovado ahora que
sabemos mejor que nunca que la vida no vale nada. Las voces de la gente
paseando por las calles, las luces del barrio que
empiezan a encenderse al caer la tarde, el sonido de los trenes que van y
vienen de París al final del día o al comienzo de una nueva jornada.