A Mon
Andrés
jugaba muy bien al fútbol y eso lo hacía ser aceptado en clase, pero en
realidad prefería leer los tebeos de súper héroes que llenaban las estanterías
de su habitación y ver películas con muchos efectos especiales en el vídeo que
acababan de comprar sus padres. A pesar de su buen carácter, y tal vez por una
cierta reticencia a hacer lo mismo que los demás, nuestros profesores no solían
comprender lo que a menudo consideraban simples extravagancias. En una ocasión,
le dio a un mendigo el billete de mil pesetas que había recibido para comprar
los libros del curso. En otra, fuimos de excursión al río y el profesor capturó
varios tritones, pero al verlos en cautiverio Andrés enloqueció de tal manera
que hubo que devolverlos al agua.
Su
padre se llamaba Ricardo, había nacido en un pueblo de las montañas de Lugo y
había estudiado Derecho en Santiago. Al terminar, fue a Madrid para preparar
las oposiciones de Notarías, que aprobaría tres años después de quinto de su
promoción. Luego su novia y él se casaron, y cuando Andrés tenía tres o cuatro
años, al poco de nacer su hermana, vinieron a nuestro pueblo, donde Ricardo
ocupó la plaza de notario. Como le gustaba pescar y se entendía bien con los
aficionados de la zona, pronto se convirtió en un habitual de los bosques y el
río. Ricardo era un buen hombre, pero había una distancia no siempre fácil de
recorrer entre las cañas de pescar y los quinientos temas de la oposición de
uno, y las galaxias lejanas y los sueños del otro. Algún viernes por la tarde,
mientras salían a faenar los barcos, Andrés y yo nos sentábamos en la rampa del
puerto y él me contaba anécdotas de cuando su padre era niño y estudiaba en una
escuela unitaria de la montaña lucense. Pero la conversación se interrumpía por
ocasionales silencios, y al volver la cabeza lo veía pensativo, con la mirada
perdida en la desembocadura del río o en la playa del otro lado.
Andrés
y su familia pasaban las Navidades en Lugo con sus abuelos, que vivían en una
casa de tres plantas situada en la calle principal del pueblo. La ferretería de
los padres de Ricardo ocupaba el frente de la planta baja, y en la parte
trasera había una habitación, un cuarto de baño, una cocina y un salón que comunicaban
con un jardín extenso y frondoso, separado por un muro de piedra de los bosques
y los campos de los alrededores. En una esquina del jardín habían instalado
varias colmenas. Una mañana, Andrés salió de la cocina después de desayunar y
se acercó para observarlas. Retiró el techo de una colmena, y en cuanto tocó
uno de los panales el enjambre levantó el vuelo y cargó contra él. Andrés echó
a correr de vuelta a la cocina, pero las abejas lo rodearon a mitad de camino y
tuvo que huir sin rumbo entre los árboles y los macizos de flores. Su padre
salía del garaje en ese momento. Al oír sus gritos corrió hasta la casa, y
cuando vio lo que sucedía se puso delante de las abejas y recibió numerosas
picaduras en el pecho y en la cara mientras Andrés lograba ponerse a cubierto.
Un par
de años después, sus padres compraron un terreno cerca de nuestro pueblo y
construyeron una casa. Luego Ricardo trajo de Lugo un cachorro de mastín que
pronto se convirtió en una bestia de noventa kilos que veneraba a su amo y
trotaba a sus anchas por la finca, y ese mismo año instaló una piscina,
habilitó una pequeña carpintería en el garaje donde nos fabricaba espadas y
escudos de madera, y en sus ratos libres empezó a cultivar un huerto que con el
tiempo terminaría vallando y llegaría a ocupar casi un cuarto de la propiedad.
Desde la ventana de la habitación de Andrés se veía, al otro lado del muro, el
camino que discurre monte abajo entre bosques de castaños y prados en pendiente
hasta las primeras casas del pueblo, donde el asfalto deja paso a un pavimento
adoquinado que conduce hacia las calles del centro. De una de ellas parte un
sendero muy empinado que permite atajar un par de kilómetros monte arriba, y
termina en un punto del camino principal no muy lejos de donde vivía Andrés.
Una
tarde de primavera en la que su madre no podría ir a buscarlos en coche cuando
salieran del colegio, Andrés y su hermana decidieron volver a casa siguiendo
aquella ruta. Pasaron junto a un edificio abandonado que bordea el sendero,
atravesaron un prado y se adentraron en el bosque. Unos minutos después, salían
a otro prado desde el que se divisan una parte de la ría y el valle que forma
la desembocadura del río, y continuaron el ascenso por una zona sinuosa y
escarpada donde el sendero se estrecha y se hunde en el terreno, de manera que
la linde del bosque quedaba por encima de sus cabezas. Alrededor no veían más
que las pendientes terrosas cubiertas de maleza y helechos, y frente a ellos el
suelo surcado de raíces y de charcos. Las copas de los árboles oscurecían el
sendero y los recodos aumentaban a medida que se iban acercando a la parte alta
del monte. Después de doblar uno de ellos, el último antes de salir al camino,
se toparon con un avispero y lo pisaron antes de darse cuenta y poder detenerse
o retroceder. Echaron a correr a trompicones perseguidos por las avispas. Un
cuarto de hora después llegaban a casa manchados de tierra y cubiertos de
picaduras, especialmente Andrés, y su madre tuvo que desvestirlos y meterlos en
una bañera con agua fría para aliviarles el dolor y bajarles la hinchazón. Por
la noche se acostaron temprano, fatigados tras la agitación de la jornada. Se
durmieron pronto, pero Andrés se despertó de madrugada delirando, y sus padres
fueron rápidamente a la habitación. Antes de lograr tranquilizarlo, pudieron
oír cómo le gritaba a su hermana que corriera, que él se ponía delante de las
avispas para que ella pudiera escapar.