Una
mañana de noviembre, Michel Verneau estaba hablando con un compañero en el
patio del instituto cuando otro alumno lo sujetó por un hombro, lo lanzó contra
la pared, le pegó varios puñetazos que lo hicieron caer y le pateó la cara. Luego explicó a los curiosos
que Verneau y él tenían un par de asuntos pendientes, y todos se marcharon
porque volvían a empezar las clases. Al día siguiente, cuando suponía
que nadie podía verlo, Verneau rajó las ruedas de la moto de su agresor, pero
éste lo sorprendió mientras se ponía en pie para marcharse y se abalanzó sobre
él, y al cubrirse con la navaja Verneau lo hirió en un brazo. Ello supuso la
expulsión del instituto, así que su hermano trató de que lo admitieran en el
colegio privado donde trabajaba de bedel, para que no perdiera el curso. Como
la matrícula era muy cara, habló con un
conocido, propietario de un hotel en la rue de Rome, y éste empleó a Verneau
como botones los fines de semana y le adelantó el primer mes de sueldo.
A
medio camino entre el hotel y el edificio de la avenida de Clichy donde vivían
había una carnicería, frente a la que Verneau pasaba cada sábado a primera hora
camino del trabajo. En una ocasión entró para comprar embutido, pero a los
pocos minutos tuvo que salir por un mareo debido a la impresión que le
produjeron las tareas, los sonidos y los olores propios del local. Su hermano
le encargaba a veces que comprara carne, y Verneau aguardaba en la calle a que
no hubiera clientes o hacía el pedido atropelladamente, salía fingiendo haber
olvidado algo y regresaba cuando calculaba que ya estaría listo. No tardó en
darse cuenta de que a los empleados empezaba a extrañarles su comportamiento.
Sin embargo, uno de ellos pasaba a menudo por delante del hotel y lo saludaba
como si lo considerara ya un cliente habitual y no prestara atención a aquellas
pequeñas excentricidades. Verneau lo observó. Era un tipo fuerte y bien
parecido que tendría la misma edad que su hermano, unos treinta años, y debía
de vivir en el barrio, pues caminaba siempre en dirección contraria a la
estación de metro.
Durante
los primeros días de trabajo, el patrón le preguntó alguna vez si todo iba
bien. Pero pronto se olvidó de él, y cuando se acercaba hasta su puesto era
para reprenderlo por haber dejado escapar un taxi o no atender con la
suficiente presteza a los clientes que bajaban de un autobús. Sus compañeros le
hablaban de manera seca y distante, y no se molestaban en ocultar la
desconfianza hacia el recién llegado. Verneau suponía que nunca iban a
entenderse, tal vez porque todos le llevaban al menos diez años y no encontraba
el modo de iniciar una conversación con ninguno de ellos, o porque sabían que
había conseguido aquel empleo gracias a la mediación de su hermano.
A
principios de diciembre, aprovechando dos días festivos, el patrón le encargó
trabajar también durante la semana para ayudar a Anja, la gobernanta, en las
reformas previstas en varias plantas. Hasta entonces, Verneau sólo había
coincidido con ella algún sábado esporádico, pero en una ocasión la sorprendió
observándolo y en su mirada creyó leer que Anja no le iba a poner las cosas más
fáciles que cualquier otro. El primer día, no pudo evitar bajar la vista al
responder a su saludo cuando ella llegó al hotel. A media mañana, la
recepcionista le dijo que bajara al sótano porque Anja lo estaba esperando en
su pequeña oficina para explicarle la tarea que iba a llevar a cabo. Verneau
siguió a Anja hasta el garaje, donde ella le mandó introducir en el montacargas
todos los carros llenos de sábanas que obstruían los pasillos, para
distribuirlos luego por las plantas superiores. Verneau terminó una hora
después y regresó agotado a la planta baja. Cuando recorría el pasillo de
camino a la recepción, oyó a Anja llamarlo desde la cocina. Fue hasta allí, y
ella lo invitó a un café y le preguntó si aquél era su primer empleo. Más
tarde, antes de la pausa para comer, Anja estuvo charlando unos minutos con la
recepcionista. Al volver la mirada hacia la calle y ver a Verneau parado junto
a la entrada, le comentó que estaban siendo unos días tranquilos y lo animó a participar
en la conversación. Había pocos clientes en el hotel, así que Verneau apenas
tuvo trabajo el resto de la jornada.
