domingo, 19 de mayo de 2013

EN LA PAPELERÍA

Hace algo más de treinta años, cuando mi hermano tendría siete y yo nueve, tuvimos que pasar un curso académico en el pueblo del interior donde vivían nuestros abuelos. El cambio con respecto al lugar del que veníamos fue considerable: allá veíamos el mar desde cualquier punto y lo sentíamos como una presencia cercana, pero aquí había un río caudaloso y revuelto con una zona muy peligrosa donde decían que poco antes de nuestra llegada se había ahogado un niño. Al caminar cada mañana hacia la parada del autobús, no veíamos a lo lejos montes suaves cubiertos de bosque y de hermosos prados, sino hostiles montañas nevadas cuyas cimas apenas se distinguían entre la niebla. Mis compañeros de clase se burlaban del tonto del pueblo y echaban a correr cuando éste los perseguía, y aunque yo también corría, era incapaz de reír porque me habían enseñado que había que defender siempre al más débil. Los padres de todos ellos cazaban, tenían disecados halcones, lechuzas, jinetas, hasta un lobo, y se contaba que un conflicto de tierras había terminado con la muerte de uno de los implicados en un supuesto accidente durante una partida de caza. Pronto me hice amigo de Andrés, un chaval asmático como yo al que su madre le sacudía con el cinturón cada vez que hacía algo que no debía. Él solía invitarme a su casa cuando venían sus primos y sus tíos para la matanza del cerdo, pero siempre encontré alguna excusa para no ir porque no soportaba los chillidos, la sangre y la fiesta de la que tanto disfrutaban ellos. Por las noches, después de acostarme, sentía una enorme tristeza al pensar en el verano que había terminado semanas antes, en nuestro barco, en el cielo azul, en el mar, en mis amigos, en la casa en el campo y en los perros que quedaban al cuidado de unos vecinos y saltaban de alegría al vernos llegar los viernes por la tarde. Si me acordaba de todo aquello durante las clases apenas conseguía contener las lágrimas, así que decidí dejar de lado cualquier recuerdo.

Junto al portal del pequeño edificio donde vivíamos había una papelería en la que mi hermano y yo parábamos alguna vez a la vuelta del colegio para comprar un tebeo. La propietaria era una señora de unos cuarenta y cinco años que había sido enfermera antes de casarse, aunque no ejerció mucho tiempo porque pronto abrió aquel negocio con su marido, fallecido luego en un accidente de tráfico. Al pasar por delante del escaparate la podíamos ver en el interior de la tienda, de pie tras el mostrador, hojeando distraídamente alguna revista o leyendo el periódico. Ella siempre sonreía al vernos entrar y era muy amable con nosotros, pero a mí me intimidaban un poco sus hermosos ojos oscuros, sus ademanes resueltos y el humor ocurrente y zumbón que mostraba cuando discutía con los representantes o charlaba con las señoras que venían a comprar o a pasar el rato. Los días de mercado solíamos coincidir por las concurridas calles del pueblo. A veces la encontrábamos hablando con otros vecinos mientras aguardaban su turno cargados de bolsas frente a un puesto, y si se fijaba en nosotros yo no podía evitar bajar la mirada al devolverle el saludo. Sus dos hijas entrenaban a los niños del equipo local de piragüismo, y sus tres hijos eran unos chavalotes que se tiraban de cabeza desde nivel más alto del trampolín instalado en la orilla del río, y los sábados por la noche trataban de tocarles las tetas a sus novias sentados en los bancos de las afueras. En una ocasión, llegué a la papelería cuando ella intentaba explicarle al más pequeño de qué manera tenía que colocar unas carpetas y unos paquetes de folios sobre los distintos niveles de una estantería. Como el chaval no entendía, o no quería entender, ella acabó soltándole un guantazo que me dejó helado. Luego me vio delante del mostrador y vino a atenderme, pero mientras me cobraba no le quitaba el ojo de encima a su hijo, que colocaba carpetas y folios con gesto contrariado, para saber si había entendido ya o iba a tener que explicárselo otra vez.

