Después
de luchar en Benwick a las órdenes del rey Ban, sir Agravaine embarcó de
regreso a Inglaterra, donde lo esperaban el rey Arturo y los caballeros de la
Tabla Redonda. Pero durante la travesía se desencadenó una tempestad que alejó
la nave hacia el norte, y al cabo de varios días la hizo encallar en una costa
desconocida. Sir Agravaine logró nadar hasta la playa, salió del agua y se
desplomó sobre la arena mientras las olas rompían contra su cuerpo. Miró a su
alrededor y comprobó que era el único superviviente. Se encontraba en una
tierra verde y montañosa, ante la que un mar agitado se perdía en la bruma del
horizonte sin otro litoral que lo interrumpiera ni vela alguna que lo surcara.
Sir Agravaine echó a andar hacia el bosque que bordeaba la playa, pero a pocos
metros de los primeros árboles un gigante surgió de la penumbra y se detuvo
frente a él bloqueándole el camino. Iba cubierto con pieles de animales y
llevaba una espada a la cintura, un carcaj a la espalda y un arco y una flecha
con la que apuntaba a sir Agravaine. Éste se detuvo.
–¿Quién
sois? –preguntó el gigante.
–Sir
Agravaine, caballero de la Tabla Redonda. Mi barco ha naufragado frente a la
costa. Quiero saber qué tierra es ésta y que me proporcionéis los medios para
regresar a Inglaterra.
–A
ningún extranjero le está permitido desembarcar –repuso el gigante–. Marchaos,
si no queréis que os mate aquí mismo.
Sir
Agravaine sonrió con desdén.
–Es
fácil amenazar a un hombre desarmado cuando se tiene un arma en la mano.
Irritado
ante aquella insinuación de cobardía, el gigante arrojó al suelo arco y flecha,
se desprendió de la espada y el carcaj y cargó contra sir Agravaine. Éste logró
sujetarlo por la cintura, su oponente asió sus hombros y forcejearon hasta que
sir Agravaine cedió y acabó cayendo. Corrió hacia donde estaba la espada, se hizo con ella y se la
hundió en el pecho al gigante cuando éste se abalanzaba sobre él. Luego le cortó
la cabeza y de una patada la envió contra las olas. Guardó la espada bajo el
cinturón, recuperó el arco y las flechas y se adentró en el bosque. Después de
avanzar un trecho entre la espesura, se detuvo al borde de un claro y observó
pisadas sobre la hierba en dirección a la línea de árboles del otro lado. Las
siguió y pronto llegó a un prado en pendiente, interrumpido por un acantilado
sobre el que se alzaba un pequeño montículo cubierto de tierra. En lo alto
había una cruz a la que estaba atada una mujer. Sir Agravaine fue hasta ella y
cortó las ligaduras con la espada.
–¿Quién
sois? –preguntó.
–Me
llamo Ettard y soy hermana de sir Meliot de Logres –respondió la mujer–.
Navegábamos rumbo a Inglaterra cuando el piloto fue confundido por las hogueras
que los gigantes encienden en la costa e hizo encallar la nave. Todos nuestros
bienes se perdieron, y aunque mi hermano y yo logramos llegar nadando a la
playa junto con dos marineros, los gigantes los mataron en cuanto pisamos
tierra y a mí me retuvieron para cobrar un rescate de mis tíos, a quienes han
enviado un mensaje para informarles de mi cautiverio.
Sir
Agravaine la observó mientras hablaba. Cuando hubo terminado, le aseguró que
volverían a Inglaterra y él mismo la llevaría junto a sus tíos, a la vez que
pensaba en las posibilidades que tendría de gozar de ella tras haber
desembarcado en un puerto seguro. Decidió que si se oponía, la forzaría a
complacerlo y luego la haría desaparecer, ya que sus parientes ignoraban su
paradero, el camino sería largo y nadie podría identificar el cadáver de una
mujer degollada en medio de un bosque.
–Estamos
en una isla –siguió ella–. La playa de donde venís forma parte del territorio
ocupado por los gigantes. Estos luchan contra las mujeres que habitan un
reducido espacio de tierra al sur, donde sufren continuas incursiones. Si
conseguimos llegar hasta allí y les hacemos comprender que los gigantes son
también nuestros enemigos, tal vez puedan ayudarnos a escapar. Pero debemos
darnos prisa, los otros no tardarán en descubrir la muerte de su compañero.
