En el imponente hotel Beaurepaire, situado a medio camino entre la plaza de Chatelet y la de la Concordia, a partir de la una de la madrugada había cierto trasiego de putas, normalmente negras, a las que telefoneaban turistas ingleses y norteamericanos o clientes franceses que se encontraban en París por motivos de trabajo. Algunos nos pedían sus números de teléfono a los recepcionistas de noche, pero el jefe de equipo nos advirtió que podíamos ser acusados de proxenetismo y perder nuestro empleo, que podían terminar considerándonos improvisados y poco creíbles maquereaux. Las negras siempre montaban una pequeña juerga en el ascensor cuando uno de nosotros tenía que acompañarlas hasta la habitación del cliente. Si éste era un inglés o un norteamericano adinerado, al cabo de un rato pedía una botella de champán, que el recepcionista le subía sabiendo que quizá se lo fuera a encontrar enzarzado en alguna extraña discusión con la chica, él en albornoz o en bata y ella en pelotas dentro de la cama.
De vez en cuando venían mujeres árabes, las preferidas de los clientes africanos. Estos también pedían champán, era raro que dieran propina y se dirigían al recepcionista con una mezcla de familiaridad y desprecio, desprecio que también mostraba la chica en un intento algo patético de manifestar superioridad hacia quien estaba obligado a servirle en aquel momento. Los clientes árabes solían llamar a mujeres francesas, profesionales de mediana edad o estudiantes. Estas últimas aprovechaban la generosidad del cliente, que siempre daba propina, para pedir algo de comer al servicio de habitaciones, y tuteaban al recepcionista porque tenían su misma edad, alguna incluso podía terminar trabajando en la recepción de ese mismo hotel un par de años después.
Una de esas noches asfixiantes de finales de junio en que el jardín de las Tullerías se llena de turistas, cuando me faltaban pocos días para largarme de vacaciones, paró en la recepción un chaval sudamericano que pasaba unas semanas en París, invitado por el empresario para el que trabajaba su padre. Era un tipo simpático de dieciocho o diecinueve años, algo ingenuo aunque rodado en juergas y salidas nocturnas, y acostumbrado a moverse en hoteles como aquél pero sin alejarse mucho de los barrios caros donde están situados. Me preguntó dónde podía salir a divertirse un rato, le dije que probara en los Campos Elíseos, me pidió que llamara un taxi, y unos minutos después un conductor con muy mala leche y la evidente intención de dar un rodeo para subir la cuenta del taxímetro se lo llevaba hacia la cercana avenida. El chaval volvió al cabo de tres o cuatro horas, acompañado por una francesa de su edad con la que supuse que se entendería en inglés o en el español que quizá hablara ella. Los vi dirigirse hacia los ascensores, y pasados unos minutos el chaval telefoneó a la recepción para saber si teníamos preservativos. Vino a buscarlos y no volví a tener noticias suyas hasta las seis de la mañana, cuando me llamó de nuevo, angustiado, y me preguntó si el empresario estaba en ese momento en el hotel porque acaba de descubrir que no tenía dinero suficiente para pagarle a la chica. Tal vez al conocerse se hubieran entendido en algún idioma, pero ahora no era capaz de comunicarse con ella y la chica empezaba a tomarse muy mal lo que estaba sucediendo. Recordé que el empresario había ordenado en el bar que no le sirvieran al chaval más consumiciones a cuenta suya y también que esa noche no dormía en el hotel, aunque probablemente regresara durante la mañana. Le dije esto último al chaval, y él me explicó que sólo le quedaban doscientos euros y me puso con la chica. Cuando supo la cantidad se mostró ofendida, aunque no llegó a decirme cuánto era lo que esperaba cobrar, y me puso con él. En vista de que, por el momento, no había nada que hacer, me pidió más condones y si esta vez se los podía llevar yo a la habitación, así que se los llevé y él los cogió sin abrir del todo la puerta. Después no supe más de ellos. Nadie se interesaba por cómo se resolvían los problemas que surgían durante noche, en realidad a nadie le importaba demasiado si un problema terminaba resolviéndose o no. Al cabo de media hora llegó el equipo de la mañana. Les pasé las consignas a las recepcionistas, les expliqué el apuro en el que estaba el chaval y les dije que en cuanto apareciera el empresario lo pusieran en contacto con él. Luego salí del hotel y caminé hacia la estación de metro por la rue de Rivoli, donde camareros y propietarios empezaban a abrir las cafeterías y el único rastro del bullicio nocturno era algún vaso roto junto al bordillo de la acera.
