John Griffin llegó a la costa al límite de sus fuerzas. Llevaba varias horas corriendo y ocultándose entre la espesura. Durante los primeros minutos había dejado atrás la posada y había salido de la aldea sin apenas volver la cabeza, y una vez en el bosque se sintió más seguro. Pero sabía que pronto repararían en su ausencia, así que en cuanto perdió de vista las casas echó a correr entre los árboles, reduciendo la marcha si sentía que su pecho iba a estallar y retomando el ritmo cuando se había recuperado un poco. Ahora, desde lo alto de la ladera, contemplaba con estupor, como si no acabara de creer lo que estaba viendo, la inmensidad azul que se perdía en el horizonte. Sólo Hayes, el único muchacho de su edad en aquella banda de ladrones de la que ambos formaban parte, había intentado huir con anterioridad, y en seguida lo encontraron. Griffin se preguntó si andarían ya tras su pista. Pero, aunque así fuera, no tardarían en darlo por perdido en aquella zona de grandes acantilados, donde era fácil errar el camino y despeñarse contra las rocas.
Recorrió un trecho al abrigo de los árboles, y cuando la oscuridad cubría la costa salió al descubierto y corrió a través de los campos. La luz de la luna brillaba por momentos, pero pronto volvía a desaparecer por detrás de las cambiantes nubes. Griffin cruzó un riachuelo tratando de no resbalar sobre las piedras y se encontró en la linde de un prado descendente sobre el que destacaba la figura solitaria de un árbol. El ruido del oleaje resonaba ahora mucho más próximo. Griffin siguió adelante, pero se detuvo al distinguir a lo lejos la silueta de un edificio. Recordó haber oído a Hayes hablar de una mansión erigida tiempo atrás por Lord Wyndham, un gran señor de la zona. Fuera aquel edificio o no, el lugar le pareció ideal para ocultarse durante la noche. Echó a andar a paso ligero y de inmediato lo asaltó un pensamiento silenciado hasta entonces bajo otros temores más apremiantes. Según Hayes, una noche de invierno como aquélla Wyndham había azotado a su hijo menor hasta matarlo, sin que nadie llegara a saber el motivo. Su esposa y el primogénito huyeron de la vivienda y corrieron hacia el pueblo donde vivían los padres de ella, pero se equivocaron de dirección, se apartaron de los caminos y terminaron cayendo al mar desde lo alto de un acantilado. Wyndham fue detenido, juzgado y condenado a la horca gracias al testimonio de sus sirvientes y a la mediación de los parientes de su mujer, y nadie volvió a habitar la mansión. Sin embargo, algunos pastores que al anochecer recorrían la costa de regreso a sus casas aseguraban haber visto a lo lejos el fantasma del hijo de Lord Wyndham. Cuando Griffin escuchaba a Hayes no había dado importancia a lo que entonces consideraba meras supersticiones, pero ahora, mientras avanzaba por el camino que se perdía en la oscuridad para conducir sin duda hasta la entrada del edificio, aquel relato no le parecía tan descabellado. Se paró tras haber recorrido unos metros. Se veía incapaz de seguir adelante, pero tampoco podía retroceder. Recordó la mañana en que Anderson, Gilder y Brennan habían salido en busca de Hayes. Regresaron sin él unas horas después, pero todos sabían que su cadáver quedaba en el fondo del mar con una piedra al cuello. Griffin siguió avanzando con fingido aplomo. Trató de apartar de su imaginación la voz de Hayes hablando del fantasma del joven Wyndham, pero le parecía oírla con tanta claridad como si su amigo caminara a su lado. El viento agitaba la hierba y sacudía las ramas del árbol que acababa de dejar atrás. Griffin aceleró la marcha. Pisó charcos, resbaló en el barro, tropezó con las piedras esparcidas por el camino, dobló una curva tras otra evitando desviar la mirada del frente, y al cabo, después de bordear un último recodo cubierto de vegetación, la silueta del edificio surgió ante sus ojos y se recortó contra el