Suponía que en algún lugar del pueblo había una biblioteca municipal, pero por el momento podía encontrar en la papelería todos los libros que me interesaban. A la dueña no parecía molestarle que me tomara mi tiempo sacándolos y volviendo a colocarlos en las estanterías, hojeándolos de principio a fin o leyendo páginas enteras antes de decidir cuál iba a comprar. Mientras yo miraba los libros sólo me interrumpía ocasionalmente para preguntarme si tenía frío, ya que en ese caso podía encender la estufa que había colocado detrás del mostrador. Cuando ordenaba las remesas de periódicos y revistas tarareando alguna canción que me resultaba lejanamente familiar, nos cruzábamos entre los expositores y ella sonreía sin decir nada. Luego yo le entregaba el libro elegido, y antes de mirar el precio, devolvérmelo y cobrarme, siempre me preguntaba, como si fuera una costumbre establecida, si ése era el que llevaba. En el momento de darle el dinero solía liarme con las monedas y los billetes, así que ella me cogía la muñeca y los separaba pacientemente sobre la palma de mi mano. Una tarde en que no tenía suelto para darme la vuelta me mandó cambiar en la cafetería que había al otro lado de la calle, frecuentada por taxistas, conductores de autobús y obreros de la fábrica de cemento que salían de trabajar a esa hora. Pero debí de mostrar tal desconcierto ante aquella situación imprevista que me dijo que esperara un momento en la tienda y fue a cambiar ella. Con el paso de las semanas empezó a preguntarme qué tal había ido ese día en el colegio, aunque como me suponía tímido nunca me forzaba a hablar más de lo necesario, y de tarde en tarde me dejaba llevar algún libro sin cobrarlo.

Pronto me acostumbré a la atmósfera recogida y acogedora de la papelería, al olor a madera, tinta y papel, a la luz de las bombillas, al zumbido de la estufa, al sonido de la radio con el volumen bajo, y también a la cercanía de la dueña. La oía pasar las hojas del periódico, carraspear suavemente, colocar un paquete sobre el mostrador y abrirlo con una tijera o ir un momento a la trastienda y me sentía empujado a levantar la vista del libro para mirarla sin que se diera cuenta, aunque me sorprendió un par de veces y no volví a intentarlo.

Una tarde de febrero, las clases terminaron un poco antes de la hora y el autobús escolar aún no había llegado cuando los de mi curso salimos del colegio. Aproveché para acercarme hasta un riachuelo que discurría entre los prados de los alrededores y pasé unos minutos observando los tritones que se deslizaban bajo las aguas fangosas. Luego, como consideraba que aún tenía tiempo, seguí el curso del riachuelo para averiguar qué había tras un meandro cubierto de vegetación, y al descubrir al otro lado un viejo puente, lo crucé tratando de no resbalar en las piedras húmedas de la calzada. Atravesé un bosquecillo de castaños, bordeé un prado encharcado y llegué hasta lo alto de una loma desde la que podía ver las casas del pueblo, donde habían encendido ya las primeras luces. Tal vez una de aquellas luces fuera la de la papelería. Imaginé a la dueña detrás del mostrador y me sonrojé al preguntarme si en algún momento del día habría pensado en que quizá me disponía a pasar por allí esa tarde. También me pregunté si esperaría con algo de ilusión mi llegada, pero en seguida aparté esa idea de mi cabeza. Al mirar el cielo cubierto me di cuenta de que estaba oscureciendo, debía de haber transcurrido más tiempo del que imaginaba desde mi salida del colegio. Descendí la loma y volví sobre mis pasos tratando de no perderme entre los árboles, corrí por la orilla del riachuelo, resbalé en el suelo embarrado, crucé el puente, y al cabo de unos minutos me detuve frente a una escuela donde ya no quedaba nadie. Por primera vez desde nuestra llegada al pueblo tenía que volver a casa caminando. No conocía bien el trayecto de regreso, y como ya era de noche no veía ninguna de las referencias que podían haberme ayudado. Eché a andar siguiendo la carretera general y me alejé de la escuela, pero me detuve al ver unas casas a mi izquierda. Andrés me había contado la tarde anterior que Felipe, el tonto del pueblo, vivía cerca, y unos días antes había sorprendido solo a un compañero nuestro y le había pegado una paliza. Crucé la carretera, miré a mi espalda un par de veces y seguí caminando sin perder de vista las casas del otro lado. Unos minutos después pasaba junto a un muro de piedra que debía de proteger una finca. Cuando llegué al extremo del muro miré a la derecha, y donde suponía que habría un prado distinguí la silueta de alguien parado a pocos metros de la carretera. Dejé escapar un grito y corrí a toda prisa mientras oía cómo me llamaban, pero al girarme descubrí que no era Felipe sino un vecino que avanzaba hacia mí extrañado. Seguí caminando a paso ligero sin volverme, avergonzado, hasta que ya no pude oír sus pisadas. Pronto aparecieron los primeros bloques de viviendas. Pasé por delante del cine, atravesé una plaza a la que íbamos a jugar a veces después del colegio, dejé atrás el ayuntamiento y llegué hasta la pequeña avenida que conducía hacia la salida del pueblo, donde estaba nuestro edificio. Al fin me paré, cansado, delante del portal. El camino que había recorrido parecía ahora muy lejano. Pulsé el portero automático. Aguardé un momento y volví a llamar, pero nadie respondió. Un coche pasó a lo lejos y desapareció por una de las calles perpendiculares a la avenida. Del bar del otro lado llegaba el sonido difuso de la televisión y las conversaciones. Sufría un fuerte ataque de asma, así que tomé varios pelotazos de Ventolín. Volví a llamar sabiendo que nadie iba a abrir. Recordé al niño ahogado en el río y a Felipe corriendo con dificultad detrás de nosotros y me vinieron a la cabeza la matanza, el banco de madera, la sangre y los gritos de los animales. La luz de la papelería brillaba cerca de nuestro portal. Me acerqué al escaparate: la dueña estaba dentro, leyendo detrás del mostrador con las gafas puestas. Al mirar a un lado pude ver las últimas casas de la avenida, empequeñecidas frente a unas montañas que le daban a aquella parte del pueblo un aire siniestro y opresivo. Aguardé unos segundos junto a la puerta. Luego entré y me puse a llorar mientras le explicaba a la dueña de manera confusa lo que me había ocurrido y le pedía permiso para quedarme con ella en la tienda hasta que hubieran llegado mi hermano y mis abuelos. Pareció sorprendida. Cuando al fin entendió lo que pasaba, me acarició la cabeza, me llevó hasta la silla que había junto a la estufa y me dijo que estuviera tranquilo, que más tarde o más temprano iban a volver. Hablaba en el tono afable habitual, pero acentuando el matiz afectuoso de las últimas semanas. Al cabo de unos minutos fue a la trastienda, y pronto volvió con un gigantesco bocadillo de chocolate que logré engullir gracias a una Mirinda que traía en un vaso. Debí de pasar en la tienda la media hora siguiente. La dueña me preguntó qué tal nos iba en el colegio a mi hermano y a mí, y también si echábamos de menos el pueblo del que veníamos. Haciendo un esfuerzo por no ponerme a llorar otra vez, le hablé del mar, del barco, de la playa y de mis amigos mientras ella escuchaba con manifiesta y algo exagerada atención, mostrando asombro y admiración hacia las cosas que yo le contaba. Cuando entraba alguna conocida suya y se sorprendía al verme detrás del mostrador, ella apoyaba una mano en mi hombro y le decía con naturalidad, como si aquello sucediera a veces, que estaba allí esperando por mi hermano y mis abuelos.

