El cine del pueblo estaba en un viejo edificio
situado cerca del puerto pesquero, y allá por la década de los ochenta
caminábamos hasta allí los días nublados de verano en los que volvíamos pronto
del mar a causa de la lluvia. Era un amplio local con suelo de madera,
escenario con
pesadas cortinas rojas para
representar obras teatrales, y en la primera planta una platea (el “gallinero”)
y un bar (el ambigú) que recordaba a los de las fotografías del Oeste
americano, adonde subíamos a comprar bebidas y chocolatinas durante la pausa en
las proyecciones especialmente largas (pausa anunciada por un cartel que
aparecía en la pantalla con el texto “visite el ambigú” escrito a bolígrafo).
La programación constaba fundamentalmente de cuatro tipos de películas:
subproductos italianos o norteamericanos; estrenos que llegaban con dos o tres
años de retraso; clásicos de los cincuenta y primeros sesenta (como las
magníficas El hombre de las pistolas
de oro, La conquista del Oeste y Las nieves del Kilimanjaro); y películas eróticas que proyectaban los jueves por la
noche y a cuyos pases no podíamos acudir, lo que las rodeaba de un halo de
leyenda (especialmente cuando pusieron una en tres dimensiones), aunque
paliábamos la prohibición contemplando las fotografías de la vitrina con las
preceptivas estrellitas sobre los pezones de las actrices.
Los domingos de invierno yo coincidía en la
cola de la taquilla con mis amigos del colegio sin que fuera necesario quedar
antes. En una ocasión fui con mi hermano a ver Terminator en
el primer pase de la tarde, pero la película ya había empezado y no nos dejaron
entrar por no tener la edad permitida. Había éxitos rotundos, como la cinta de
acción automovilística y tono humorístico Los locos de Cannonball,
con Burt Reynolds y Farrah Fawcett, que a causa de la gran afluencia de público
volvieron a proyectar el domingo siguiente. También se llenó la sala con Karate
Kid, película de aprendizaje y artes marciales durante cuyo clímax se
podía sentir la tensión en las butacas, y la concurrencia, emocionada, aplaudía cada vez que
el joven y atribulado protagonista salía victorioso de un asalto. Ciertos
títulos hacían surgir sentimientos insospechados en algunos espectadores: al
final de Gremlins, cuando el viejo chino va a la casa del protagonista
para arrebatarle el simpático y entrañable monstruillo, en el gallinero oí cómo
un chaval de uno de los barrios más duros del pueblo, indignado, amenazaba con
pegarle una hostia al asiático si se lo llevaba.
Era normal vacilar al acomodador, que armado
con su linterna buscaba por el pasillo entre las filas de butacas a los
elementos perturbadores. En Conan el destructor, en el momento en
que se enfrentan mentalmente el brujo bueno y el brujo maléfico y vence aquél,
alguien empezó a aplaudir de cachondeo contagiando al resto de la sala, que
rompió en aplausos mientras continuaba la proyección. Aquello me pareció la
cumbre de la hilaridad, así que unas semanas después, durante el pase de Comando
Patos Salvajes (una italiana de acción protagonizada por el gran Lee
Van Cleef), les dije a mis amigos que aplaudiéramos tras presenciar una
frenética persecución automovilística, pero en seguida tuvimos que parar al
ofrecernos dos hostias un fulano sentado con su novia en la fila de delante. A
veces, la complejidad de lo que veíamos en la pantalla era involuntaria: cuando
pusieron El jinete pálido, un western duro y brioso que me fascinó,
el proyeccionista se equivocó con el orden de los rollos de película, de manera
que se produjeron elipsis bruscas y sorprendentes y las escenas se sucedían en
un orden difícil de seguir.
En la oscuridad de aquella sala espaciosa y
acogedora descubrí lugares que me cautivarían y asociaría en mi imaginación con
los bosques y las playas de aguas verdes de los alrededores, como los Mares del
Sur de Los piratas de las islas salvajes o la junglas sudamericanas
de Tras el corazón verde y La selva esmeralda.
