En abril de 1358, durante la guerra con Inglaterra, las hijas de
Jacques Durand, un campesino de Reims, fueron violadas y asesinadas
por miembros de una de las bandas de mercenarios que asolaban el norte de Francia. Los
señores no lograban detenerlos, los mismos señores que dos años antes había
abandonado al rey Jean II en manos del enemigo tras la batalla de Poitiers, y ahora aumentaban los impuestos para poder reconstruir sus propiedades y
exigían a los campesinos que defendieran sus castillos si eran atacados por los
ingleses. Semanas después, a Durand le llegaron noticias confusas de que
numerosos campesinos se habían reunido en Saint-Leu d’Esserent para enfrentarse
a una nobleza que no había apoyado a su rey. No tardaron en formarse nuevos
grupos en torno a otras ciudades, y Durand, desoyendo el consejo de su mujer,
se unió al de Reims. A falta de una organización precisa, decidieron asaltar
los castillos de la región. En el primero pasaron a cuchillo al señor, a su
familia y a sus sirvientes, y prendieron fuego al castillo. Enardecidos tras
esa primera victoria, los campesinos atacaron otro castillo y sacaron al señor
al patio de armas, lo ataron a un poste y lo forzaron a presenciar la violación
de su mujer y sus hijas, antes de acabar con todos ellos. Mientras salía de un
patio encharcado en sangre, Durand se sentía aturdido por los hechos
que acababa de presenciar. Pero luego recordó el desprecio en el rostro de los
señores cuando les comunicó la muerte de sus hijas, los castigos que había
sufrido por no poder pagar los impuestos, las ejecuciones de vecinos que habían
robado para alimentar a sus familias y la muerte de hambre de otros, y durante
el siguiente asalto actuó con la misma ferocidad que sus compañeros, aunque el
recuerdo de su familia le impidió caer en los excesos de algunos.
En pocos días, los campesinos asolaron la región de Champagne y provocaron
la huida de los miembros de la nobleza que aún no habían sido atacados. Pero
Durand temía que la supremacía de su gente fuera a durar lo que a aquéllos les
llevara reorganizarse, ya que apenas tenían contacto con otros
grupos de sublevados, y la única acción emprendida hasta entonces había
consistido en eliminar el mayor número posible de familias nobles. Sus temores
no tardaron en confirmarse. A pesar de los daños causados y del estado de
terror en el que quedaba sumida la nobleza, pronto llegaron a Champagne
noticias desalentadoras. Las huestes del rey Charles de Navarra y las de los
capitanes Jean de Grailly y Gaston Fébus, que acababan de regresar de la
cruzada contra Prusia, se habían unido para sofocar las revueltas, y con ellos
cabalgaban también soldados aliados ingleses. En Meaux, los campesinos habían
logrado negociar con los comerciantes de la ciudad, que terminaron
facilitándoles la entrada y les permitieron apresar a los nobles allí
refugiados, pero el ejército de Charles de Navarra la tomó por asalto, y
después de liberar a los nobles la saqueó, mató a gran parte de sus habitantes
e impidió salir de sus casas a otros mientras les prendía fuego a las
viviendas. A continuación, los caballeros se enfrentaron a los campesinos en la
batalla de Mello y les ocasionaron una dura derrota. Los que habían logrado
huir contaban que después de la batalla Charles de Navarra había convocado una
tregua e invitado a dialogar a Guillaume Cale, un líder de los sublevados que
no aprobaba las atrocidades cometidas por una parte de los suyos. Pero cuando
Cale se aproximaba en solitario al campamento enemigo, Charles de Navarra
ordenó capturarlo ignorando la bandera blanca, pues los nobles no estaban
obligados a respetar las normas de la caballería al tratar con un hombre de
origen plebeyo. Cale fue coronado públicamente con una corona al rojo vivo
en una ceremonia sarcástica, y luego decapitado.
La exaltación inicial entre los campesinos de Reims dio paso al miedo y a la
incertidumbre. Se decía que los nobles mataban sin distinción a hombres,
mujeres y niños, y Durand temió por lo que le pudiera ocurrir a su mujer.
Grupos de caballeros bien organizados atacaron con rapidez cada una de las zonas
donde se habían producido revueltas y exterminaron a todas las familias de
campesinos que pudieron encontrar, quemaron sus casas y asolaron sus tierras.
Frente a aquella maquinaria militar ejercitada e implacable poco pudieron hacer
los sublevados, armados con hoces, cuchillos y guadañas, y dominados por la
aprensión y el sentimiento de inferioridad hacia una clase a la que siempre
habían considerado superior. Días después de la masacre de Meaux y la batalla
de Mello, de los árboles de las regiones colindantes colgaban miles de
cadáveres. La sangre se mezclaba con el agua de los arroyos, y por los campos
ahora yermos se extendían los cuerpos desmembrados, quemados o destripados de
gentes que, en muchos casos, ni siquiera habían participado en las revueltas.
Entre los caídos se encontraba Jacques Durand, atravesado por las lanzas de
varios caballeros después de que lo sorprendieran junto a otros campesinos mientra
intentaba regresar a su casa. Su mujer nunca supo qué había
sido de él.