viernes, 31 de diciembre de 2010

THE BUTCHER BOY (I)

En una ocasión, cuando tenía once o doce años, fui a buscar un encargo a la carnicería, y al poco rato tuve que salir a causa de un mareo debido a la visión de las piezas expuestas y a los olores y sonidos característicos del local. Desde entonces no he vuelto a entrar en uno semejante, pero antes aún era capaz de esperar allí dentro hasta que el pedido estuviera listo, aunque apartando la mirada de las manos rudas que trabajaban con habilidad y rapidez sobre el mostrador.

Una mañana de verano, llegué a la carnicería en el momento en que las cinco o seis personas que hacían cola comentaban lo bien que le sentaban a la tienda las recientes reformas: el propietario había sustituido el viejo escaparate por una imponente cristalera, tan impoluta que producía la impresión de que se podía entrar y salir directamente sin necesidad de franquear puerta alguna. Mientras contemplaba la cristalera contagiado por la admiración de los otros clientes, vi a un señor que venía calle abajo y debía de conocer a uno de ellos, a juzgar por su paso firme y su mirada de reconocimiento. Era enjuto y fuerte, tendría unos cincuenta años, lucía mostacho y vestía chaqueta y pantalón azules y boina. Su forma de andar y un ligero aire desenfadado podían producir la falsa la impresión de que se trataba del clásico vecino cordial y campechano. Pero su expresión dura, astuta y desconfiada me llevó a pensar que probablemente sería de los que tratan a patadas a sus perros o le pegan una buena paliza a quien sorprenden robando fruta de sus árboles. Unos días antes, un vecino había corrido a palos a un amigo mío que pasaba frente a su finca porque se empeñó en que la semana anterior lo había visto cuando escapaba saltando el muro después de saquearle los cerezos. Luego se lo contó a su padre, y éste volvió a sacudirle. Según la descripción de mi amigo, que había entrado en alguna que otra finca pero nunca en aquella porque sabía cómo las gastaba su propietario, no sería extraño que el señor que lo había apaleado a él y el que veía yo ahora fueran el mismo. Por un instante, la velocidad y el paso decidido que llevaba me hicieron dudar que hubiera reparado en la existencia de la cristalera. Pero tenía que ser muy alcornoque para eso. Sin embargo, el señor no aminoraba la marcha y avanzaba convencido y en línea recta hacia la superficie de cristal que quedaba a la izquierda de la puerta. Pensé en hacerle una señal o advertir a los de dentro. Pero mi timidez innata, y la posibilidad de que al final entrara como habíamos hecho todos, me aconsejaron permanecer a la espera. La señora que acaba de pagar se volvió hacia la calle y dijo con una sonrisa: “mira, ahí viene Fulano de tal”, y unos segundos después el señor se lanzó contra el escaparate como si éste no existiera, salió rebotado hacia atrás y cayó al suelo de espaldas. El batacazo debió de oírse al otro lado del pueblo. Los de dentro se quedaron con la boca abierta, hubo quien salió rápidamente y hubo también quien ahogó una sonrisa inoportuna. No recuerdo si sentí o no haber callado, porque aunque hubiera vencido la timidez y afirmado que el señor se encaminaba hacia la vitrina, no cabía descartar que éste abriera la puerta y yo recibiera ásperos comentario de reprobación por haberme hecho el simpático. Lo sujetaron por los brazos, lo introdujeron en el local y lo acomodaron sobre un banco de madera para que se reanimara. Allí estuvo un rato, tumbado boca arriba con la mirada perdida en los tubos fluorescentes del techo, mientras alguna cliente le preguntaba de vez en cuando cómo se sentía y él respondía con un gemido. Superada ya la impresión causada por el accidente (que para unos sería una anécdota que contar a la mesa, y para otros la prueba que en los vinos o en el trabajo les permitiría asegurar que Fulano de tal era tan imbécil como ellos, por lo bajo, habían sostenido siempre), me entregaron el pedido y pagué. Salí de la carnicería y eché a andar calle arriba para seguir con los recados de la mañana.

