jueves, 4 de julio de 2013

THE BUTCHER BOY (III)

Una mañana de noviembre, Michel Verneau estaba hablando con un compañero en el patio del instituto cuando otro alumno lo sujetó por un hombro, lo lanzó contra la pared, le pegó varios puñetazos que lo hicieron caer y le pateó la cara. Luego explicó a los curiosos que Verneau y él tenían un par de asuntos pendientes, y todos se marcharon porque volvían a empezar las clases. Al día siguiente, cuando suponía que nadie podía verlo, Verneau rajó las ruedas de la moto de su agresor, pero éste lo sorprendió mientras se ponía en pie para marcharse y se abalanzó sobre él, y al cubrirse con la navaja Verneau lo hirió en un brazo. Ello supuso la expulsión del instituto, así que su hermano trató de que lo admitieran en el colegio privado donde trabajaba de bedel, para que no perdiera el curso. Como la matrícula era  muy cara, habló con un conocido, propietario de un hotel en la rue de Rome, y éste empleó a Verneau como botones los fines de semana y le adelantó el primer mes de sueldo.

A medio camino entre el hotel y el edificio de la avenida de Clichy donde vivían había una carnicería, frente a la que Verneau pasaba cada sábado a primera hora camino del trabajo. En una ocasión entró para comprar embutido, pero a los pocos minutos tuvo que salir por un mareo debido a la impresión que le produjeron las tareas, los sonidos y los olores propios del local. Su hermano le encargaba a veces que comprara carne, y Verneau aguardaba en la calle a que no hubiera clientes o hacía el pedido atropelladamente, salía fingiendo haber olvidado algo y regresaba cuando calculaba que ya estaría listo. No tardó en darse cuenta de que a los empleados empezaba a extrañarles su comportamiento. Sin embargo, uno de ellos pasaba a menudo por delante del hotel y lo saludaba como si lo considerara ya un cliente habitual y no prestara atención a aquellas pequeñas excentricidades. Verneau lo observó. Era un tipo fuerte y bien parecido que tendría la misma edad que su hermano, unos treinta años, y debía de vivir en el barrio, pues caminaba siempre en dirección contraria a la estación de metro.

Durante los primeros días de trabajo, el patrón le preguntó alguna vez si todo iba bien. Pero pronto se olvidó de él, y cuando se acercaba hasta su puesto era para reprenderlo por haber dejado escapar un taxi o no atender con la suficiente presteza a los clientes que bajaban de un autobús. Sus compañeros le hablaban de manera seca y distante, y no se molestaban en ocultar la desconfianza hacia el recién llegado. Verneau suponía que nunca iban a entenderse, tal vez porque todos le llevaban al menos diez años y no encontraba el modo de iniciar una conversación con ninguno de ellos, o porque sabían que había conseguido aquel empleo gracias a la mediación de su hermano.

A principios de diciembre, aprovechando dos días festivos, el patrón le encargó trabajar también durante la semana para ayudar a Anja, la gobernanta, en las reformas previstas en varias plantas. Hasta entonces, Verneau sólo había coincidido con ella algún sábado esporádico, pero en una ocasión la sorprendió observándolo y en su mirada creyó leer que Anja no le iba a poner las cosas más fáciles que cualquier otro. El primer día, no pudo evitar bajar la vista al responder a su saludo cuando ella llegó al hotel. A media mañana, la recepcionista le dijo que bajara al sótano porque Anja lo estaba esperando en su pequeña oficina para explicarle la tarea que iba a llevar a cabo. Verneau siguió a Anja hasta el garaje, donde ella le mandó introducir en el montacargas todos los carros llenos de sábanas que obstruían los pasillos, para distribuirlos luego por las plantas superiores. Verneau terminó una hora después y regresó agotado a la planta baja. Cuando recorría el pasillo de camino a la recepción, oyó a Anja llamarlo desde la cocina. Fue hasta allí, y ella lo invitó a un café y le preguntó si aquél era su primer empleo. Más tarde, antes de la pausa para comer, Anja estuvo charlando unos minutos con la recepcionista. Al volver la mirada hacia la calle y ver a Verneau parado junto a la entrada, le comentó que estaban siendo unos días tranquilos y lo animó a participar en la conversación. Había pocos clientes en el hotel, así que Verneau apenas tuvo trabajo el resto de la jornada.

