El Beaurepaire era un imponente hotel de cuatro estrellas situado en la parisina rue de Rivoli, a medio camino entre la Plaza de Chatelet y la de la Concordia. Hubo un tiempo en que fue un establecimiento prestigioso, pero después de sucesivos cambios de propietarios comenzó a resultar habitual que los clientes pagaran elevadas facturas por estancias infernales durante las cuales los ascensores no habían funcionado, el aire acondicionado se había averiado, de una ducha no había salido agua caliente o en una apartamento reservado para cinco personas estaban hechas solamente dos camas. En la recepción no se podía dar la espalda a un compañero y todos culpaban a todos de los continuos errores en la organización, los cobros y las facturaciones. Los jefes de equipo maltrataban a los botones, los botones maltrataban a las recepcionistas en prácticas, los recepcionistas se maltrataban entre ellos y a algún que otro cliente, todo el mundo odiaba al equipo de noche, y la jefe de recepción pasaba el día sentada frente a su ordenador, incapaz de poner orden y rezando para que aquel caos no llegara a oídos de la dirección.
Yo trabajé un par de años en el turno de noche, tras la partida del anterior recepcionista nocturno por su falta de entendimiento con nuestro responsable. Tampoco yo me entendí bien con él, pero a las pocas semanas fue el responsable quien se marchó porque no se entendía bien con la jefe de recepción. En su lugar contrataron a Jaime, un venezolano que había trabajado en varios hoteles de su país hasta alcanzar el puesto de director en un cuatro estrellas de Caracas. En el Beaurepaire le habían prometido algo similar si se encargaba del turno de noche mientras buscaban a otro responsable, pero pasaban semanas y meses y Jaime seguía en el mismo puesto. Nunca supe por qué se había ido de Venezuela, aunque en una ocasión me comentó que había estado casado dos veces. Era muy poco hablador, y el tiempo que coincidíamos en la recepción lo dedicaba a corregir pacientemente los errores que yo cometía y a explicarme los secretos de aquel oficio completamente nuevo para mí.
Una noche sofocante de finales de agosto, alrededor de la once y media, Jaime y yo vimos salir del ascensor y caminar apresuradamente hacia la recepción a un cliente japonés de unos cincuenta años. Se apellidaba Tanaka y formaba parte de un grupo de treinta personas que al día siguiente se marchaban en un autobús a las seis y media de la mañana. Su aspecto pulcro habitual y sus movimientos apresurados transmitían una impresión de eficacia, matizada en seguida por un tic facial que parecía revelar una cierta inseguridad, como si viviera con la impresión de que algo se le podía ir de las manos en cualquier momento. Tanaka se detuvo ante el mostrador, y el tic se acentuó mientras nos explicaba con gesto angustiado lo que le sucedía: durante su estancia en París había guardado el pasaporte en la caja fuerte de su habitación, y ahora no conseguía abrirla. Jaime subió con él y regresó al cabo de veinte minutos sin haber logrado abrir, pero habiéndole asegurado que íbamos a llamar al servicio técnico y el problema se resolvería en breve. El servicio técnico era Saïd, un antiguo legionario cuyo teléfono móvil debía estar permanentemente encendido por si surgía alguna emergencia. En realidad, cuando Jaime lo llamó ni a él ni a mí nos sorprendió que el teléfono estuviera apagado. Jaime volvió a marcar su número y no obtuvo respuesta, así que le dejó un mensaje informándolo de lo que sucedía y retomó su trabajo de contabilidad, con la esperanza de que Saïd lo oyera antes de la partida de Tanaka y pudiera venir a tiempo de abrir la caja fuerte. Pero Tanaka no conseguía dormir, y a eso de la una y media apareció de nuevo por la recepción y me preguntó de forma atropellada si habíamos localizado al técnico. Aunque él no hablaba francés y en inglés nos costaba comunicarnos a causa de nuestros diferentes acentos, conseguí hacerle entender que no tenía nada de qué preocuparse, que el servicio técnico siempre estaba funcionando antes de las seis y media (lo que en teoría era cierto, pero Saïd solía llegar alrededor de las siete), y que en el momento de marcharse tendría consigo el pasaporte. Lo vi alejarse poco convencido, y durante el resto de la noche llamó varias veces preguntando si se había presentado ya el técnico.