lunes, 18 de octubre de 2010

TIEMPO PRESTADO

When I was younger
Living confusion and deep dispair
John Lennon
1
Juan Marante corría bordeando la desembocadura del río en dirección a las afueras del pueblo. Aceleró el paso al distinguir el pequeño edificio que se alzaba entre la bruma de la marisma, y miró atrás un par de veces antes de llegar ante la puerta que permitía acceder al sótano desde el exterior. Aferró la manilla intentando hacerla girar, pero la puerta estaba cerrada con llave. Bordeó la planta baja, subió las escaleras de cemento y se detuvo ante la entrada principal. También estaba cerrada, así que retrocedió, golpeó con el pie el cristal opaco y lo hizo pedazos. Volvió la vista a un lado y a otro. Un coche pasó a toda velocidad por la avenida. Marante se agachó y entró con precaución, pero se cortó en la sien con un fragmento de cristal que quedaba en el marco de la puerta. Se tocó la herida y vio la sangre sobre la punta de los dedos. Tras una rápida ojeada al vestíbulo subió apresuradamente. Se detuvo en el rellano de la tercera planta, y asomado sobre el pasamanos observó el itinerario que acababa de recorrer. Aunque era poco probable que Crespo y los otros anduvieran cerca, temía que alguien hubiera oído el ruido del cristal al romperse. Se volvió hacia la puerta, la abrió sin dificultad y recorrió un pasillo cubierto de cristales que lo condujo hasta la habitación del fondo. Se sentó fatigado sobre el mugriento colchón de una cama junto a la ventana. Bajo las farolas encendidas, vio pasar el autobús escolar que un par de horas antes había recogido a los alumnos del colegio, y ahora regresaba después de haberlos dejado en las aldeas cercanas al pueblo y de realizar el resto de servicios de la jornada. Su corazón latió con rapidez al recordar lo sucedido aquel día. Después de la última clase de la mañana, Marante había salido del instituto situado en el otro extremo del pueblo y había echado a andar en solitario hacia su casa, mirando al frente e ignorando a los grupos que avanzaban en todas direcciones a su alrededor. Pronto se unía a él uno de esos grupos, formado por tres compañeros que, antes de que consiguiera alejarse, le bloquearon el camino, le tiraron los libros y lo empujaron a un lado y a otro impidiéndole recogerlos. Marante se preguntó si su hermano pequeño estaría cerca. Crespo aferró su cuello y lo forzó a agacharse mientras los otros le pegaban patadas en las piernas, y al intentar desembarazarse Marante cayó al suelo. Después de un instante de indecisión, se irguió y golpeó a Crespo en el pecho, pero éste lo derribó de nuevo. Luego lo sujetó por una oreja, lo zarandeó y lo envió por tierra una vez más. Cuando Marante los oyó marcharse, se levantó y anduvo con rapidez hacia la cercana estación de ferrocarril preguntándose si alguien habría visto lo ocurrido. Se sentó en el andén y contempló el mar al otro lado de la vía férrea. Unos minutos después oía como alguien llegaba. Se dio la vuelta y vio a su hermano, que lo miraba fijamente. Marante bajó la cabeza, y su hermano se sentó junto a él y le puso un brazo sobre los hombros.

Por la tarde, mientras transcurrían las horas y a su alrededor se sucedían las lecciones, las pequeñas bromas pesadas, los empujones, las conversaciones, las risas, los gritos, Marante recordaba una y otra vez la mirada de su hermano en el andén de la estación, y lo que había podido leer en ella. Después de la última clase salió del aula, recorrió un pasillo lleno de gente, entró en la de Crespo y se abalanzó sobre él ante las exclamaciones de asombro de los que los rodeaban. Crespo respondió con un puñetazo que le partió un labio y lo mandó al suelo, y lo pateó con fuerza en la espalda. Nadie parecía dispuesto a ayudarle, hasta que oyó la voz enérgica de un profesor y los golpes cesaron. Se levantó apoyándose en un pupitre, y vio como Crespo le explicaba al profesor que Marante lo había agredido y alguien decía que Marante estaba loco. Salió corriendo del aula, bajó las escaleras de un salto y dejó atrás el instituto, pero de camino a su casa se detuvo y tomó aliento. A esa hora Crespo y los otros se quedaban un rato jugando al baloncesto, así que Marante volvió sobre sus pasos, entró en un centro ya vacío y llegó a los vestuarios, desde donde oía las voces provenientes del pabellón de deportes contiguo. No le costó dar con la cazadora de Crespo, que arrojó a un urinario y empujó con el pie hasta taponarlo. Luego salió apresuradamente y echó a correr de vuelta a casa, pero cerca de allí pudo ver a un amigo de Crespo con el que había tenido un encontronazo unos días antes, así que cambió de dirección y corrió hacia el edificio junto a la desembocadura del río.