Al día siguiente, Anja pasó por la recepción a primera hora y le dijo que en cuanto pudiera bajara a su oficina. Después de ocuparse de algunas llegadas, Verneau dedicó el resto de la mañana a sacar sillas y sillones, arrastrarlos hasta el montacargas y subirlos a la primera planta, a la vez que evitaba los encontronazos con los obreros que acarreaban puertas y ventanas y con las camareras de piso que hacían camas, fregaban cuartos de baño, vaciaban papeleras y pasaban la aspiradora mientras él entraba y salía. Cuando volvió a la oficina para decirle a Anja que todo estaba listo, ella se había ido ya a comer. Verneau descansó unos minutos sentado en una banqueta olvidada en el pasillo. Luego bajó al comedor, se hizo con una bandeja y miró alrededor buscando un sitio libre, hasta que Anja lo vio y le señaló una silla junto a la mesa que compartía con varios compañeros. Verneau se unió a ellos algo cohibido, pero Anja no tardó en bromear recordando las dificultades de ambos para desplazar un sillón de gran tamaño e introducirlo en el montacargas, lo que provocó risas y terminó por hacer que riera también él mismo.

El trabajo aumentó las semanas siguientes debido a la cercanía del fin de año. Verneau, que ahora sustituía a otro botones de lunes a viernes porque ya no tenía clase en el instituto, pasaba las mañanas parando taxis y acarreando maletas, pero de vez en cuando podía ver desde su puesto a Anja, que subía y bajaba apresuradamente las escaleras de servicio y daba instrucciones a las camareras de piso en el tono severo y apremiante habitual.

La última semana del año, el viernes por la tarde, Verneau fue hasta los vestuarios y se aseó en los lavabos. Habló un momento con el recepcionista que empezaba su turno, luego guardó el uniforme dentro de la taquilla, se puso el abrigo, salió del hotel y echó a andar hacia su barrio. Mientras se acercaba a la carnicería recordó que su hermano le había pedido que comprara carne, así que se detuvo frente al escaparate, miró al interior y decidió esperar fuera unos minutos, aunque sólo había dos clientes dentro de la tienda. Ya no deseaba que terminaran pronto las vacaciones para volver a trabajar únicamente sábados y domingos. La frialdad inicial de sus compañeros había dado paso a una cordialidad que se iba transformando en abierta simpatía por parte de algunos. En realidad, era el haber conocido a Anja, y el saber que la vería de nuevo el lunes, lo que le hacía apreciar de manera diferente el tiempo dedicado al hotel a lo largo de la semana. Recordó el tono didáctico que ella había intentado adoptar el primer día mientras le explicaba cuál era su tarea, un tono esforzadamente afable que duró poco, hasta que Verneau cometió las primeras torpezas y Anja empezó a perder la paciencia. Al final de la semana coincidieron de nuevo en el comedor, y como era una hora tardía y los otros compañeros se habían marchado ya, por primera vez se sentaron solos en una mesa. Anja le contó que a los quince años había empezado a trabajar en un telar industrial. Luego fue camarera en un restaurante, y al cabo de un tiempo tuvo acceso a una formación que le permitió emplearse como gobernanta en varios hoteles y finalmente llegar a su puesto actual, que ocupaba desde hacía seis años. Más tarde, Anja lo vio pasar por delante de la oficina y lo invitó a un café. Mientras ella le daba la espalda buscando una taza por los cajones de la mesa y le contaba una anécdota del restaurante donde había trabajado antes, Verneau no había podido apartar la vista de su cuerpo envuelto en el uniforme azul marino. En una de las paredes, rodeado de postales turísticas pegadas con cinta adhesiva, colgaba un espejo en el que Verneau observó el rostro de Anja sin que ella se diera cuenta. Terminaron sus turnos al mismo tiempo. Salieron juntos del hotel, se despidieron y se alejaron en direcciones opuestas, Verneau abrumado por una extraña mezcla de contento y melancolía.