Ellos llegaron un poco antes de la hora del cierre. Era mi hermano quien había concluido que si no estaba en el colegio ni en el parque ni en ninguno de los lugares adonde íbamos cada tarde, tenía que estar en la papelería. La dueña les explicó a mis abuelos lo que había pasado, y después de que le agradecieran el haberse ocupado de mí, charlaron un momento mientras mi hermano y yo escogíamos un par de tebeos de los expositores. Luego ella vino con nosotros hasta la puerta para desearnos buenas noches. Al llegar ante nuestro portal la oí echar el cerrojo y pasados unos segundos vi desaparecer el reflejo de las luces del escaparate sobre la acera.

Más tarde, cuando ya estábamos acostados, contemplé la pequeña hilera de libros adquiridos recientemente y distribuidos por una de las estanterías de nuestra habitación. Esa noche no tenía muchas ganas de leer antes de apagar la luz. Dejé junto a la lámpara de la mesilla la novela de Emilio Salgari que había comprado en la papelería la semana anterior (El corsario negro o Yolanda, o tal vez La reina de los caribes), pero mi hermano me pidió que le contara algo de aquella historia de aventuras. Y yo empecé a contarle, pero mi cabeza estaba lejos de allí.

21 comentarios:

Lansky dijo...

Antonio, como memorialista estás llegando a unos niveles excelsos. Sigue por ese camino y cuéntame entre tus seguidores entregados

Emma dijo...

Me ha gustado mucho la descripción de la dueña. Su maternal atención para con el niño contrasta con la violencia que al parecer era capaz de ejercer sobre su hijo. Adivino que a ella le llamaba la atención la mirada del niño "extranjero". Me gusta cómo describes la atención que pone el niño en todos los detalles, se nota que era muy observador.
Por otro lado, es muy fácil reconocerte en la fotografía. No has cambiado demasiado.

Antonio de Castro Cortizas dijo...

Emma, Lansky: os quiero.

Grillo dijo...