2
A esa hora ya habrían descubierto la cazadora encharcada y andarían buscándolo por el pueblo. El primer lugar al que irían sería su propia casa. Su hermano podía tener problemas con Crespo, pero sabría salir bien parado del posible incidente. Era él quien, tarde o temprano, tendría que hacer frente no sólo a sus compañeros, sino también a las complicaciones en el instituto por lo que había hecho en los vestuarios. El interior de la vivienda estaba ya a oscuras. Salió de la habitación, avanzó a ciegas por el pasillo, llegó hasta el rellano de la escalera y continuó subiendo hacia la azotea. Un año antes solía hacer el mismo recorrido con su hermano y un par de amigos para jugar a las cartas cuando los días empezaban a ser más largos, pero tenía la impresión de que aquello hubiera sucedido en otra vida. Al empujar la puerta metálica oyó un coche que recorría la avenida en dirección al pueblo. Se acercó hasta la barandilla y contempló el mar. Si descendía y trataba de regresar a casa, acabaría cruzándose con sus compañeros por las calles céntricas. Y aunque se quedara durante toda la noche en el edificio y no fuera a clase al día siguiente, tarde o temprano se encontraría de nuevo con ellos. Recorrió la azotea de un lado a otro. Cerca de la puerta tropezó con una maceta que había en el suelo. En su interior quedaba algo de tierra, y al levantarla comprobó cuánto pesaba. Se vio a sí mismo asomado a la barandilla, aguardando la llegada de Crespo para dejar caer la maceta sobre él. En más de una ocasión se había preguntado si existiría algún medio de librarse de Crespo, y había sopesado la posibilidad de llevar bajo el cinturón un cuchillo de caza que encontró en el desván de su casa, para clavárselo en cuanto volviera a agredirlo. Le resultaba extraño que, pese a ser incapaz de soportar los aullidos de dolor de un animal, no le causara repulsión la idea de matar a Crespo. Tal vez se debiera a que probablemente a Crespo tampoco le causaría repulsión la idea de matarlo a él, y quizá ya habría intentado hacerlo si las circunstancias fueran otras. No lograba entender la razón del odio que parecía sentir Crespo, aunque le vinieron a la cabeza un par de posibles explicaciones sobre las que prefirió no reflexionar. La sangre corría por su mejilla, había olvidado el corte en la sien. Dejó la maceta en el suelo, sacó un pañuelo del bolsillo y enjugó la herida. Se acordó de un alumno interno en el colegio que varios años atrás había herido a un compañero con una navaja. Marante lo había visto por última vez cuando se lo llevaba una pareja de guardias civiles, y había sentido vergüenza e impotencia ante su mirada vacía y su rostro congestionado a causa de la paliza que acababa de pegarle un profesor. Recordó las agresiones, los castigos y las humillaciones que sufrían los internos un día tras otro sin que pareciera importarle a nadie. Luego todo aquello terminó y no volvió a verlos, pero en seguida se encontró con que una inesperada hostilidad iba creciendo en torno a sí mismo. La mayor parte de sus amigos, especialmente los más íntimos, parecieron avergonzarse de serlo y terminaron dándole la espalda. Sólo su hermano demostró una lealtad de la que él no había sido consciente hasta entonces. Sintió un mareo y tuvo que apoyarse en la barandilla. Se estremeció al distinguir las tres siluetas que se aproximaban por la acera del otro lado de la avenida. Crespo señaló la parte alta del edificio. Marante cogió la maceta con manos temblorosas mientras sus compañeros empezaban a correr. Al apoyarla sobre la barandilla vio el coche que venía del pueblo a toda velocidad. Crespo y los otros buscaban un espacio para cruzar la avenida entre los vehículos aparcados junto a la acera. Marante dudó si prevenirlos y las palabras no salieron de su boca. Crespo pasó rozando una furgoneta y un contenedor de basuras sin apartar la vista de la azotea, y en el momento de pisar la carretera el coche lo embistió y lo lanzó varios metros por delante. El conductor frenó en seco y se apeó precipitadamente. El cuerpo inconsciente de Crespo estaba tirado frente al edificio con las piernas contorsionadas en una postura grotesca. El conductor lo contemplaba embobado. Sus compañeros se miraban unos a otros, y alguien salió de un bar cercano y corrió hacia el lugar del accidente.

