Un atardecer de mayo, mientras leía junto a la ventana esperando a que mi madre hiciera la cena, mi padre llegó a casa y nos regaló a mi hermano y a mi diez ejemplares de las monedas de diez pesetas que acababan de salir. Tal vez influido por el libro que tenía sobre las rodillas, se me ocurrió esconder aquel dinero tan fácilmente adquirido en la cala sombría y solitaria a la que se accede por el extremo de la playa más alejado del pueblo. Al día siguiente, en el colegio, les comenté mi propósito a Juan Diego y a Andrés. A Juan Diego lo trajo sin cuidado, como la mayor parte de las ideas que se me ocurrían, sin embargo no le costaba acompañarme porque vivía en el horrible edificio de catorce pisos construido cerca de la playa, entre el paseo marítimo y la vía del tren. Andrés parecía más interesado, pero tenía que estar de regreso en el pueblo, puntualmente, a las seis y media, hora a la que su madre bajaba de la aldea para recogerlos a él y a su hermana.
Después de la última clase de la tarde, salimos del colegio y anduvimos hacia las afueras del pueblo. Cruzamos el puente sobre la desembocadura del río, llegamos al final del paseo marítimo mientras empezaba a lloviznar y nos adentramos en el pinar con dirección a la playa. Cuando pasábamos junto a los bares que hay a un lado del paseo vi el coche de mi tío aparcado delante de uno de ellos. No me sorprendió: sabía que solía tomar un vino después del trabajo, y le gustaba acercarse hasta los alrededores del pueblo, donde se encontraba con viejos conocidos. Caminamos por el suelo arenoso alfombrado de agujas de pino, bajo el cobijo del espeso ramaje. Al salir del pinar vimos que la marea estaba subiendo, no debía de faltar mucho para la pleamar. Andrés comentó que se hacía tarde para él, pero logramos convencerlo de que estaríamos en el pueblo antes de las seis y media. Fuimos hasta el extremo de la playa y nos detuvimos frente a la zona de rocas que la separa de la cala. Había dejado de lloviznar, aunque el cielo seguía nublado. Pese a la proximidad del oleaje, consideramos que aún teníamos tiempo de ir y volver antes de que el mar inundara por completo el pasaje arenoso entre las rocas. Echamos a andar y nuestros pies se hundieron en la arena mojada. Recorrimos varios metros de terreno practicable, pero las olas cada vez más próximas nos obligaron a trepar a lo alto de una roca. Estaba cubierta de moluscos y algas humedecidas, teníamos que avanzar con mucho tiento. Pasamos a la roca contigua, y de ella a la siguiente. Nos faltaban unos metros para alcanzar la cala cuando Andrés resbaló, se dio de bruces contra la roca y cayó al agua. Juan Diego y yo estiramos los brazos y lo ayudamos a subir. Andrés se había empapado de la cintura para abajo. Le llevó unos minutos reponerse. Luego seguimos adelante, y pronto saltamos al escaso espacio seco que quedaba en la cala entre el mar y los árboles. Una estrecha franja rocosa se adentraba seis o siete metros en el agua hasta el centro de la bahía. Avanzamos sobre ella en fila india y nos detuvimos en su extremo. Desde allí podíamos ver la playa y el pinar, la desembocadura del río y el pueblo al otro lado. Dos puentes unían una costa con la otra: el que habíamos cruzado nosotros y el del ferrocarril, que pasaba a unos veinte metros por encima del pequeño puerto pesquero que le daba vida al pueblo. Un monte cubierto de prados y de tupidos bosques de castaños lo protegía de los malos vientos. Era una costa menos abrupta que aquella en la que nos encontrábamos, aunque igual de verde y frondosa. La anchura de la ría nos permitía divisar la línea brumosa del horizonte. Andrés nos culpaba de su mala suerte e insistía en que iba a llegar tarde al pueblo, pero yo me sentía incapaz de escucharlo, y disfrutaba de aquel lugar cercano y recóndito de donde me gustaría no tener que regresar tan pronto. Un barco zarpó del puerto y puso rumbo a la boca de la ría. Saqué del bolsillo el pequeño cofre metálico donde guardaba las monedas y lo dejé caer al agua, y al ver como desaparecía entre las algas del fondo me prometí regresar la semana siguiente con marea baja para recuperarlo. Las olas salpicaban ya la pequeña superficie sobre la que manteníamos el equilibrio. Regresamos a la cala y volvimos hacia la playa pasando con precaución de una roca a otra. El mar rompía con fuerza e inundaba por completo el pasaje: una caída ahora haría que nos mojáramos hasta el cuello. Andrés insistía en que Juan Diego y yo éramos los causantes de su infortunio, y en que por nuestra culpa iba a llegar al pueblo tarde y empapado. De vuelta en la playa, presa de una desesperación algo teatral, se derrumbó y se revolcó sobre la arena. Juan Diego no parecía muy impresionado por verlo tirado a sus pies, ni entendía qué era aquello de estar sin falta a las seis y media en el pueblo. Andrés se levantó con los pantalones mojados cubiertos de arena. Salimos de la playa, cruzamos el pinar y el paseo marítimo y llegamos a la sórdida urbanización donde vivía Juan Diego. Nuestro amigo volvió a su casa, y Andrés y yo caminamos hacia el pueblo. Era una bonita tarde de primavera, el aire olía a flores y a hierba húmeda. Andrés hablaba de broncas, de castigos y de prohibiciones. Le propuse volver cruzando el puente del ferrocarril y así ganar tiempo, pero ya todo le daba igual. Debían de ser las siete o las siete y media y su madre estaría en casa, preguntándose dónde demonios se habría metido y esperando su llamada para bajar de nuevo a recogerlo. Aceleramos el paso. Nos acercábamos a la vía férrea cuando vimos a mi tío saliendo de un bar y caminando hacia el coche. Se detuvo sorprendido al vernos. No le expliqué el porqué de nuestra ida a la playa, no iba a entenderlo. A mi tío le agradó el encuentro, y se ofreció a llevarnos hasta nuestras casas. Andrés sonrió: en cuanto llegaran, su madre lo dejaría todo para invitar a un café al inesperado y bienvenido visitante, y el maldito retraso y los pantalones mojados se convertirían en algo secundario. Subimos al coche. Mi tío condujo en dirección al pueblo y dejamos atrás el pinar mientras caía la tarde.