Al día
siguiente, Anja pasó por la recepción a primera hora y le dijo que en cuanto
pudiera bajara a su oficina. Después de ocuparse de algunas llegadas, Verneau
dedicó el resto de la mañana a sacar sillas y sillones, arrastrarlos hasta el
montacargas y subirlos a la primera planta, a la vez que evitaba los
encontronazos con los obreros que acarreaban puertas y ventanas y con las camareras
de piso que hacían camas, fregaban cuartos de baño, vaciaban papeleras y
pasaban la aspiradora mientras él entraba y salía. Cuando volvió a la oficina
para decirle a Anja que todo estaba listo, ella se había ido ya a comer.
Verneau descansó unos minutos sentado en una banqueta olvidada en el pasillo.
Luego bajó al comedor, se hizo con una bandeja y miró alrededor buscando un
sitio libre, hasta que Anja lo vio y le señaló una silla junto a la mesa que
compartía con varios compañeros. Verneau se unió a ellos algo cohibido, pero
Anja no tardó en bromear recordando las dificultades de ambos para desplazar un
sillón de gran tamaño e introducirlo en el montacargas, lo que provocó risas y
terminó por hacer que riera también él mismo.
El
trabajo aumentó las semanas siguientes debido a la cercanía del fin de año.
Verneau, que ahora sustituía a otro botones de lunes a viernes porque ya no
tenía clase en el instituto, pasaba las mañanas parando taxis y acarreando
maletas, pero de vez en cuando podía ver desde su puesto a Anja, que subía y
bajaba apresuradamente las escaleras de servicio y daba instrucciones a las
camareras de piso en el tono severo y apremiante habitual.
La
última semana del año, el viernes por la tarde, Verneau fue hasta los
vestuarios y se aseó en los lavabos. Habló un momento con el recepcionista que
empezaba su turno, luego guardó el uniforme dentro de la taquilla, se puso el
abrigo, salió del hotel y echó a andar hacia su barrio. Mientras se acercaba a
la carnicería recordó que su hermano le había pedido que comprara carne, así
que se detuvo frente al escaparate, miró al interior y decidió esperar fuera
unos minutos, aunque sólo había dos clientes dentro de la tienda. Ya no deseaba
que terminaran pronto las vacaciones para volver a trabajar únicamente sábados
y domingos. La frialdad inicial de sus compañeros había dado paso a una
cordialidad que se iba transformando en abierta simpatía por parte de algunos.
En realidad, era el haber conocido a Anja, y el saber que la vería de nuevo el
lunes, lo que le hacía apreciar de manera diferente el tiempo dedicado al hotel
a lo largo de la semana. Recordó el tono didáctico que ella había intentado
adoptar el primer día mientras le explicaba cuál era su tarea, un tono
esforzadamente afable que duró poco, hasta que Verneau cometió las primeras
torpezas y Anja empezó a perder la paciencia. Al final de la semana
coincidieron de nuevo en el comedor, y como era una hora tardía y los otros
compañeros se habían marchado ya, por primera vez se sentaron solos en una mesa.
Anja le contó que a los quince años había empezado a trabajar en un telar
industrial. Luego fue camarera en un restaurante, y al cabo de un tiempo tuvo
acceso a una formación que le permitió emplearse como gobernanta en varios
hoteles y finalmente llegar a su puesto actual, que ocupaba desde hacía seis
años. Más tarde, Anja lo vio pasar por delante de la oficina y lo invitó a un
café. Mientras ella le daba la espalda buscando una taza por los cajones de la
mesa y le contaba una anécdota del restaurante donde había trabajado antes,
Verneau no había podido apartar la vista de su cuerpo envuelto en el uniforme
azul marino. En una de las paredes, rodeado de postales turísticas pegadas con
cinta adhesiva, colgaba un espejo en el que Verneau observó el rostro de Anja
sin que ella se diera cuenta. Terminaron sus turnos al mismo tiempo. Salieron
juntos del hotel, se despidieron y se alejaron en direcciones opuestas, Verneau
abrumado por una extraña mezcla de contento y melancolía.