Marante dejó la maceta en el suelo y retrocedió hasta la puerta de la azotea. Desde donde estaba podía oír el revuelo que empezaba a formarse en la avenida. Bajó las escaleras y salió a la calle sin que nadie se fijara en él. Sintió en el rostro la brisa proveniente del mar. Subió el cuello del abrigo, metió las manos en los bolsillos y caminó de vuelta a casa.

lunes, 27 de septiembre de 2010

AL CAER LA TARDE

Un atardecer de mayo, mientras leía junto a la ventana esperando a que mi madre hiciera la cena, mi padre llegó a casa y nos regaló a mi hermano y a mi diez ejemplares de las monedas de diez pesetas que acababan de salir. Tal vez influido por el libro que tenía sobre las rodillas, se me ocurrió esconder aquel dinero tan fácilmente adquirido en la cala sombría y solitaria a la que se accede por el extremo de la playa más alejado del pueblo. Al día siguiente, en el colegio, les comenté mi propósito a Juan Diego y a Andrés. A Juan Diego lo trajo sin cuidado, como la mayor parte de las ideas que se me ocurrían, sin embargo no le costaba acompañarme porque vivía en el horrible edificio de catorce pisos construido cerca de la playa, entre el paseo marítimo y la vía del tren. Andrés parecía más interesado, pero tenía que estar de regreso en el pueblo, puntualmente, a las seis y media, hora a la que su madre bajaba de la aldea para recogerlos a él y a su hermana.
Después de la última clase de la tarde, salimos del colegio y anduvimos hacia las afueras del pueblo. Cruzamos el puente sobre la desembocadura del río, llegamos al final del paseo marítimo mientras empezaba a lloviznar y nos adentramos en el pinar con dirección a la playa. Cuando pasábamos junto a los bares que hay a un lado del paseo vi el coche de mi tío aparcado delante de uno de ellos. No me sorprendió: sabía que solía tomar un vino después del trabajo, y le gustaba acercarse hasta los alrededores del pueblo, donde se encontraba con viejos conocidos. Caminamos por el suelo arenoso alfombrado de agujas de pino, bajo el cobijo del espeso ramaje. Al salir del pinar vimos que la marea estaba subiendo, no debía de faltar mucho para la pleamar. Andrés comentó que se hacía tarde para él, pero logramos convencerlo de que estaríamos en el pueblo antes de las seis y media. Fuimos hasta el extremo de la playa y nos detuvimos frente a la zona de rocas que la separa de la cala. Había dejado de lloviznar, aunque el cielo seguía nublado. Pese a la proximidad del oleaje, consideramos que aún teníamos tiempo de ir y volver antes de que el mar inundara por completo el pasaje arenoso entre las rocas. Echamos a andar y nuestros pies se hundieron en la arena mojada. Recorrimos varios metros de terreno practicable, pero las olas cada vez más próximas nos obligaron a trepar a lo alto de una roca. Estaba cubierta de moluscos y algas humedecidas, teníamos que avanzar con mucho tiento. Pasamos a la roca contigua, y de ella a la siguiente. Nos faltaban unos metros para alcanzar la cala cuando Andrés resbaló, se dio de bruces contra la roca y cayó al agua. Juan Diego y yo estiramos los brazos y lo ayudamos a subir. Andrés se había empapado de la cintura para abajo. Le llevó unos minutos reponerse. Luego seguimos adelante, y pronto saltamos al escaso espacio seco que quedaba en la cala entre el mar y los árboles. Una estrecha franja rocosa se adentraba seis o siete metros en el agua hasta el centro de la bahía. Avanzamos sobre ella en fila india y nos detuvimos en su extremo. Desde allí podíamos ver la playa y el pinar, la desembocadura del río y el pueblo al otro lado. Dos puentes unían una costa con la otra: el que habíamos cruzado nosotros y el del ferrocarril, que pasaba a unos veinte metros por encima del pequeño puerto pesquero que le daba vida al pueblo. Un monte cubierto de prados y de tupidos bosques de castaños lo protegía de los malos vientos. Era una costa menos abrupta que aquella en la que nos encontrábamos, aunque igual de verde y frondosa. La anchura de la ría nos permitía divisar la línea brumosa del horizonte. Andrés nos culpaba de su mala suerte e insistía en que iba a llegar tarde al pueblo, pero yo me sentía incapaz de escucharlo, y disfrutaba de aquel lugar cercano y recóndito de donde me gustaría no tener que regresar tan pronto. Un barco zarpó del puerto y puso rumbo a la boca de la ría. Saqué del bolsillo el pequeño cofre metálico donde guardaba las monedas y lo dejé caer al agua, y al ver como desaparecía entre las algas del fondo me prometí regresar la semana siguiente con marea baja para recuperarlo. Las olas salpicaban ya la pequeña superficie sobre la que manteníamos el equilibrio. Regresamos a la cala y volvimos hacia la playa pasando con precaución de una roca a otra. El mar rompía con fuerza e inundaba por completo el pasaje: una caída ahora haría que nos mojáramos hasta el cuello. Andrés insistía en que Juan Diego y yo éramos los causantes de su infortunio, y en que por nuestra culpa iba a llegar al pueblo tarde y empapado. De vuelta en la playa, presa de una desesperación algo teatral, se derrumbó y se revolcó sobre la arena. Juan Diego no parecía muy impresionado por verlo tirado a sus pies, ni entendía qué era aquello de estar sin falta a las seis y media en el pueblo. Andrés se levantó con los pantalones mojados cubiertos de arena. Salimos de la playa, cruzamos el pinar y el paseo marítimo y llegamos a la sórdida urbanización donde vivía Juan Diego. Nuestro amigo volvió a su casa, y Andrés y yo caminamos hacia el pueblo. Era una bonita tarde de primavera, el aire olía a flores y a hierba húmeda. Andrés hablaba de broncas, de castigos y de prohibiciones. Le propuse volver cruzando el puente del ferrocarril y así ganar tiempo, pero ya todo le daba igual. Debían de ser las siete o las siete y media y su madre estaría en casa, preguntándose dónde demonios se habría metido y esperando su llamada para bajar de nuevo a recogerlo. Aceleramos el paso. Nos acercábamos a la vía férrea cuando vimos a mi tío saliendo de un bar y caminando hacia el coche. Se detuvo sorprendido al vernos. No le expliqué el porqué de nuestra ida a la playa, no iba a entenderlo. A mi tío le agradó el encuentro, y se ofreció a llevarnos hasta nuestras casas. Andrés sonrió: en cuanto llegaran, su madre lo dejaría todo para invitar a un café al inesperado y bienvenido visitante, y el maldito retraso y los pantalones mojados se convertirían en algo secundario. Subimos al coche. Mi tío condujo en dirección al pueblo y dejamos atrás el pinar mientras caía la tarde.