Otras películas me conmovían y me permitían asomarme a lo que intuía que era la
vida adulta, entre ellas las inolvidables, especialmente para quienes teníamos
once o doce años, Único testigo, La rosa púrpura del Cairo y Cotton
Club. A estas dos últimas me llevaron mi tío y su novia sendas noches lluviosas después de comprar tres curcuchos de patatas fritas en un puesto del
cercano mercado municipal que abría los domingos. Durante el pase de la
primera, me estremecí con la escena en la que Harrison Ford y Kelly McGillis
bailan al ritmo del Wonderful World de Sam Cooke en el interior de
un granero, y me costó semanas olvidar el perturbador momento en que se besan
arrebatadoramente por primera vez.
Cuando mi padre nos venía a buscar al terminar
las películas, le pedía los carteles al propietario del cine. Uno de los que
conservo hoy es el de La conquista del Oeste, superproducción de
principios de los años sesenta que para nosotros tenía la curiosidad de contar
en su reparto con un joven George Peppard, en aquellos tiempos célebre entre
los chavales de mi edad por protagonizar la serie televisiva El equipo
A. Era una película de tres horas dirigida por Henry Hathaway, John Ford y
George Marshall, y su larga duración permitía pasar media tarde instalados
cómodamente en las butacas. En la pantalla, James Stewart, John Wayne, Karl
Malden, Carroll Baker, Carolyn Jones, Richard Widmark, Lee J. Cobb y Gregory
Peck entre otros. La música de Alfred Newman. La familia cuáquera que canta El hogar en la
pradera al son de un acordeón a orillas del río. El viejo trampero enamorado diciéndole a su futura y
joven esposa que va a sentar cabeza para casarse con ella. El muchacho que
vuelve de la guerra convertido en adulto. La estampida de bisontes. El tiroteo
del final sobre un tren en marcha rodado en espectacular formato panorámico. El
visionado de La conquista del Oeste, con su épica de buena ley, su
ritmo, su lírica emocionada, su reparto de grandes actores, sus personajes tan
reales que parecían de carne y hueso, y esos anhelos y esas grandes dificultades
y esas pequeñas victorias que, de alguna forma, anticipaban otros tantos que la
vida real nos depararía años después, fue una de las impresiones mas
imperecederas y es uno de los recuerdos más hermosos y duraderos de mi ya
lejana infancia.
3 comentarios:
PS
https://www.youtube.com/watch?v=uwPI80EALPU
Qué poder de evocación, Antonio. Me he transportado treintaypico años atrás. A saber si estábamos en esa misma sesión de Gremlins, película que vi en el cine Eume y que para mí consagró a Joe Dante como todo un referente (con otras auténticas maravillas como la infravaloradísima "No matarás al vecino (The 'burbs), que merece varios revisionados. Si hasta tiene guiños a "La noche del demonio" de Tourneur...) Pero divago. En la sesión de Gremlins a la que asistimos mis hermanos y yo (seguramente en la tuya también, igual las dos eran la misma, digo), se produjo un curioso fenómeno de solapamiento de cine y realidad. Yo estaba sentado detrás de todo y, en la genial escena en la que los gremlins están viendo Blancanieves y los Siete Enanitos, las butacas reales, abarrotadas de lo más granado y montaraz de entre los jóvenes del pueblo y aldeas circundantes (entre los que me incluyo, o me incluía entonces) parecían una prolongación de aquella concurrencia de monstruitos gamberros y burlones capitaneada por el carismático e irreverente Stripe.
Qué recuerdos...
Un abrazo, y gracias por el viaje en el tiempo,
Ave
Suscribo el comentario anterior: ¡qué extraordinaria capacidad de evocación! Yo también lo tenía olvidado entre neblinas, y al leerlo he vuelto "allí".
El escalofrío de emoción me llega, no obstante, cuando proyectas el recuerdo hacia el momento presente y desvelas el largo alcance de aquellas tempranas impresiones:
"...y esos anhelos y esas grandes dificultades y esas pequeñas victorias..."
Touché!
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