Antes de acostarse, cada miembro del grupo de japoneses había dejado sus maletas frente a la puerta de la habitación, para que uno de nosotros las fuera bajando a partir de las seis mientras el otro se encargaba de los cobros y las salidas, que tendrían lugar a partir de las seis y cuarto. El sistema habría sido eficaz si hubiera habido un botones además de dos recepcionistas, pero el de la mañana empezaba su turno a las siete y diez. A las cinco y media, cuando yo volvía de hacer la segunda ronda, cinco o seis norteamericanos borrachos entraron en uno de los ascensores que había junto a la recepción y se quedaron bloqueados en la planta baja. Subí en el otro ascensor a la séptima planta, trepé hasta la sala de máquinas por una escalera estrecha y resbaladiza, desconecté el motor del ascensor y lo conecté unos segundos después. Cuando las puertas se abrieron, Jaime hizo salir a los americanos con malas maneras mientras yo bajaba a la cocina para preparar el desayuno de un cliente habitual que se levantaba temprano y lo quería en su habitación antes de la hora a la que empezaba a funcionar el servicio. A las seis y cinco estaba de vuelta en la recepción, donde Jaime acababa de llamar a Saïd, sin resultado. Ignoramos una llamada proveniente de la habitación de Tanaka y decidimos que, por su mayor fuerza física, Jaime se ocuparía de las maletas de los japoneses y yo haría las salidas. De camino al ascensor se le ocurrió intentar perforar la puerta de la caja fuerte con un taladro a pilas que había en algún lugar del garaje, decisión desesperada e inútil que aumentó mi aprecio por mi compañero. En seguida empezaron a llegar los japoneses, y entre señas y aspavientos referentes a lo tardío de la hora me indicaron que las maletas todavía estaban en los pasillos. Mientras intentaba tranquilizarlos, a la vez que les iba cobrando la estancia tratando de no mezclar las malditas facturas y los malditos tiquets, vi pasar a Jaime con el taladro en una mano y el teléfono en la otra. El autobús aparcó delante del hotel a las seis y veinte y de él se apeó una japonesa con un rostro adusto y mucha vida a sus espaldas, responsable del grupo y de otros que se habían alojado allí con anterioridad y terminaron envueltos en incidentes similares. La puse al corriente con calma y profesionalidad del contratiempo de la caja fuerte, y pude leer en su mirada como si estuviera escrito en grandes letras de neón que nunca volvería a meter a nadie en aquel hotel de deficientes mentales. Entre tanto, Jaime localizaba a Saïd, al que vi pasar apresuradamente hacia la habitación de Tanaka varios minutos después de haber cobrado la última habitación y unos minutos antes de que Jaime terminara de bajar las maletas, que fuimos distribuyendo por el portaequipajes del autobús con la ayuda de un conductor impertinente y apurado. Tanaka bajó corriendo a las siete menos cuarto, consiguió pagar su estancia tras una pequeña dificultad con la máquina de las tarjetas de crédito y subió al autobús a las siete menos diez junto con la responsable del grupo, que acababa de darnos la espalda sin despedirse. Desde la recepción, Jaime y yo vimos cómo el vehículo arrancaba y salía a toda velocidad por la rue de Rivoli camino del aeropuerto.
20 comentarios:
Aprovecho para leerte ahora. El partido de Nadal se ha retrasado y tengo que aprovechar el tiempo.
Menudo lío en el hotel de la rue de Rivoli. De cuatro estrellas y en una calle importante.
Se presentan casos que a veces son como aventuras, Antonio. Eso de trepar hasta la sala de máquinas del ascensor es medio de Indiana Jones :-D
A los japoneses con la fama que tienen de seriedad todo aquello les parecería un caos y muy poco profesional. La verdad es que yo hubiera pensado lo mismo del grupo y la mujer adusta: que no volverían a pisar el hotel.