lunes, 5 de abril de 2010

EL ESPEJO

Durante las tardes de invierno, Miguel veía el río y los montes desde su pupitre junto a la ventana, hasta que su ensimismamiento era cortado de cuajo por una bofetada que lo hacía tambalearse en el asiento. Las procesiones de Semana Santa anunciaban la llegada del buen tiempo, y una mañana de rudas competiciones deportivas señalaba el final del curso, tras el que venían un par de semanas forzosas e interminables en un campamento de la OJE. Después empezaba una temporada de lluvia, sol y nubes que Miguel deseaba que no acabara nunca. En septiembre, cinco días de fiestas locales ponían fin al verano. Cuando tenía doce años, la última noche de las vacaciones, Miguel ganó al tiro una cartera de cuero falso con un espejo en su interior. Al devolver la escopeta y recibir el trofeo, le costó ocultar el orgullo que sentía. Las semanas siguientes, llevaba la cartera consigo cuando iba hasta la plaza con cuatro o cinco amigos después de salir del colegio, y cuando jugaban al clavo en algún prado de las afueras, tocaban la harmónica bajo un árbol del jardín o entraban furtivamente en las huertas. A veces paseaba en solitario por la estación del ferrocarril, por el atrio de la iglesia, por los alrededores de la fábrica de curtidos, por el pequeño puerto pesquero, con la cartera guardada en el bolsillo trasero del pantalón, de donde la retiraba en el momento de ir a sentarse. Dentro de aquel objeto, obtenido sin ayuda de nadie en medio del barullo de una alameda llena de gente, podía ver reflejada una parte de su rostro: la nariz larga, el flequillo que le caía sobre la frente, los ojos oscuros, en los que ocasionalmente leía una intranquilidad cuyo origen no sabía dilucidar. Una tarde de octubre, Miguel compró un tebeo y se sentó al pie del escaparate de la librería para leerlo con avidez, olvidando momentáneamente la cartera. Se acordó de ella al oír a su espalda un inquietante crujido. Con el corazón en vilo se puso en pie, se llevó la mano al bolsillo, sacó la cartera y la abrió. Sintió como algo se venía abajo al comprobar que el espejo estaba hecho añicos. Los ojos se le llenaron de lágrimas pero no lloró, para que nadie pudiera detenerse frente a él, y reírse o reprenderle. Con cuidado de que los fragmentos no se cayeran, cerró la cartera y volvió a guardarla. Ya era tarde y empezaba a hacer frío. Incapaz de contener el llanto, dirigió la mirada al otro lado de la calle, y entre los viejos edificios con galería de madera blanca pudo ver los prados que cubren la ladera del monte, y los caballos que pastaban en uno de ellos.

