A finales de los años ochenta,
cuando yo tenía catorce o quince, pusieron en televisión una serie que se
titulaba La huella del crimen y en
cada capítulo dramatizaba algunos de los sucesos más espeluznantes que
ocurrieron en España desde mediados del siglo XIX hasta bien entrado el XX. Aun
sabiendo que aquello no iba a ser un plato fácil de digerir (o tal vez por
eso), me decidí a grabar en vídeo y ver un episodio, “El caso de las
envenenadas de Valencia”, donde se narraba la vida y la muerte de Pilar Prades,
una mujer que en la década de los cincuenta envenenó a tres personas, matando a
una de ellas, y terminó en el garrote vil después de que desde la jefatura del
Estado le negaran el indulto.
Por aquel entonces las cosas me iban bastante mal.
En el instituto suspendía una asignatura tras otra. Al empezar cada nuevo curso
se creaba una sólida enemistad entre la mayoría de mis compañeros y yo,
enemistad positiva e inamovible en la que llevaba siempre la peor parte. Y
aunque no era feo, tenía una mirada sombría, estaba demasiado delgado, sonreía
poco y lucía la palabra "problemas" escrita en el rostro. Mis escasos
amigos, todos mayores que yo, eran considerados chusma, delincuentes en
potencia, carne de horca siempre al borde de la pelea y del conflicto. En
cuanto salía de casa notaba cómo me envolvía una creciente sensación de
amenaza, y al andar por los pasillos del instituto o por las calles del pueblo
tenía la impresión de que pisaba un suelo resbaladizo.
Desde hacía un tiempo grababa
películas en vídeo, y en los últimos meses la identificación con las que me
resultaban más cercanas era tan intensa que me costaba días desprenderme de su
recuerdo, como si fueran gente con la que había simpatizado pero a la que
tardaría en volver a ver. El episodio de las envenenadas de Valencia,
magnífico, concluía con una secuencia difícil de olvidar, cuando la condenada,
en compañía del director de la prisión, los magistrados del proceso, el cura
que le daba la extremaunción, un médico, varios funcionarios y dos celadoras,
esperaba en una estancia de la cárcel a que llegara la hora del
ajusticiamiento. Era una secuencia dura y descarnada: la condenada lloraba sin
parar, proclamaba su inocencia y pedía que no la matasen; los que la rodeaban
trataban de mantener la frialdad funcionarial supongo que imprescindible en
esos casos pero hubieran preferido encontrarse bien lejos de allí; cuando se
presentaba el verdugo se negaba a hacer su trabajo porque le correspondía
ejecutar a una mujer, así que antes tenían que sedarlo; y al cabo de un rato,
después de que el director prolongara la espera aguardando por un indulto que
todos sabían que no iba a llegar, ordenaba seguir adelante. A partir de ahí, la
condenada se convertía en un trozo de carne llorosa y suplicante a la que
arrastraban hasta el patíbulo y ejecutaban.
Aunque la película funcionaba
bien como crónica del breve itinerario criminal de la asesina y su rápida
caída, era fundamentalmente la historia de una persona desdichada que además
había vivido en el peor de los momentos históricos. El relato mostraba a Pilar
Prades, nacida en la pobreza, analfabeta y repudiada por su padre, como una
mujer desequilibrada, insegura y solitaria que había envenado a la patrona de
la carnicería donde trabajaba, a la dueña de la casa donde la emplearon luego
como sirvienta y a su compañera de trabajo (aunque sólo la primera había
muerto), y entre sus motivos se sugerían los celos y el deseo de ocupar el
lugar de personas cuyas vidas consideraba más afortunadas que la suya. En
aquella última secuencia, quedaba de manifiesto que durante la espera y cuando
finalmente tenía lugar la ejecución, poco importaba ya la culpabilidad de la
condenada frente a la crueldad de la tarea que se estaba llevando a cabo. Todos
los presentes, gentes endurecidas que habían vivido una guerra y eran funcionarios
del régimen instaurado tras ella, estaban padeciendo la parte más ingrata de
sus trabajos, y ante la obligación de poner fin a una vida acababan sintiendo
compasión por quien iba a morir bajo el engranaje de un sistema que, sin
embargo, ninguno de ellos era capaz de cuestionar.