De vez en cuando venían mujeres árabes, las preferidas de los clientes africanos. Estos también pedían champán, era raro que dieran propina y se dirigían al recepcionista con una mezcla de familiaridad y desprecio, desprecio que también mostraba la chica en un intento algo patético de manifestar superioridad hacia quien estaba obligado a servirle en aquel momento. Los clientes árabes solían llamar a mujeres francesas, profesionales de mediana edad o estudiantes. Estas últimas aprovechaban la generosidad del cliente, que siempre daba propina, para pedir algo de comer al servicio de habitaciones, y tuteaban al recepcionista porque tenían su misma edad, alguna incluso podía terminar trabajando en la recepción de ese mismo hotel un par de años después.
Una de esas noches asfixiantes de finales de junio en que el jardín de las Tullerías se llena de turistas, cuando me faltaban pocos días para largarme de vacaciones, paró en la recepción un chaval sudamericano que pasaba unas semanas en París, invitado por el empresario para el que trabajaba su padre. Era un tipo simpático de dieciocho o diecinueve años, algo ingenuo aunque rodado en juergas y salidas nocturnas, y acostumbrado a moverse en hoteles como aquél pero sin alejarse mucho de los barrios caros donde están situados. Me preguntó dónde podía salir a divertirse un rato, le dije que probara en los Campos Elíseos, me pidió que llamara un taxi, y unos minutos después un conductor con muy mala leche y la evidente intención de dar un rodeo para subir la cuenta del taxímetro se lo llevaba hacia la cercana avenida. El chaval volvió al cabo de tres o cuatro horas, acompañado por una francesa de su edad con la que supuse que se entendería en inglés o en el español que quizá hablara ella. Los vi dirigirse hacia los ascensores, y pasados unos minutos el chaval telefoneó a la recepción para saber si teníamos preservativos. Vino a buscarlos y no volví a tener noticias suyas hasta las seis de la mañana, cuando me llamó de nuevo, angustiado, y me preguntó si el empresario estaba en ese momento en el hotel porque acaba de descubrir que no tenía dinero suficiente para pagarle a la chica. Tal vez al conocerse se hubieran entendido en algún idioma, pero ahora no era capaz de comunicarse con ella y la chica empezaba a tomarse muy mal lo que estaba sucediendo. Recordé que el empresario había ordenado en el bar que no le sirvieran al chaval más consumiciones a cuenta suya y también que esa noche no dormía en el hotel, aunque probablemente regresara durante la mañana. Le dije esto último al chaval, y él me explicó que sólo le quedaban doscientos euros y me puso con la chica. Cuando supo la cantidad se mostró ofendida, aunque no llegó a decirme cuánto era lo que esperaba cobrar, y me puso con él. En vista de que, por el momento, no había nada que hacer, me pidió más condones y si esta vez se los podía llevar yo a la habitación, así que se los llevé y él los cogió sin abrir del todo la puerta. Después no supe más de ellos. Nadie se interesaba por cómo se resolvían los problemas que surgían durante noche, en realidad a nadie le importaba demasiado si un problema terminaba resolviéndose o no. Al cabo de media hora llegó el equipo de la mañana. Les pasé las consignas a las recepcionistas, les expliqué el apuro en el que estaba el chaval y les dije que en cuanto apareciera el empresario lo pusieran en contacto con él. Luego salí del hotel y caminé hacia la estación de metro por la rue de Rivoli, donde camareros y propietarios empezaban a abrir las cafeterías y el único rastro del bullicio nocturno era algún vaso roto junto al bordillo de la acera.
17 comentarios:
Coincidencias, o sincronicidades como dices los pedantes que no son físicos: Alguien me ha ¿acusado? recientemente de no interesarme por las putas (y sus clientes, a, los que, lógicamente, desprecio un poquito o un muchito más que a ellas), pero ese mundo siempre me ha resultado fascinante, y tú lo reflejas —desde tu privilegiado mirador/atalaya de recepcionista— muy bien, Antonio.