martes, 16 de febrero de 2010

A UN LADO DE LA CARRETERA

Después de que María se marchara, Novoa sintió como si poco a poco perdiera la razón. Al comienzo de la jornada deseaba que ésta finalizara cuanto antes, pero las noches en solitario eran frías e interminables. Apenas lograba dormitar tres o cuatro horas, y siempre acababa despertándose por completo con ganas de estar muerto. Luego su mirada vagaba por las sombras de la habitación, y cuando al fin sus ojos se cerraban oía a los vecinos más madrugadores bajando las escaleras y pronto sonaba el despertador. Así que una mañana de octubre subió al coche como hacía habitualmente para ir a trabajar, pero habiendo guardado antes en el maletero una pequeña maleta y su escopeta de caza, y dejó la ciudad en dirección al norte, donde había nacido y vivido hasta que se casó con María y se fueron bien lejos de allí. Salió de la secundaria, tomó la autovía, dejo atrás los últimos pueblos y condujo a través de la llanura. Hacía tiempo que no viajaba de regreso. Esperaba llegar antes de la noche, pero aún tenía un largo camino por delante. Distinguía alguna explotación agrícola apartada, empequeñecida ante las lejanas montañas de cimas nevadas. De vez en cuando adelantaba a un camión y se estremecía al notar como temblaba la carrocería de su vehículo. Se sentía más fatigado que de costumbre. Llevaba varias horas al volante cuando decidió parar a descansar un poco. Redujo la velocidad y aparcó en el arcén. Una interminable extensión de hierba amarillenta se extendía a ambos lados de la carretera. Reclinó el asiento y cerró los ojos, tratando de pensar sólo en el lugar al que regresaba, de apartar a María de su cabeza. Pero enseguida la imaginaba al anochecer en la habitación que habían compartido. Recordó su respiración suave y acompasada, su pelo rubio sobre la almohada blanca y la expresión ligeramente dolida de su rostro dulcificada por el sueño, y se durmió sin molestarse en secar las lágrimas que corrían por sus mejillas. Se despertó a causa de un ruido familiar. Entreabrió los ojos, pero los cerró al momento molestos por la luz de un coche que aparcaba detrás del suyo. Ya era de noche. Había dormido en una posición incómoda, le dolían el cuello y las articulaciones. Hacía frío. Notó la boca seca, tuvo ganas de abrir la puerta y engullir varios litros de agua. Los del otro coche apagaron las luces. Novoa supuso que serían guardias civiles, y su cansancio aumentó al pensar en las preguntas que le harían y las respuestas que se vería obligado a dar. Volvió la cabeza hacia la ventanilla: la oscuridad cubría la llanura. Recordó un lejano incidente de su juventud, y bajó instintivamente el seguro antes de reparar en que las circunstancias ya no eran las mismas. Se abrió una puerta, se cerró unos segundos después, y Novoa oyó pasos que se acercaban sobre la gravilla. Pudo distinguir un hombre de paisano en el retrovisor. No lograba ver su rostro desde el asiento, sólo un torso robusto envuelto en un abrigo verdoso. El desconocido sacó la mano derecha del bolsillo y golpeó el cristal con los nudillos. Al bajar la ventanilla unos centímetros, Novoa sintió en la cara la humedad del exterior. –¿Tiene algún problema? –preguntó. El desconocido no respondió. –¿Le puedo ayudar en algo? –repitió Novoa. –Miguel Novoa –oyó afuera. La voz le resultó familiar, como también se lo habían resultado la figura corpulenta y la forma de andar–. ¿Qué carajo haces tú por aquí? Novoa lo reconoció entonces. –Hola, Senra –dijo, abriendo completamente la ventanilla con desgana–. ¿Cómo te va? El otro se agachó y acercó su rostro al de Novoa. No se dieron la mano. Novoa se estremeció al reconocer aquellos rasgos duros que a causa de la oscuridad se le antojaron grotescos. Senra no había cambiado mucho. Había engordado un poco, pero el aire de necedad que hacía de su rostro y de su persona un todo definitivamente odioso seguía allí, afianzado con el paso de los años. –No me puedo quejar –respondió Senra–. ¿Pero a ti qué se te ha perdido aquí abajo? –Quiero pasar unos días en casa –dijo Novoa, y se sorprendió ante su propia respuesta. –Pues si vas hasta allí puedes llevarme. –Sonrió–. Se me acaba de pinchar una rueda, y la de repuesto está hecha una mierda. “Lo que me faltaba”, pensó Novoa. “Justo lo