Qué repajoleramente bien cuentas tus recuerdos infantiles. Gracias. Dinos más.

¿Sabes qué?: viendo tu foto siempre he creído que podrías ser asmático. No sé, creía notarlo en tu cosntitución, los hombros altos, la boca, sonriente y medio abierta.
Hay ciertos datos antropométricos no constatados por la ciencia pero que suelen ser acertados. P. ej. los pelirrojos son muy traviesos, los bizcos muy ocurrentes, los gordos buena gente, flemática, etc.

Por otro lado, los asmáticos que he conocido son muy observadores y delicados, como si a cambio de no desplazarse mucho para evitar el ahogo, pueden llegar a calar mejor en las cosas desde su sitio.

El clima frío y húmedo de Galicia no es el más apropiado para personas con pequeños problemas respiratorios. ¿Te han hecho alguna vez una flujometría o espirometría?

Salud, querido bloguero.

Antonio de Castro Cortizas dijo...

Una espirometría es lo de soplar por un tubo, ¿no? Las hacía cada año en un hospital de Ferrol cuando vivía en Galicia, con una enfermera muy amable que me decía que tomara aliento, y al cabo de unos segundos se transformaba y me gritaba con todas sus fuerzas que soplara por el tubo con todas mis fuerzas y a mí me daba la risa.
No sé hasta qué punto la humedad puede afectarle a un asmático; un pueblo como el mío es un sitio bueno porque puedes caminar kilómetros y kilómetros por el río o por las playas de los alrededores y en verano nadar hasta cansarte, que es lo que entiendo que viene mejor para el asma.
A mí el asma me libró de las jodidas clases de gimnasia del instituto, y también de hacer la mili. (Bueno, de la mili no sólo el asma. Y de las clases de gimnasia tampoco, ahora que lo pienso.)

Grillo dijo...

Santo cielo: yo tengo una EPOC moderada y cada 9 meses paso las revisiones neumológicas.
Me mato de la risa cómo cuentas lo de la enfermera que te hace soplar el tubo gordo grritando ¡¡ YA, sople más, más, más, más.... !!! Pero señora, ya no puedo más y esa mierda de marcador no rechista...

Lamentablemente la espirometría es otra cosa peor: tienen que extraerte sangre arterial de un sitio pequeño y recóndito en la muñeca. Agg: no aciertan a la primera y es bastante jodido.

Tu tierra natal seeá, como digo, húmeda y lluviosa, pero QUÉ LINDA, qué paisajes, qué comida, y qué sensuales las galleguiñas.
Siempre he dicho que el deje o el acento gallego es el que más me gusta de todos los que se oyen en España, tan dulce... y tan irónico si os lo proponéis.

Salud, tío, (que talento ya tienes de sobra.)

Antonio de Castro Cortizas dijo...

Gracias, Grillo. A mandar.

Céfiro dijo...

Dame por "ganado" a mí también.
Me han dado ganas de volver a coger "El camino" de Delibes.

Antonio de Castro Cortizas dijo...

Gracias, Céfiro.
Y un honor que el cuento lleve a una relectura de “El camino”.

C.C. dijo...

La foto :
Veo que como a todos los niños te gustaban las decalcomanías que así se llamaban entonces las pegatinas.
A veces me pregunto si los adultos que se tatúan, no se quedaron con frustración porque, de niños, no les compraban esas imitaciones. Qué monos los dos y ese cacho de perro ¿ qué era ?

La "dueña de la papelería" :
No tiene nombre, lo que le da una extraña distancia fría a pesar de la connivencia entre vosotros.

C.C. dijo...

Y ahora lo más importante ( antes se saltaba la maldita ventana del comentario ): sinceramente, Antonio, creo que escribes cada vez mejor. Te estás sobrepasando. Ya has encontrado tu estilo. Hasta creo que si leyera algo tuyo anónimo, sería capaz de reconocerte. Ya veo que voy a tener que comprar otro libro. ¿ Cuándo ?

Y no lo digo para que me quieras.

Antonio de Castro Cortizas dijo...

La explicación que propones para los tatuajes es muy interesante. Me pregunto cuáles son las calcomanías que llevo en la foto, supongo que de “Naranjito” o algo por el estilo. El perro es el Tigre (no nos complicamos mucho la vida cuando le pusimos el nombre), un gran danés atigrado que fue el primero de los muchos perros de todos los pelajes, razas, colores y personalidades posibles que hemos tenido desde que fuimos a vivir a la finca.
Al escribir el cuento no recordaba cómo se llamaba la dueña de la tienda y preferí dejarlo así para que resultara una figura algo difusa; me parecía que llamándola por su nombre se podía crear una cercanía que iría contra el aire de recuerdo que me gustaría que tuviera el cuento.
Te agradezco de veras tus observaciones. Lo del segundo libro no sé, es muy complicado (diría que quimérico), pero te aseguro que estoy en ello.
Un abrazo.