Después de pagar en la carnicería siguió caminando hacia su casa, pero dio un rodeo porque ahora ya no tenía prisa por regresar al pequeño apartamento. Atravesó el parque de Batignolles, salió a la rue Cardinet, cruzó la calle y llegó a la estación de ferrocarril, un lugar en el que paraba a veces al caer la tarde y donde siempre se encontraba a gusto. Bajó hasta el andén, se sentó en un banco y dejó pasar los minutos contemplando el tránsito de los trenes. Había decidido que no quería volver al instituto cuando hubieran terminado las vacaciones. El portero de noche le había dicho que el patrón buscaba un botones para trabajar a tiempo completo y al parecer estaba bastante satisfecho con él. Aunque apenas llevaba una semana sin clases, recordaba como algo lejano los gritos en el patio, el ruido de las puertas de las aulas al cerrarse y el eco en los pasillos vacíos. Para él, el cambio fundamental con respecto al centro donde estudiaba antes era que ahora sabía protegerse fingiendo una entereza y una seguridad en sí mismo que, en realidad, aún estaba lejos de sentir.

Llegó a casa media hora después. Fue hasta la cocina y le entregó la compra a su hermano, que lo esperaba para preparar la cena y procedió a cortar la carne sobre una tabla mientras Verneau apartaba la mirada hacia la ventana. Cuando estaban sentados a la mesa, Verneau le dijo que el dueño del hotel buscaba otro botones y le explicó que quería dejar el colegio y solicitar aquel empleo. Su hermano le aconsejó que terminara de estudiar y luego, si seguía interesado, él hablaría con el patrón y sin duda lo contratarían de nuevo para trabajar la jornada completa como botones, o incluso para un puesto mejor.

El lunes siguiente era el último día del año. Verneau se acercó hasta un radiador colocado junto a la entrada del hotel, y bajo la luz de las farolas todavía encendidas pudo ver a los transeúntes que iban y venían al otro lado de la cristalera dejando sus huellas sobre la nieve caída durante la noche. A media mañana, el responsable del bar lo llamó para invitarlo a tomar una copa de champán con los demás empleados. Cuando pasaba por delante de las escaleras que conducían al sótano, Verneau miró hacia el interior de la oficina de Anja y comprobó que había salido, así que supuso que la encontraría también en el bar. Al entrar, la vio hablando animadamente en un extremo de la barra con el patrón y con la encargada de las reservas. Mientras charlaba con sus compañeros en el otro extremo, se sorprendió contando un par de anécdotas sucedidas los últimos meses que provocaron carcajadas entre quienes lo escuchaban. Media hora después regresaba a su puesto, y desde allí contempló la acera, los coches aparcados a lo largo de la calle, las terrazas de los edificios, la boca del metro, los bancos y los árboles cubiertos de nieve. Al cabo de un rato terminaría su turno y podría volver a casa. Pero a medida que iban transcurriendo los minutos y el momento de salir se acercaba, empezaba a sentir una emoción extraña que sólo podía definir como nostalgia. Oyó voces a su espalda. Anja acababa de despedirse de la recepcionista hasta la semana siguiente y caminaba hacia la entrada con la bolsa de trabajo en una mano y el abrigo, la bufanda y el gorro de lana puestos. Sonrió al pararse a su lado y le explicó que ese día terminaba un poco antes de lo habitual. Se había pintado los labios, desprendía un agradable olor a colonia y tenía en la boca un caramelo de menta. Después de subir la cremallera del abrigo y ponerse unos guantes, le deseó feliz año nuevo, lo besó en las mejillas y salió del hotel. Verneau avanzó unos pasos y la vio cruzar la calle y caminar con precaución por la acera de enfrente en dirección opuesta a la que solía tomar cada tarde. Pero Anja se detuvo en seguida, y en su rostro se dibujó una cálida sonrisa en cuanto reconoció a alguien que venía hacia ella. Verneau también lo reconoció, era el empleado de la carnicería que lo saludaba siempre cuando pasaba por delante del hotel. Anja le dijo algo y se formó una nube de vaho frente a su boca. Luego se besaron y echaron a andar cogidos del brazo, ahora en dirección al barrio donde vivía ella. A la altura del hotel se pararon un instante y saludaron a Verneau, que levantó una mano tímidamente y los siguió con la mirada hasta perderlos de vista cuando tomaban otra calle. Los imaginó llegando a casa, subiendo las escaleras y disfrutando de una intimidad que asociaba exclusivamente con Anja. Se preguntó si estarían casados y sintió el impulso de correr tras ella para explicarle algo que se veía incapaz de precisar. Luego comprendió que era el momento de regresar a su propia vida.