que me faltaba”. –Sube –dijo, abriendo la otra puerta. Senra pasó por delante del coche y subió. Tiró de la puerta con fuerza, el golpe se habría oído en varios kilómetros a la redonda. Novoa encendió el motor y siguió conduciendo hacia el norte. Las luces delanteras parecían atravesar la oscuridad. El coche marchaba a bastante velocidad, aunque Novoa no la percibiera a causa de la monotonía del trayecto. Sentía hacia Senra la misma antipatía de siempre y no dudaba que esta fuera recíproca, pero los años transcurridos permitían que pudiesen mantener algo parecido a una conversación. Senra le explicó que trabajaba en una explotación ganadera, y volvía al norte para el fin de semana. Luego propuso poner la radio. Novoa estaba tan hundido que no le importaba ser amable con Senra, como si Senra no existiera para él. Giró el dial hasta sintonizar una cadena donde emitían un programa informativo. –¿No tienes nada mejor? –comentó Senra. Novoa no lograba dar con otra emisora. –No importa –dijo Senra con una sonrisa irónica que no se molestó en disimular. Novoa apagó la radio. Permanecieron varios minutos en silencio. –Tenías que oír ese programa –dijo de pronto Senra–. Alguien como tú tenía que oír eso. –¿Qué quieres decir con alguien como yo? –preguntó Novoa sin demasiada curiosidad, entre otras cosas porque intuía la respuesta. –¿Qué quiero decir? Alguien como tú, un tipo leído, y con esa pinta, y el trabajo que tendrás en la ciudad. –Novoa estaba oyendo lo que cabía esperar, pero lo que vino a continuación le sorprendió–: Y con María. Novoa dejó pasar unos segundos antes de contestar. –El trabajo que tengo en la ciudad es una mierda, y estoy pensando en irme. Y no creo que tenga una pinta tan distinta de la tuya. Senra sonrió. –¿Y María? Novoa conducía con la mirada fija en la luz de los faros. –¿Cómo está María? –insistió Senra. –María está bien. En el momento de decirlo se fijó en las señales que dejaba atrás. Levantó la vista hacia el retrovisor, pero no logró leer lo que indicaban. A saber por dónde andaban. Senra no abrió la boca durante un rato, y Novoa comenzó a abrigar la esperanza de que harían el resto del viaje en silencio. –¿Sabes una cosa, Novoa? –dijo al fin Senra. Novoa no respondió. –¿Sabes por qué te partí la cara aquella noche en el bar del Griego? Novoa se preguntó si faltaría mucho para llegar. Debían de quedar aún unos cuantos kilómetros para el desvío a la secundaria. –¿Lo sabes? –repitió Senra. –No. Nunca me preocupó saberlo. Ademas hace mucho tiempo de aquello–. Haría unos catorce o quince años de aquello. –Yo te dije que fue porque Javier Gándara y tú no parabais de hablar con Isabel. Novoa recordó que, efectivamente, eso había dicho Senra entonces. –Estaba borracho, ya sabes como es. –Senra sonrió. Luego su rostro adquirió una expresión grave. –En realidad te sacudí por otro motivo. Novoa pensó en aquello que muy pocos en el pueblo sabían acerca de Isabel, la mujer de Senra, algo que éste nunca podría imaginar, o tal vez sí. –Fue por culpa de María, Novoa. –¿Por culpa de María? –No había otra como María en el pueblo, y cuando empezó a salir contigo y decidisteis largaros, no pude tolerarlo y fui a por ti. “No había otra como María en el pueblo”, pensó Novoa. Aquel viaje estaba durando demasiado. –Tú nunca tuviste nada que ver con nosotros. Y cuando se te antojó fuiste a por María, y después os largasteis a la ciudad. “Maldita ciudad, maldito pueblo de mierda”, pensó Novoa. –¿Por qué tenías que marcharte? ¿Es que no estabais bien en el pueblo? –El pueblo es un sitio de mala muerte, y la ciudad también –dijo Novoa fríamente–. Y ya te dije que no me gusta mi trabajo y que lo voy a dejar. En realidad, estaba harto de todo: de conducir, de dormir mal, de aquella maldita vida que llevaba. –¿Un sitio de mala muerte? –exclamó Senra sorprendido–. ¿Por qué vuelves entonces? ¿Es que no te va bien en el sur? Novoa no podía parar y obligar a bajar a aquel desgraciado. –El bueno de Miguel Novoa. Con tus cuatro amigos, y esa cara de buen tipo que no te quitaban ni a bofetadas. ¿Sabes a dónde iba antes de volver al pueblo, Novoa? A la casa de putas de Elena. ¿Te acuerdas de ella, verdad? No me vas a decir que tú nunca estuviste allí. Novoa no respondió. –Las cosas se han jodido con Isabel –siguió