Buena historia, costumbrista se podía decir. El modo de contarla es amable y bastante simpático, Antonio. Estupenda.
¿Pero y qué paso?. ¿Cómo terminó la cosa...? ¿Pagaron o no pagaron a la puta?. Lo que yo quisiera es: que fuera una puta liberada y LIBRE (una ínfima minoría del total), que les montara un cisco que para qué en el hotel, en plan romper lámparas, sillas, etc. Y que ella misma, después de los polvos con el mequetrefe de 18 años, le diera una buena paliza, le hiciera una llave de yudo y lo dejara medio dislocado en la alfombra.
Vamos hombre.
Fantástica la historia y muy bien narrada. Podría ser germen para una larga novela que transcurra sólo durante esa noches... algo lento y subyugante.
Gracias por vuestros comentarios.
Barbie Jardinera, supongo que al final llegó el empresario y apoquinó todos y cada uno de los polvos echados, así que si doscientos euros le parecían poco, al final la chica se debió de llevar un pequeño pastón. Cuando los vi llegar al hotel iban de la mano, y como ella no tenía ese aire de tristeza que en el fondo transmiten todas las putas, supuse que se habían conocido en algún bar y se habían gustado.
Lo de montar un cristo en un hotel puede terminar de dos formas: si el cliente tiene razón, el recepcionista llamará a la policía y los agentes se pondrán en contra del cliente. Y si el recepcionista tiene razón, llamará a la policía y los agentes se pondrán en contra de él. No conozco otras variantes.
Ah, qué buena historia Antonio, me encanta, casi diría que te la robaría porque tiene razón Céfiro, se podría convertir en una novelita : Un H.Cauldfield con una puta LIBRE que no consiente el chantaje y le enamora a base de reivindar su minuta.
Me encanta!
Ja, Ja, Ja, tus dos variantes de avisar a la policía son geniales y probablemente ciertas. (Qué atalaya más maravillosa, que puesto de vigía, que cofa en mástil más alto tiene un recepcionista tras su mostrador que además tenga tu capacidad de observación y luego la de expresión para contarlas)
P.S.- Y no hagas caso de Barbie; es buena chica, pero le gustan sólo los cuentos de hadas que acaban bien
Bravo, Antonio. De acuerdo con los otros comentaristas que dicen lo perfectamente narrado eue queda el 'incidente', con aséptica economía de medios y equidistancia.
Yo, como Lansky, he sido apenas putero en mi vda, pero reconozco que literariamente es un tema muy interesante: tanto en los escasos éxitos de esas putillas que se hicieron célebres y enriquecidas, como en el de las demás anónimas, maltratadas y tristes. Lo peor de ese mundillo son los chulos o las bandas organizadas que las explotan de pésimo modo. A esos sí que habría que darles un palizón de escarmiento en un callejón oscuro.
Eso me lleva a preguntarte y preguntar en general si habéis leído la "Memoria de mis putas tristes" de Gª Márquez. Me gusta mucho el tipo, (cené con él y otro pequeño grupo de 'ntelectuales' en Cuba, aunque no tuve opción de decir ni esta boca es mía. Era muy joven y quedé extasiado entre aquellos fenómenos.)
Pregunto porque no sé si ahora me apetece leer sobre un tema tan sórdido.
¿Alguien responde?
Ah bueno. Osea, que le pagaron. Vale.
Antonio, cuentas esto con una desenvoltura tal, con una desprendimiento tan logrado (al fin y al cabo, pareces sugerir, esto es cosa de todos los días, psá...), que consigues que a todos nos apetezca muchísimo trabajar de recepcionistas!.