Saïd tampoco ayudó mucho :-P
Un relato estupendo y muy agradable de leer, Antonio, como nos tienes acostumbrado.
Un saludo y hasta la próxima.
Deduzco que esta vez se trata de una historia real. Me ha resultado sugerente, con todos los ingredientes para un desenlace más abierto, intrigante, no sé. Al final me he quedado un poco chafado de que el puñetero de Tanaka (si mete el pasaporte en la caja y se olvida la clave, la culpa es suya; de otra parte, no muy fuerte era la caja cuando Said la logró abrir en tan escaso tiempo) lograra meterse en el autobús e irse al aeropuerto como si nada.
Pero es lo que tiene la realidad. Pese a ello, el relato me ha entretenido. Con tu sobriedad habitual, haces que uno se sienta trabajando de noche en ese hotel parisino.
Os agradezco vuestros comentarios.
Javier, en aquel hotel (y supongo que en muchos otros del mismo estilo que hay en ese distrito) cada semana había varios clientes que no iban a volver nunca, pero eso no era un problema porque con el prestigio que tenía siempre vendrían clientes nuevos que a su vez no volverían nunca, etc.
Miroslav, la historia sucedió tal y como está contada (aunque el hotel tenía otro nombre). En realidad el problema de Tanaka no era que no recordara la combinación sino que aun girando a un lado y a otro la caja fuerte no se abría. Pero no se fue como si nada, recuerdo su rostro demudado mientras pagaba y la máquina no le aceptaba la tarjeta, como si no consiguiera aceptar que todo aquello pudiera estar sucediéndole a él, y luego salía disparado hacia el autobús perdiendo la poca compostura que le quedaba.
Un saludo.
¡Pobre tanaka! Algunos ponen su dignidad en cosas que no deberían, como los que creen que una corbata te hace más respetable.
Está muy bien, Antonio
Esta vez hay poca ficción, tengo esa impresión, te felicito por el texto, la verdad es que da gusto leerte.
Saludos
Roy
Ya que me dices que el nombre del hotel es falso, em doy cuenta de que había leído Lecorbu (y no Lecourbe) y se me ocurrió que era un homenaje a mi admirado Le Corbusier. Disculpa la chorrada.
Lansky, Roy Bean, gracias.
Miroslav, en realidad Lecourbe es el nombre de una calle que hay cerca del hotel mucho más tranquilo donde trabajo ahora. Pero precisamente acabo de mirar si existe algún hotel en París con ese nombre, y existe, así que le voy a poner otro después de asegurarme de que ese no existe...
Nunca nos pondremos a la altura de un japonés.
Esta tontería de que no se pueda abrir una caja fuerte es de lo más normal, pero no para ellos.
Hay que ponerse en su piel y su bien ganada fama para saber que el pasaporte no se perderá jamás en un hotel de Japón.Y sería una ofensa para ellos.
El espléndido relato de un turno de trabajo no tiene precio.
El Sr. Tanaka ha sido el protagonista y los que han participado en él, unos buenos profesionales gracias a ti.
Un beso, Antonio.
Antonio, este cuento ya lo he leído antes verdad? Lo has reescrito? Me he perdido algo?
He vuelto! :)
Blanca, no creo que esa fuera la primera caja fuerte que no se podía abrir, pero como bien dices eso para Tanaka era inconcebible: ahí se puede hablar de choque cultural, aunque no en el caso de la responsable del grupo, que tenía al hotel más que calado, con punto de vista asiático o sin él.
Bienvenida, Emma, qué bueno que hayas vuelto. Sí, el cuento ya lo había puesto, pero esta es una versión nueva donde describo un poco a los personajes, porque en la anterior no se decía nada de ellos.
Saludos.
