martes, 21 de febrero de 2017

AL ANOCHECER


They can’t hang me. I’m already dead. I’ve been dead a long, long time.
Jim Thompson
Michael Byrne había descubierto el impulso de matar a los veintisiete años, cuando trabajaba en una librería del centro de Londres, vivía en un pequeño apartamento de las afueras y tenía relaciones esporádicas con compañeras de su misma edad o con alguna cliente algo mayor. Uno de sus primeros recuerdos era haber golpeado a otro niño en la escuela hasta hacerlo sangrar. Un par de cursos más adelante, le había pegado a un alumno más joven sin motivo ni provocación. Pero Byrne no era un tipo fuerte ni el líder de grupo alguno, sino un muchacho retraído y más bien solitario. Años después, le habló de aquellas agresiones a un psiquiatra al que visitaba periódicamente mientras estudiaba en la universidad. El médico le explicó que la primera se debía a los celos causados por el reciente nacimiento de su hermano, y la segunda había sido una manera indirecta de vengarse del maltrato constante recibido en el centro donde había estado interno, tras la muerte de sus padres. Sin embargo, el hermano de Byrne tenía ya cuatro años cuando la primera agresión, y la siguiente había ocurrido antes de que Byrne ingresara en el internado.
 
El trabajo en la librería le había aportado una tranquilidad desconocida para él hasta entonces. En realidad, Byrne tenía la impresión de vivir dos vidas simultáneas: por un lado, hacía frente a una inseguridad continua que a menudo se sentía incapaz de contener y le dificultaba la comunicación con las escasas personas a las que trataba día a día. Por otro, disfrutaba del aprecio incondicional de aquellas mismas personas, para quienes era un tipo digno de confianza, un compañero tal vez algo triste y tendente a la soledad, pero seguro de sí mismo y poseedor de unas convicciones que lo distinguían del resto de la gente y lo situaban por encima de la sordidez inherente a la vida cotidiana y al trato con los demás. Durante las ocasionales salidas después del trabajo, Byrne sabía mostrarse ocurrente y divertido, aunque no fuera especialmente hablador ni siquiera en los momentos más joviales. Pero al día siguiente, cuando cogía el autobús para ir a la librería, se sentía abrumado por una tristeza cercana al dolor ante escenas tan comunes en el transporte público como una madre sonriéndole a un bebé en el asiento contiguo al suyo, o al observar a dos niños, tal vez hermanos, charlando con las mochilas al hombro mientras aguardaban bajo la marquesina de la parada a resguardo de la lluvia.
 
Aunque Byrne nunca había olvidado del todo la vida anterior a su etapa universitaria, llevaba unos años trabajando en la librería cuando empezó a evocar con insistencia aquellas lejanas agresiones de los tiempos del colegio. Lamentaba la primera, porque recordaba a su víctima como uno de sus mejores amigos de entonces y se le antojaba un muchacho muy parecido a los que veía a diario esperando el autobús. Pero el pensar en la segunda no le resultaba ingrato, pues su compañero era tan cruel como cualquiera de los alumnos más fuertes, y aprovechaba su amistad con ellos para incitarlos a humillar y hacer daño a quien se le antojara. Con el tiempo, Byrne terminó por disfrutar del recuerdo de aquella agresión y de las sensaciones que traía consigo: mientras cerraba la puerta de la tienda después de una jornada de trabajo, sentado en autobús de vuelta a casa o cuando subía en el ascensor hasta el apartamento, volvía a notar el contacto de los nudillos al estrellarse contra el rostro de su compañero, la confusión y el miedo reflejados en sus ojos, el vértigo al comprobar su poder sobre alguien más débil físicamente, y aquello le producía un placer inesperado. Poco importaba que en el internado él mismo hubiera sufrido, día tras día, agresiones similares y toda clase de humillaciones por parte de sus compañeros. El compartir la condición de víctima no le provocaba compasión, como si la vida a esa edad no fuera más que un sufrimiento prolongado del que sólo se podían librar unos pocos.
 
Durante la época en la que tuvo la certeza de que su credibilidad profesional y el aprecio de sus compañeros estaban definitivamente afianzados, Byrne comenzó a despertarse en mitad de la noche y a dejar pasar los minutos recordando detalles de la segunda paliza, mientras oía la respiración pausada y sentía el calor del cuerpo que yacía a su lado bajo las sábanas. Pronto descubrió que necesitaba volver a vivir aquellas sensaciones, que no era suficiente con traerlas una y otra vez a su cabeza, distorsionándolas y difuminando sus trazos hasta hacerlo dudar de ellas, o de que los hechos evocados hubieran ocurrido exactamente como suponía él. Y no tardó en sospechar que lo que la vida le estaba ofreciendo era insignificante si se lo comparaba con la excitación que sentiría ante la posibilidad de disfrutar de una experiencia similar a las de sus años escolares. También sintió miedo al darse cuenta de que, en realidad, ahora le gustaría ir mucho más lejos. En la edad adulta a la que pertenecía, como miembro de una sociedad despiadada cuya vileza consciente y asumida parecía una simple puesta al día de la crueldad frívola e irreflexiva de episodios lejanos y olvidados por la mayoría, para que el gozo fuera pleno no bastaría con una paliza sino que debería llegar hasta el final, matando a su víctima. Byrne sintió cómo empezaba a difuminarse su interés por alicientes de la vida diaria a los que, sin embargo, trataba de aferrarse para no perder la cabeza ni desligarse por completo de aquella rutina protectora. Pero lo único importante en ese momento era poder escoger una víctima y matarla sin ser descubierto, y el deseo tan acuciante que aunque luego tuviera que compensar aquel acto ofreciendo su propia vida, el precio le habría parecido ínfimo.
 