El trabajo de recepcionista nocturno es perfecto en un hotel de tres o de dos estrellas como éste donde estoy ahora. Son jornadas muy largas, pero se trabaja tres noches (o dos noches y un día, como yo) y luego quedan cuatro días libres. En un hotel grande es completamente distinto, la tarea del vigilante nocturno consiste fundamentalmente en comerse marrones mucho peores que el de la anécdota, aunque suceden tantas cosas y se aprende tanto que merece la pena durante unos años, de hecho es casi imprescindible si lo que quieres es trabajar luego en un hotel pequeño y tranquilo. También hay quien empieza haciendo el turno de noche en un hotel de dos estrellas, luego pasa a uno de tres y finalmente a uno de cuatro o de cinco con la esperanza de que terminen haciéndolo recepcionista de día, pero para ello habrá de sufrir trabajos, fatigas y humillaciones sin cuento.
A mi no me gustó mucho La memoria de las putas tristes de García Márquez, Grillo. Y tampoco sé por qué dices que yo he sido poco o nada putero, ¿cómo lo sabes? ¿Te lo he dicho yo?
Antonio me haces sonreír con los condones. ¿ Eran tuyos, de tu propio bolsillo o del stock del departamento de recepción ?
Es verdad que los buenos y experimentados conserjes en los hoteles son capaces de satisfacer casi todos los deseos de sus clientes; muchas veces son deseos de lo más burlesco que uno pueda imaginar.
Recuerdo un caso parecido al que tan bien cuentas en este post. El cliente venía a costa de la empresa y como muchos franceses casi no traía dinero consigo. Los franceses suelen pagar con cheques o con la "carte bleue" que fuera de Francia nadie quiere ver. En fin que la chica empezó a montar un número en medio de la noche porque "ni cheque ni tarjeta ni leches". La calmé dándole dinero de la caja e hice añadir esa cantidad, más servicio e impuestos, a la factura como "gastos de secretariado" con una orden firmada por el cliente.No sé cómo luego explicaría a su jefes que en España las secretarias son más caras que las putas.
Como Barbie, me extraña que no tuviste la curiosidad de saber cómo terminó la historia aunque, aquí, es verdad que no tiene porque venir a cuento.
Los condones los cogí del botiquín, sólo faltaba que se los fuera a pagar yo. Después de recodar la anécdota, me acordé de que lo primero que preguntó el chaval al descubrir que no tenía dinero suficiente fue si podíamos dejárselo de la caja. Por la noche pregunté cómo había terminado todo, pero nadie sabía nada.
Lo que cuentas de la secretaria me recuerda a un problema que tuve con un árabe que no quería pagar y terminó soltando el rollo de que el buen dios vela por nosotros y algún día nos veríamos fuera del hotel etc. Al final llamé a la policía, y al cabo de unos minutos llegaron seis adoquines de uniforme (cuatro adoquines y dos adoquinas) que después de que les explicara lo que pasaba se pusieron como un solo hombre de parte del cliente, salvo uno que parecía un poco más razonable, pero acabó siguiendo el parecer de sus compañeros. He discutido con toda clase de alcornoques y en general consigo llevarlos al huerto, pero con estos era tontería, aunque Alí Babá terminó pagando, que era de lo que se trataba.
Antonio, me recuerdas no al conserje, sino al gerente de hotel italiano y solucionador de tremendos y variopintos problemas—un prodigioso Clive Revill— de una película deliciosa, como todas las suyas, de Billy Wilder que aquí se llamó trivialmente ‘¿qué pasó entre mi padre y tu madre?’ (Avanti!) , con Jack Lemmon y Juliet Mills,. La he vuelto a ver hace poco.
Yo la vi hace muchos años y no la recuerdo bien, pero me había llamado mucho la atención el tono otoñal y melancólico, ya que siendo de Wilder esperaba una comedia estilo “Primera plana” o “Con faldas y a lo loco”. Y recuerdo, claro, la bonita secuencia en que unos maduros Jack Lemmon y Juliet Mills se bañan desnudos en el mar (¿Lemmon con los calcetines puestos?): confieso que pensé que cuando tuviera esa edad querría ser como ellos; en realidad quise tener esa edad y no los quince años de mierda que debía de tener entonces.
Tu memoria es mejor de lo que supones. En efecto, Jack Lemon se baña con los calcetines (negros) puestos y el camarero mafioso que les fotografía con una polaroid para chantajearle luego le pregunta en un guiño confidencial si eso es por algún tipo de perversión que a él se le ha pasado. Melancólica, otoñal, preciosa película
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