No hay nada como las historias reales vividas en primera persona. Y además nos lo has contado con esa inmediatez que resulta cercana como si fueramos otros húespedes más observando el ir y venir ajetreado y sudoroso para solucionar el problema de ese caballero oriental acostumbrado a que todo funcione como un reloj en el Imperio del Sol naciente. :-)
Un hotel es un lugar para escribir historias y tú debes tener unas cuantas Antonio.
Me ha gustado.
Saludos :-)
Parece un día de trabajo ajetreado pero común, lo has vuelto literatura y está muy bien escrito, sencillo, se lee rápido, yo hubiera optado por alguna vuelta de tuerca pero en realidad no pasa nada, es la incompetencia del hotel pero se lee muy bien, quizás volverlo una novela porque el cuento se remite a algún acontecimiento llamativo con alguna resolución cautivante y aquí es muy simple como administrando un concepto más amplio en que más es conocer un contexto general. Saludos.
No sé si estoy alucinando pero me parece que este turno de noche ya lo había leído en algún sitio, ¿ en tu blog?
¿Y qué puesto de trabajo era ese en el que tenías que hacer de conserje, de guardia, de cajero, de recepcionista, de botones, de técnico, de cocinero, de camarero ? Sin vergüenza tu patrón.
Es verdad que tienes el don del suspense. A menudo me cortas con el final de tus relatos pero me voy acostumbrando. Me digo que eso es típico de Antonio.
Gracias, Abril.
Mario, mi idea era describir algo cotidiano, una noche como otra cualquiera. Veo por otros comentarios que tal vez al final cabía esperar algo más sorprendente; pero todos los sucesos terminaban de ese modo, bruscamente y sin otra consecuencia que una especie de impresión de violencia en el aire.
C. C., el cuento lo puse antes pero lo volví a escribir describiendo un poco a los personajes. Lo que cuentas de la diversidad de funciones era exactamente así, de hecho algún cliente se quejó a la dirección porque yo hice su llegada, le subí las maletas, luego le aparqué el coche y un rato después también fui yo quien le llevó la cena a la habitación, lo que el cliente consideraba impropio de un hotel de esa categoría.
Qué bueno,
eres magistral para llevar
al límite,
un abrazo
UF, no vine antes, copio, pego y demás.
Te leo con retraso pero con el mismo interés. Como sueles ser tan cinematográfcico también yo creí que habría una pirueta final sorprendente y tal vez 'fatal'. Pero no, y tienes razón o la tiene quien ha dicho que la vida es así y casi todo suele resolverse bien después de la ensión.
Tensión que narras muy como tú: con economía de medios, con precisión y haciendo que esperemos a ver qué sucede por fin.
Y claro que se nota que esta historia es real, y que en tu trabajo debes tener muchas otras más vividas vertiginosamente.
Cuenta, cuenta, please.
Oye, y con ese agobio nocturno ¿cuando te queda tiempo para leer, ver pelis y escribir tan minuciosamente?
Pienso como C.C. que ahí os explotan un poco ¿no?
Un saludete.
MTeresa, gracias.
J. G., a mandar.
Gracias, Grillo. Ahora ya no trabajo en aquel hotel sino en uno de dos estrellas mucho más tranquilo. De todas formas, de una forma u otra allí siempre acababa quedando tiempo para esas cosas: si mal no recuerdo, a lo largo de varias noches de aquel verano, antes de irme de vacaciones, fue cuando leí por primera vez “Moby Dick”.
Saludos.
lo he disfrutado, y por inverosímil que te parezca en un hotel naturista de Vera vivimos algo casi similar, pero sólo quedó dentro un MP4 que este verano me dio por preguntar por él por si del año pasado habían abierto la caja, no sabemos quién la abrió, pero de mi chisme nada de nada. Leeré el de arriba con calma, es muy largo, pero promete seguro.
Gracias, J. G. Lo que cuentas, supongo que por la situación rocambolesca que tiene lugar en un hotel naturista, me recuerda a aquella película de Polanski que se titulaba “¿Qué?”
Un saludo.
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