Un atardecer de diciembre, Byrne bajó del autobús, cerró los botones del abrigo y echó a andar hacia el bloque de viviendas donde estaba su apartamento. Antes de llegar pudo ver a lo lejos, bajo la luz de las farolas que bordeaban un parque cercano, a una joven de su edad que venía en sentido contrario. Byrne redujo la marcha, se giró como si hubiera olvidado algo y siguió caminando. Al cabo de unos segundos, la joven pasaba a su lado y se encaminaba hacia un bosquecillo situado en uno de los extremos del parque. Byrne no tardó en alcanzarla, y en cuanto se aproximó a ella la golpeó con todas sus fuerzas en la espalda. La joven se vino abajo con un grito de sorpresa y dolor y Byrne la retuvo sentándose encima de su vientre y apoyando las rodillas en sus antebrazos. Se disponía a golpearla en el rostro pero fue incapaz, así que se puso en pie y se alejó corriendo.
 
Horas después, tumbado sobre la cama con la mirada fija en el resplandor proveniente de la ventana, Byrne tenía la impresión de haber envejecido cien años. Temía que en adelante su conciencia lo privara de todo sosiego y agradecía que algo en su interior le hubiera impedido ir más lejos, aunque en realidad sabía que su indecisión no había sido motivada por la piedad o los principios, sino por unos escrúpulos transformados en hábito cuya fuerza era mayor que la que lo había empujado a planear y finalmente llevar a cabo aquella agresión.
 
Sin embargo, al día siguiente se despertó lamentando no haber matado a su víctima, y con el transcurso de las horas se afianzó la certeza de que ninguno de los pequeños episodios que conformaban su vida diaria, y habían terminado por hacer de ella algo verdaderamente apreciable, tenía el más mínimo valor si se lo comparaba con aquel acto. Imaginó que de no lograr culminarlo no podría seguir viviendo, y su único temor ante el paso a dar no tuvo que ver con sus posibles consecuencias sino con una incapacidad de llegar hasta el final que surgiera en el último instante y lo forzara a sentirse, una vez más, como se estaba sintiendo ahora.
 
Dos días después, Byrne bajó del autobús en una parada anterior a la suya y caminó junto a los árboles en dirección a su casa por la orilla del río que atravesaba aquel distrito de las afueras. Dentro del bolsillo del abrigo sujetaba con la mano derecha la empuñadura de una navaja abierta. Tras varios minutos de trayecto solitario, su corazón latió con rapidez cuando oyó pisadas sobre el pavimento húmedo y vio acercarse entre las sombras una silueta esbelta, que unos metros más adelante resultó ser la de una mujer de mediana edad envuelta en un abrigo rojo. Mientras se aproximaba a ella, Byrne tomó aliento y trató de dominar el impulso de marcharse. La mujer parecía tener prisa y en ningún momento desvió la vista del frente, como si sus pensamientos se encontraran lejos de allí y no la asustara cruzarse con un desconocido en aquel lugar apartado y a una hora tardía. Al llegar a su altura Byrne se detuvo, la hizo girarse apoyando la mano izquierda en su hombro y pudo distinguir una mirada en la que se sucedieron la sorpresa, el desprecio y una agresividad inminente, pero antes de que ella actuara sacó del bolsillo la navaja y se la clavó en el cuello. La mujer retrocedió y terminó viniéndose abajo en medio de los matorrales y Byrne trastabilló, se derrumbó sobre ella y sintió en el rostro el suave contacto de su mejilla y el calor de la sangre. Cuando la mujer expiró, Byrne se hizo a un lado respirando con dificultad y quedó tendido boca arriba al abrigo de la espesura. Sentía algo que aunque no tenía nada que ver con el placer físico, lo llenaba de una plenitud mucho mayor que la que le habían aportado cualquiera de las relaciones sexuales más satisfactorias mantenidas hasta entonces, y estuvo seguro de que durante los segundos anteriores había sido verdaderamente feliz por primera vez en su vida. Se puso en pie, arrojó la navaja al centro del río y empujó el cadáver de su víctima hacia la orilla, y mientras lo veía desaparecer bajo el brillo plateado de la superficie se sucedieron dos pensamientos en su cabeza: Byrne se preguntó si un único acto como aquél, un acto aislado sin continuidad en el transcurso de una vida en la que el aprecio de los demás representaba el reflejo de un interior atribulado pero definitivamente satisfecho, era suficiente para echar por tierra la percepción que uno poseyera de sí mismo. Luego tuvo la impresión de haber obligado a su víctima a participar en una insólita partida de la que, contra todo pronóstico, por algún motivo él no había sido el ganador.  

1 comentario:

Miroslav Panciutti dijo...

Joder ...

Haces que casi "sienta" la ansiedad que siente Byrne, que "comprenda" cómo el deseo de matar puede convertirse en una obsesión aboluta.

La comparación con el sexo (eros y tanatos) es pertinente. La pulsión de muerte, en este caso de matar. Muy bueno y muy desasosegante.