Después
de pagar en la carnicería siguió caminando hacia su casa, pero dio un rodeo
porque ahora ya no tenía prisa por regresar al pequeño apartamento. Atravesó el
parque de Batignolles, salió a la rue Cardinet, cruzó la calle y llegó a la
estación de ferrocarril, un lugar en el que paraba a veces al caer la tarde y
donde siempre se encontraba a gusto. Bajó hasta el andén, se sentó en un banco
y dejó pasar los minutos contemplando el tránsito de los trenes. Había decidido
que no quería volver al instituto cuando hubieran terminado las vacaciones. El portero de noche le había dicho que el patrón buscaba
un botones para trabajar a tiempo completo y al parecer estaba bastante
satisfecho con él. Aunque apenas llevaba una semana sin clases, recordaba como
algo lejano los gritos en el patio, el ruido de las puertas de las aulas al
cerrarse y el eco en los pasillos vacíos. Para él, el cambio fundamental con
respecto al centro donde estudiaba antes era que ahora sabía protegerse
fingiendo una entereza y una seguridad en sí mismo que, en realidad, aún estaba
lejos de sentir.
Llegó a casa media hora después. Fue hasta la cocina y le
entregó la compra a su hermano, que lo esperaba para preparar la cena y
procedió a cortar la carne sobre una tabla mientras Verneau apartaba la mirada
hacia la ventana. Cuando estaban sentados a la mesa, Verneau le dijo que el
dueño del hotel buscaba otro botones y le explicó que quería dejar el colegio y
solicitar aquel empleo. Su hermano le aconsejó que terminara de estudiar y
luego, si seguía interesado, él hablaría con el patrón y sin duda lo
contratarían de nuevo para trabajar la jornada completa como botones, o incluso
para un puesto mejor.
El lunes siguiente era el último día del año. Verneau se
acercó hasta un radiador colocado junto a la entrada del hotel, y bajo la luz
de las farolas todavía encendidas pudo ver a los transeúntes que iban y venían
al otro lado de la cristalera dejando sus huellas sobre la nieve caída durante
la noche. A media mañana, el responsable del bar lo llamó para invitarlo a
tomar una copa de champán con los demás empleados. Cuando pasaba por delante de
las escaleras que conducían al sótano, Verneau miró hacia el interior de la
oficina de Anja y comprobó que había salido, así que supuso que la encontraría
también en el bar. Al entrar, la vio hablando animadamente en un extremo de la
barra con el patrón y con la encargada de las reservas. Mientras charlaba con
sus compañeros en el otro extremo, se sorprendió contando un par de anécdotas
sucedidas los últimos meses que provocaron carcajadas entre quienes lo
escuchaban. Media hora después regresaba a su puesto, y desde allí contempló la
acera, los coches aparcados a lo largo de la calle, las terrazas de los
edificios, la boca del metro, los bancos y los árboles cubiertos de nieve. Al
cabo de un rato terminaría su turno y podría volver a casa. Pero a medida
que iban transcurriendo los minutos y el momento de salir se
acercaba, empezaba a sentir una emoción extraña que sólo podía definir como
nostalgia. Oyó voces a su espalda. Anja acababa de despedirse de la
recepcionista hasta la semana siguiente y caminaba hacia la entrada con la
bolsa de trabajo en una mano y el abrigo, la bufanda y el gorro de lana
puestos. Sonrió al pararse a su lado y le explicó que ese día terminaba un poco
antes de lo habitual. Se había pintado los labios, desprendía un agradable olor
a colonia y tenía en la boca un caramelo de menta. Después de subir la
cremallera del abrigo y ponerse unos guantes, le deseó feliz año nuevo, lo besó
en las mejillas y salió del hotel. Verneau avanzó unos pasos y la vio cruzar la
calle y caminar con precaución por la acera de enfrente en dirección opuesta a
la que solía tomar cada tarde. Pero Anja se detuvo en seguida, y en su rostro
se dibujó una cálida sonrisa en cuanto reconoció a alguien que venía hacia
ella. Verneau también lo reconoció, era el empleado de la carnicería que lo
saludaba siempre cuando pasaba por delante del hotel. Anja le dijo algo y se
formó una nube de vaho frente a su boca. Luego se besaron y echaron a andar
cogidos del brazo, ahora en dirección al barrio donde vivía ella. A la altura
del hotel se pararon un instante y saludaron a Verneau, que levantó una mano
tímidamente y los siguió con la mirada hasta perderlos de vista cuando tomaban
otra calle. Los imaginó llegando a casa, subiendo las escaleras y disfrutando
de una intimidad que asociaba exclusivamente con Anja. Se preguntó si estarían
casados y sintió el impulso de correr tras ella para explicarle algo que se
veía incapaz de precisar. Luego comprendió que era el momento de regresar a su
propia vida.