Anónimo dijo...

Jaaaa, lo de los tatuajes es broma. Pero quizás tengas razón y hay algo de verdad en ello.

Sigue, Antonio, tienes talento.

Beso.

C.C.

Barbie Jardinera dijo...

Cómo se echa de menos el mar, verdad. Y ahora, ¿lo has superado?. Respecto al pueblo -si es el que creo, por un comentario tuyo antíguo- , lo conozco muy bien, y a la gente que vive allí. Es curioso cómo los ojos de un niño -y de un niño LECTOR, como eras tú- perciben la realidad: las suaves montañas de Lugo le parecen inhóspitas,...un Himalaya en pequeño. El río, un Orinoco. Y un bofetón inesperado queda grabado en la memoria para siempre..Bravo, Antonio. Están muy bien las observaciones de Grillo sobre el asmático hiper-pbservador, quizá extensibles a todos los niños con algún problema de salud..
Si quieres saber el nombre de la dueña de la librería (por esa épca en el pueblo había sólo dos), dime.

Antonio de Castro Cortizas dijo...

Te juro que cuando lo puse en el blog estaba pensando en que ibas a saber de qué pueblo se trataba. Nosotros vivimos allí dos años y tengo buenos recuerdos aunque algo borrosos, pero al llegar la primera imagen fue aquella. ¿Recuerdas el casino? Igual no tenía nada especial, pero yo lo veo ahora como sacado de una película de Lino Ventura, y para colmo una noche hubo un tiroteo, y al volver del colegio al día siguiente había un coche aparcado delante con los cristales rotos y sangre por debajo (¿Lo de la sangre fue real o lo recuerdo así hoy?, me pregunto.)
La lejanía del mar la voy llevando, digamos que la compenso con las muchas ventajas que tiene vivir aquí. Pero en verano necesito pasar allí un mes entero y salir en la lancha todos y cada uno de sus días aunque a veces llueva; alguna tarde es el único barco que se ve en la ría.
No debería querer saber el nombre de la dueña, debería dejarlo todo como un recuerdo difuso, pero sí, por favor: dilo.

B.J. dijo...

Pues mira, he consultado con los que por allí andan, y me dicen que o Pili o Rocío. Que esta última tenía 6 ó 7 hijos..Más tarde abrieron una tercera librería/papelería, pero tú ya no andarías por ahí (finales de los 80?). Por casualidades de la vida, mañana pararé en ese pueblo, camino de La Coruña (me desvío, claro está). Les dejaré un taper de fresas -qué buenas están- y les consultaré más despacio el caso. Bss

B.J. dijo...

El Casino era y sigue siendo la caña. De hecho, la gente de ese pueblo tenía fama de no valer para nada más que para estar de palique o jugando al bingo....

Jim Hawkins dijo...

Ostras, qué bonito, y qué conmovedor. Y qué sensibilidad, la tuya escribiendo, la del chaval protagonista, la de la librera...Lo he leído en la oficina, en un pequeño respiro, y se me han venido lágrimas a los ojos; y en esto que entra una compañera y me ve con cara de funeral, y yo disimulando como a quien se le ha metido algo en un ojo (ni Peter Sellers). Vaya, que me has jodido la reputación... Suscribo todos los elogios anteriores. Un abrazo.

Antonio de Castro Cortizas dijo...

Muchas gracias, Jim Hawkins, viejo amigo. (Sólo siento lo de la reputación perdida aunque espero que pronto recuperada.) Un fuerte abrazo.
Barbie Jardinera, qué curioso oír las cosas concretas que cuentas del pueblo, para mí es como si fuera un sitio que sólo existe en mis recuerdos.
Un taper de fresas: fresas de verdad, fresas del huerto, fresas salvajes, campos de fresas para siempre…

David Cotos dijo...

Antonio:
Pienso que los relatos de pequeños es una especialidad tuya que la haces muy bien. Como te dije alguna vez, a lo "400 golpes" de Truffaut.
Saludos
David
Pd: Hasta este Miércoles 10 nuevamente gratis mi novela "El amor es como un pan con mantequilla" en Amazon. Ahí lo puedes descargar.

Antonio de Castro Cortizas dijo...

Gracias atrasadas, David.
Un abrazo.