Senra–. Estamos a punto de separarnos, y de vez en cuando, a la vuelta del trabajo, me acerco hasta el tugurio de Elena. Novoa comenzó a sentir verdadero odio hacia aquel individuo. –No me has contestado, Novoa: ¿cómo te va con María? –Me va muy bien con María. –¿Seguro? Pareces cansado. Nunca fuiste gran cosa, pero ahora tienes un aspecto penoso. –Senra sonrió, fue una sonrisa detestable, grotesca–. ¿Seguro que va todo bien, Novoa? ¿Seguro que entre María y tú no se ha ido todo a la mierda? –Déjame en paz, Senra –murmuró Novoa. –¿Qué te pasa, Novoa? ¿Por qué te pones agresivo? ¿Tienes algún problema con María? Novoa no desvió la mirada de la carretera. –¿Es que María ya no folla bien, Novoa? ¿María ya no folla como antes? Novoa hundió el pie en el freno. Senra se estrelló contra el parabrisas agrietando el cristal y salpicándolo de rojo. Novoa se agachó y cogió el cepo con la mano derecha, y antes de que Senra pudiera reponerse se lo estrelló con todas sus fuerzas en la cara. El cuerpo de Senra se dobló como una masa inerte entre el asiento, la puerta y la bandeja. Novoa bajó del coche, fue hasta el maletero, sacó la escopeta y una caja de cartuchos y la cargó. Un camión pasó a su lado agitando el aire frío. Novoa volvió la cabeza y vio como las luces disminuían de tamaño rápidamente. La puerta delantera del coche se abrió y Senra bajó tambaleándose, con la frente, la nariz, la boca y la mejilla izquierda manchadas de sangre. –¡Novoa, hijo de la gran puta! –bramó–. ¡Dónde te has metido! ¡Dónde cojones te has metido! Novoa permaneció junto al maletero con la escopeta en las manos. Senra lo vio y avanzó hacia él. Novoa levantó el arma y Senra se detuvo. Estaban muy cerca uno del otro. –Hijo de puta, no te llegó lo que te di en lo del Griego –masculló Senra sin aliento. –Lárgate de aquí, Senra –dijo Novoa–. Déjame seguir el viaje en paz. Senra sonrió de forma siniestra. –Ahora ya no te voy a dejar en paz, Novoa; ni a ti, ni a esa puta de María… Novoa no podía más. Su dedo tembló contra el gatillo. Entonces le vino a la cabeza aquello que en el pueblo sabían unos pocos pero no quien tenía delante. Las palabras salieron de su boca como si no fuera él quien le hablara a Senra, sino Senra quien le hablaba a él. –Me das pena, Senra –dijo–. En el fondo siempre me la diste, y mucho más ahora, cuando las cosas no marchan con Isabel, tal y como estaba previsto que ocurriera. Senra se adelantó al oír aquel nombre y Novoa le encañonó el pecho. –Y creíste que te llevabas el gato al agua al casaros... ¿Recuerdas la despedida de soltera de Isabel con sus amigas? Javier y yo coincidimos con ellas varias veces aquella noche. ¿Sabes con quién estuvimos Javier y yo entre las cuatro de la mañana, después de que cada una volviera a su casa, y las seis en que volvió Isabel? Te acuerdas del aserradero que había junto a la desembocadura del río, ¿verdad? No sé Javier, pero esa no fue la última vez que Isabel y yo pasamos un rato juntos. Cuando terminó de hablar lamentó haber dicho aquella inmundicia y, sobre todo, haber comprometido a Isabel, pero luego pensó que le daba igual lo que le pudiera ocurrir a ella ni a nadie. Lo único que le importaba era María, y la había perdido. –Eso que dices no es cierto, Novoa –murmuró Senra. –Largo de aquí, Senra. Novoa retrocedió sin dejar de apuntarle. –Vamos, Novoa, dime que no es cierto… Novoa alcanzó la puerta delantera, la abrió con la mano izquierda y subió al coche. –¡Novoa! –oyó fuera–. ¡Novoa, hijo de puta, ven aquí! ¡Te voy a matar! ¡Vuelve! Arrojó la escopeta al asiento de al lado, bajó el seguro y encendió el motor. Senra sujetó la manilla, Novoa pisó el acelerador, y pronto dejó atrás aquella figura corpulenta y desastrada que corría tras el coche disminuyendo de tamaño en el retrovisor. El vehículo no tardó en alcanzar velocidad. Durante monótonos, interminables kilómetros, Novoa pensó una y otra vez en María, mientras el dolor dejaba paso a una cansada indiferencia. Las luces comenzaron a sucederse a los lados de la carretera tras un tramo largo y solitario, y los indicadores le anunciaban la cercanía de poblaciones de cierta importancia. Al cabo de un tiempo que fue incapaz de precisar, Novoa redujo la velocidad, se desvió a la derecha y tomó la secundaria que lo llevaría de vuelta a casa.