Precisamente por estar tan
bien rodada, recogiendo con sorprendente realismo la crudeza del momento pero
evitando toda truculencia innecesaria, la secuencia era tan tensa y verosímil
que la primera vez que la vi me dio un mareo y tuve que tumbarme en el sofá. Al
cabo de un rato me repuse y conseguí terminar la película, aunque sacudido por
unos escalofríos que duraron hasta la mañana siguiente. Por la noche volví a
verla de principio a fin, ahora prestando atención a los matices en los rostros
de los actores, a la magnífica ambientación y a los detalles de guión y de
puesta en escena, y al día siguiente la vi de nuevo y empecé a preguntarme cómo
habrían sido las vidas de aquellas gentes y qué pasos habrían tenido que dar para
llegar a jugar un papel tan decisivo en la suerte de otras personas. Había
mucha verdad en el caminar solitario de la protagonista por las calles de la
ciudad recogido siempre en desolados planos generales, en su mirada angustiada
cuando, una vez más, se hallaba frente a una situación que la sobrepasaba, en
su gesto de inseguridad permanente y en su incapacidad para ser aceptada en un
grupo. Sin embargo, otro personaje femenino, totalmente secundario, me parecía
más interesante con cada nuevo visionado: era una de las dos celadoras que
esperaban junto a ella a que llegara el momento de la ejecución. Su compañera
parecía una persona ruda e ignorante y no hablaba en toda la secuencia, pero
esta celadora, algo más joven (treinta y pico años) y con el rostro severo que
tenía la gente de aquella época, intercambiaba unas palabras con la condenada
tratando de echarle una mano, aunque a medida que pasaban los minutos se hacía
evidente que no la iban a indultar y que estaba a un paso de la muerte. Después
de que recibiera la extremaunción, la celadora le quitaba la toquilla, se
quitaba la suya y se sentaba con las piernas juntas, la espalda erguida y las
manos una sobre otra apoyadas en el regazo. Luego respondía a las súplicas de
la condenada diciéndole que todavía podía llegar el indulto, pero media hora
más tarde, cuando el procedimiento seguía adelante, le decía que ya no había
remedio y que fuera valiente, la ponía en pie con ayuda de su compañera y la
conducían hasta las escaleras donde aguardaban dos funcionarios para llevarla
al patíbulo. Después de ver la secuencia varias veces seguidas, siempre con
violentos escalofríos, terminé enamorándome de aquella mujer.
Empecé a llevar una doble
vida. Los sábados por la noche iba con mis amigos a los bares y a las discotecas
del pueblo, bailábamos y nos emborrachábamos, presenciábamos las peleas que
estallaban todos los fines de semana y volvíamos a casa zigzagueando por las
calles de las afueras con una inconfesada sensación de vacío. Pero después de
acostarme me dormía pensando en la celadora de la película, recordaba con
claridad sus palabras y su tono de voz, podía ver sus ojos oscuros, su nariz
afilada, su piel blanca y su boca fina, y me estremecía de nuevo con unos
escalofríos que duraban hasta el día siguiente. Por aquel entonces tuve mi
primera novia, y una tarde de viernes, mientras caminábamos hacia la intimidad
de los bosques que rodeaban la estación de ferrocarril, se me ocurrió pedirle
que se peinara con la raya a un lado, como se llevaba en los años cincuenta.
Pero le pareció una excentricidad, se corrió la voz y se enteró todo el pueblo.
Veía los partidos de balonmano y el descenso del río en piragua, participé en
alguna competición de futbolín, jugaba bien a las máquinas, intervenía en
conversaciones que me aburrían y acudía a multitudinarias fiestas locales que
en realidad me traían sin cuidado. Cada noche, ponía en el vídeo aquella
secuencia y observaba los gestos y las expresiones de la celadora fascinado por
el contraste hiriente entre dureza y piedad, conmovido por una mirada en la que
comenzaba a distinguir un matiz de tristeza, y atraído paulatinamente hacia una
época miserable de la que había oído hablar tan a menudo y en la que no me
hubiera gustado vivir. Empezaba a trazar una línea entre fantasía y realidad y
consideraba que podía pasar con facilidad de una a otra, pero al mismo tiempo
me imponía la obligación de hacer lo que hacían los demás porque intuía que, de
no ser así, terminaría por aislarme del todo.
Sin embargo, también empezaba
a ser consciente de que aquella línea era mucho menos nítida de lo que había
supuesto. Mandé a paseo a mi novia sabiendo que también ella pensaba mandarme a
paseo a mí. Apenas iba a clase porque los enfrentamientos y las agresiones por
parte de mis compañeros eran constantes. Me resultaba imposible concentrarme en
los libros, acumulaba un suspenso tras otro y me habían expulsado un par de
veces del instituto por insultar a un profesor y pelearme con un compañero que
le había pegado a mi hermano. Estaba siempre triste, sentía dolor ante las
imágenes más cotidianas en una zona rural como aquélla –un perro abandonado por
las calles del pueblo, un camión cargado de vacas camino del matadero, un ave
con las alas rotas tratando de levantar el vuelo–, me costaba dormir y notaba
como un cuchillo dentro al pensar en el daño irreparable que debía de estar
causándoles a mis padres. Me preguntaba si a alguien le habían pasado alguna
vez cosas como las que me pasaban a mí; empecé a inquietarme de veras, a
considerar que era un tipo anormal y a preguntarme si tendría alguna clase de
tara.