La
mujer indicó a sir Agravaine el camino a seguir. Descendieron el montículo, se
adentraron en el bosque y avanzaron con dificultad apartando ramas y arbustos,
mientras sus pies resbalaban una y otra vez sobre el manto de hojas húmedas que
cubría el terreno. La
mujer se detuvo asustada y retrocedió unos pasos al oír un ruido cercano, pero
pronto vieron un ciervo, que se paró un instante frente a ellos y huyó monte
arriba. Vadearon
un río de poca profundidad, ascendieron un trecho rocoso y escarpado, salieron
del bosque y treparon hasta lo alto de una loma, donde se detuvieron agotados.
Desde allí podían avistar la playa en la que sir Agravaine había desembarcado y
aquélla, más cercana, hacia la que se dirigían. En la orilla estaba varada una
pequeña embarcación, pero no veían rastro de sus tripulantes.
–No
tardaremos en llegar –dijo la mujer.
Iban
a seguir adelante cuando varios gigantes armados con mazas, lanzas y espadas
dejaron atrás diferentes puntos del bosque y avanzaron hacia la loma. Sir
Agravaine desenvainó la espada.
–Es
el final del camino –murmuró la mujer a su espalda–. Nunca saldremos de la
isla…
Los
gigantes rodearon la loma.
–¡Abridnos
paso! –exclamó sir Agravaine desde lo alto.
Pero
los gigantes no se movieron, aunque tampoco hacían ademán de seguir
aproximándose. Sir Agravaine aguardó a que subieran y se preparó para asestar
el primer golpe. Sin embargo, se sorprendió al leer la indecisión en sus
miradas: pese a su superioridad numérica, ningún gigante se aprestaba a tomar
una iniciativa que podría costarle la vida. Espada en mano, sir Agravaine
comenzó el descenso seguido de cerca por la mujer. Uno de los gigantes se
adelantó y sir Agravaine y ella se detuvieron.
–No
tenemos nada contra el caballero –dijo el gigante dirigiéndose a sir Agravaine
en tono conciliador–. Si nos entregáis a esa mujer, podréis seguir vuestro
camino.
La
mujer se llevó una mano a la boca. Sir Agravaine no perdía de vista a sus
adversarios. Estaban bien armados, y aunque por el momento prefirieran evitar
el combate, en cuanto comenzara lo cercarían y terminarían cayendo sobre él.
Sin duda lograría matar a más de uno, pero eran demasiados y acabarían
venciéndolo. Sujetó por un brazo a la mujer y de un empujón la envió loma
abajo, haciéndola rodar hasta los pies del gigante. Éste la asió por los
cabellos, la puso en pie y se hizo a un lado para que sir Agravaine pudiera
pasar.
–¡No
me dejéis aquí! –gritó ella–. ¡Os lo suplico, no me dejéis con ellos!
Pero
sir Agravaine seguía ya el camino hacia el sur de la isla ignorando sus gritos,
y no llegó a ver cómo la mujer trataba de huir y uno de los gigantes blandía la
maza, le descargaba un golpe en la sien y la derribaba con el cráneo
ensangrentado, y luego la arrastraban entre todos de regreso al interior del
bosque mientras ella movía débilmente los brazos y las piernas.
Sir
Agravaine descendió por un sendero que discurría entre los árboles y al cabo de
pocos minutos lo condujo directamente hasta la playa. Varios caballos que
trotaban por la orilla se alejaron asustados al verlo llegar. Sir Agravaine se
detuvo junto a la proa de la embarcación y la empujó hacia el agua. Mientras
avanzaba sobre la arena húmeda, se preguntó dónde se hallarían aquellas mujeres
y sonrió al pensar en que probablemente se ocultaran en algún lugar de los
gigantes, que pronto ocuparían también aquella parte de la isla. Cuando la
embarcación estuvo a flote subió a bordo, desplegó la vela, tomó la caña y se
alejó de tierra. Luego se volvió hacia la playa, y pudo ver a una mujer que lo
miraba desde la orilla. Sir Agravaine le hizo un gesto burlón de despedida con
el brazo. Iba a girarse de nuevo cuando varias mujeres armadas con arcos y
flechas salieron del bosque y se unieron a ella. Sir Agravaine las despidió con
una sonrisa irónica y una flecha lo alcanzó en el pecho. Las mujeres tensaban
los arcos. Sir Agravaine sujetó la flecha y consiguió partirla, pero cuatro,
cinco, seis flechas se clavaron al momento en su cuerpo. Sir Agravaine cayó a
un lado, tropezó con la caña y se desplomó sin vida al pie del mástil mientras la embarcación cabeceaba
suavemente a merced del oleaje.