cielo, proyectando la sombra de sus dos torres sobre lo que un día debió de haber sido un amplio jardín. Griffin se detuvo y las observó, luego se acercó con paso dubitativo hasta la fachada. Se paró junto a la escalinata que conducía hacia la entrada principal y miró a su alrededor tratando de percibir algo bajo la luna que brillaba entre las nubes. Pudo distinguir una maraña de vegetación en torno a los muros de la vivienda y los primeros árboles de un bosque cercano, de dónde provenía el fragor del oleaje al romper contra los acantilados. Se dejó caer en el último peldaño de la escalinata. Estaba agotado y hambriento. Tenía los pies empapados y su ajada vestimenta apenas lo protegía del frío nocturno. Se puso en pie, subió la escalinata y se paró frente a la entrada. Después de un instante de indecisión, empujó la pesada puerta de madera y entró. En cuanto pisó el vestíbulo lanzó un chillido y retrocedió de un salto: había visto su propia imagen en un espejo cubierto de telarañas. Se tranquilizó poco a poco, temblando de frío y sonriendo con nerviosismo ante su ridícula reacción. Se dijo a sí mismo que no había nada que temer. Recorrió el vestíbulo y llegó hasta una estancia espaciosa cuyo único mobiliario consistía en una mesa situada encima de una alfombra en el centro de la pieza. A su derecha había una amplia chimenea, y frente a él dos ventanas con los cristales rotos permitían que la luz de la luna se proyectara sobre la maltratada superficie de madera. Por una de ellas podía ver el bosque y los acantilados, y por la otra la escalinata que daba acceso a la mansión, las curvas del camino, el prado en pendiente y el árbol solitario que había dejado atrás media hora antes. Acercó el rostro a la primera y sintió el olor del aire marino y de la vegetación húmeda y frondosa. Al oír una ola que rompió con estruendo, se estremeció pensando que el mar se revolvía contra el nuevo ocupante de aquella vivienda maldita. Apartó esa idea de su cabeza y se sentó en el suelo junto a la chimenea. Allí dentro no parecía haber fantasma alguno.
Griffin estaba cansado, pero el suyo era un cansancio muy diferente del miedo y la extenuación que sentía cuando al final de la jornada se reunía con sus compañeros en algún lugar convenido. Sentía una curiosa satisfacción por haber salvado la vida llegando hasta allí sin ayuda de nadie, y por primera vez se dio cuenta de que echaba de menos a Hayes. Apretó los brazos contra el cuerpo para darse calor. Sus ojos estaban a punto de cerrarse, vencidos por la fatiga, cuando oyó arreciar el viento. Las nubes se desplazaron y en cuestión de segundos la estancia quedó tan en penumbra como si alguien hubiera corrido una cortina por delante de las ventanas. Griffin se irguió y pegó la espalda a la pared. Su vista se acostumbró a las tinieblas a la vez que se desvanecía la efímera sensación de seguridad que había llegado a tener durante los minutos anteriores. Recordó el relato de Hayes, y no pudo evitar preguntarse si el hijo de Lord Wyndham habría muerto en ese mismo lugar. Tuvo la impresión de que el frío aumentaba. Se incorporó, y después de observar un momento la oscuridad del vestíbulo se desplazó hasta la ventana orientada hacia el bosque. El bramido del mar volvía a parecerle ahora un sonido amenazador. Giró la cabeza, y al dirigir la mirada hacia la otra ventana pudo avistar una figura a caballo que desaparecía por detrás de una curva, muy cerca ya de la mansión. Corrió a ocultarse bajo la mesa; unos segundos después, se asomó levemente y vio cómo el jinete doblaba el frondoso recodo que indicaba el final del camino, se paraba un momento delante del edificio y seguía cabalgando hacia el bosque. Griffin aguardó expectante sin moverse de su escondite. Al cabo de pocos minutos el jinete cabalgó de regreso. Griffin lo vio aproximarse a la parte delantera de la mansión y tirar de las riendas hasta detener