Un tío mío puso a punto una
vieja Montesa que tenía desde hacía años y me la regaló, y en pocas semanas
recorrí todas las pistas de los alrededores y muchos de los intrincados caminos
que discurrían por el interior de la extensa fraga que cubre los montes a pocos
kilómetros del pueblo. Conducía hacia allí a primera hora de la mañana y pasaba parte del día en los rincones más
apartados del bosque, sentado sobre alguna peña cerca del sendero donde había
aparcado la moto o paseando entre los árboles, disfrutando del rumor constante
del río y de un silencio sólo alterado por el susurro del viento o el graznido
de un ave, y recordando al mismo tiempo las miradas, los gestos, los
movimientos y las palabras de la celadora. Sabía que algunos guionistas solían
escribir una breve biografía de todos los personajes de sus películas, así que
una mañana llevé conmigo lápiz y papel y pensé en cómo sería ella. La imaginé
una persona algo menos iletrada
que la media de la época, lo que le había permitido hacer una oposición para
aquel puesto, o quizá había llegado a través de la Sección Femenina. Tal vez
fuera una solterona o tal vez estuviera casada con un españolito que iba de
putas porque no lo dejaba follarla por detrás ni tocarle mucho las tetas,
marido apático y ausente al que le aburría hacerlo con ella en una habitación
donde había un crucifijo sobre la cabecera de la cama. Era madre de tres o
cuatro hijos –alguno de los varones sería en breve guapetón y casanova, pues
ella no era fea e incluso había tenido algún pretendiente en el pueblo de
Zamora donde nació–, hijos que se irían buscando la vida y a los que educaba
como podía repartiendo alguna que otra hostia a la hora de la cena, esas
hostias que cortaban de cuajo todo amago de rebeldía, o no, y entonces caía
otra o tenía que intervenir el padre. Y por supuesto iba a misa todos los
domingos. El suyo era un mundo inflexible y lejano, muy bien reflejado en unas
imágenes televisivas que me permitían contemplarlo con una cierta fascinación
pero sin tener que ensuciarme por su contacto, aunque sentía asimismo un
creciente desasosiego cada vez que veía alguna secuencia de la película. Pronto
comprendí por qué, y me sorprendió no haberlo comprendido antes: la violencia
soterrada o manifiesta, la crueldad y el rencor que se descargaban siempre
contra el débil o el impopular, la ignorancia traducida en odio hacia lo que se
consideraba diferente, la frialdad y el contento ante el infortunio de quien
seguía un camino contrario al establecido, no eran sólo rasgos parciales y
difusos de un pasado reproducido para una película, sino también los trazos con
los que estaba dibujado el paisaje que yo tenía que transitar cada día. Me di cuenta con perplejidad y
un asomo de miedo de que hasta entonces había vivido en un mundo en apariencia
seguro pero que ahora se desvanecía con rapidez, que en realidad se había
desvanecido hacía ya tiempo.
Empecé a perder la cabeza.
Después de nuevos encontronazos por la calle con algunos compañeros de clase,
decidí esconder un cuchillo dentro del abrigo y rajarlos la próxima vez que me
agredieran, sin importarme lo que pudiera ocurrir luego. Soñaba que moría con
el cuello quebrado en el garrote, me molestaba el roce de los guantes sobre la
piel que cubre las venas de las muñecas y comencé a estremecerme por el
contacto de la bufanda que llevaba muy ceñida cuando andaba en moto. Pensé en
escaparme del pueblo, en dejarle la Montesa a mi hermano e ir a trabajar a una
ciudad grande donde nadie me conociera y donde fuera posible encontrar a gente
distinta a la que me correspondía tratar a diario. Tenía la impresión de vivir
en carne viva en un mundo distorsionado, incomprensible y peligroso.
Una tarde subí en la moto
hacia una peña muy elevada desde donde se domina un trecho amplio del río y los
montes entre los que discurre. Había llovido poco antes, y más allá de los
troncos cubiertos de musgo podía distinguir el verdor de los helechos, el
brillo plateado de los torrentes, las piedras salpicadas de espuma y el terreno
irregular alfombrado de hojas empapadas. Después de doblar una curva muy
cerrada, cerca ya del último tramo de camino, noté cómo la pendiente se
acentuaba. Tuve que cambiar a primera porque el motor se calaba, y al soltar el
embrague la moto salió disparada mientras yo caía por tierra, resbaló en el
suelo mojado y se precipitó hacia la maraña de vegetación que se extendía a los
lados. Quedé tumbado boca arriba con la cabeza apoyada dentro de un charco.
Tomé aliento. No tenía ganas de moverme de donde estaba. Dejé pasar los minutos
contemplando las copas de los árboles mecidas por el viento y las cimas rocosas
de los montes que se recortaban contra el cielo gris. Al fin me erguí
lentamente hasta quedar sentado. Me froté las piernas, la nuca y la espalda
dolorida, pero cuando me puse en pie comprendí que, a pesar de cojear un poco,
no tenía nada grave. Me acerqué hasta la moto, y con un pequeño esfuerzo la
separé de los arbustos tirando del manillar hacia atrás. Luego les eché un
vistazo al depósito de gasolina, a la bujía y al motor, y comprobé que estaban
intactos. Antes de montar, observé el cielo y pude avistar la figura de un ave
rapaz que planeaba por encima de los picos más altos y se perdía de vista en la
lejanía. Me pregunté si desde aquella distancia el ave me habría visto a mí.
Tal vez, y tal vez desde aquella distancia yo fuera sólo un chaval que se
reponía de una caída y caminaba hasta su vieja moto en medio de un camino
perdido en las profundidades de la fraga.