su montura al pie de la escalinata. El jinete levantó la vista hacia la fachada del edificio, luego miró a un lado y a otro como si buscara algo en la oscuridad. Finalmente desmontó, miró a su alrededor una vez más y comenzó a subir la escalinata a paso lento, aunque sin llegar a detenerse. Griffin lo perdió de vista cuando se acercaba a la puerta, pero el silbido del viento no le impidió distinguir las pisadas que pronto resonaron por el interior del vestíbulo. Se ocultó bajo la mesa a la vez que el recién llegado avanzaba unos pasos y se paraba ante la estancia en la que se encontraba él. Aunque no podía ver su rostro, Griffin había reconocido ya el andar seguro, los hombros anchos, la cabeza erguida y el torso esbelto de Anderson. Éste no se movía del vestíbulo ni apartaba la mirada del frente: tampoco podía ver a Griffin a causa de la penumbra, pero si las nubes volvían a desplazarse la luz de la luna llegaría a los distintos recodos del salón y la mesa dejaría de servirle de escondite. Por un instante, Griffin pensó en arrastrarse en silencio hacia la ventana para tratar de huir a través del bosque. Pero Anderson lo vería en el momento de salir y continuaría la búsqueda el tiempo necesario, convencido ya de su presencia en los alrededores. Además, Griffin no conocía la zona y temía terminar cayendo desde un acantilado como la esposa y el hijo de Lord Wyndham. Por otro lado, no estaba seguro de que Anderson tuviera la certeza de que él se ocultaba dentro de la vivienda: en ese caso habría pronunciado su nombre en voz alta y habría entrado sin vacilar, y en vez de eso seguía parado delante del salón, como abrumado por una indecisión extraña en él. Anderson hizo amago de avanzar pero no llegó a moverse de donde estaba. Aguardó unos segundos, luego desapareció en la oscuridad del vestíbulo y sus pisadas indicaron que retrocedía de regreso a la escalinata. Griffin se irguió con precaución y lo vio descender los escalones, montar apresuradamente, picar espuelas y tirar de la rienda en dirección al camino. Anderson dobló el recodo cubierto de vegetación y durante los minutos siguientes la silueta de jinete y montura apareció y desapareció entre las curvas, hasta terminar difuminándose por completo en la lejanía. Griffin reclinó la espalda contra una pata de la mesa, exhausto y temeroso aún de salir de su escondite. Notaba en todo el cuerpo el agotamiento de la jornada. Sus ojos se cerraban, sintió un súbito temor ante la posibilidad de quedarse dormido. Movió la cabeza y trató de permanecer despejado, pero acabó cediendo al sueño y se deslizó sobre la madera hasta quedar tumbado en el suelo, mientras la luz de la luna iluminaba de nuevo el interior del salón.
Griffin notó en el rostro el calor del sol. Abrió los ojos y se estremeció al darse cuenta de que ya era de día. Por un instante tuvo la impresión de que lo habían descubierto y Anderson aguardaba en pie frente a él, pero pronto comprendió que estaba solo en aquella estancia de la mansión. Se incorporó ayudándose de la mesa y anduvo hasta la ventana orientada al camino: desde allí pudo ver las sinuosas curvas, el prado en pendiente y el árbol solitario mecido por la brisa, y también alcanzó a avistar entre las diferentes tonalidades de verde el riachuelo que había cruzado la noche anterior. A la luz de la mañana, la zona parecía tan despoblada como lo había estado horas atrás, mientras avanzaba en dirección a la mansión. Antes de salir se paró un momento frente al espejo del vestíbulo, por cuya puerta abierta entraba el aire marino, y contempló su propia imagen. Luego descendió la escalinata, echó un último vistazo al camino y se alejó en dirección contraria siguiendo un sendero que discurría a través del bosque. De vez en cuando miraba a un lado, y más allá de los árboles y la maleza veía las velas de los barcos que se aproximaban a la costa o ponían rumbo a mar abierto.