sábado, 21 de noviembre de 2015

SOUS LE CIEL DE PARIS


El bullicioso barrio de Montmarte, donde mi mujer tiene una tienda, silencioso y vacío. El tiempo tormentoso, el hastío, el volver a vivir lo vivido. Sus lágrimas cuando hace cinco semanas estalló una bomba en Ankara, su rabia y su desprecio contra quienes organizaron el atentado y contra quienes permitieron que se llevara a cabo. El tono reposado con el que, tiempo atrás, me contó que hace treinta años uno de sus hermanos mayores, miembro voluntario de una guerrilla kurda, falleció durante un combate en la frontera entre Turquía e Irak. Sus ocasionales silencios, que como dice mi madre son los mismos en los que se sumía mi abuelo a lo largo de los años posteriores a la guerra civil. Su falta de miedo hoy, sus recuerdos de infancia raramente invocados: el silbido de las balas por delante de las ventanas, la presencia constante de militares, las continuas idas y venidas, las familias vecinas con hijos desaparecidos, el dolor por los muertos recientes, el aprender a no decir nada, el duelo permanente de jóvenes y adultos.
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El respeto de algunos automovilistas ante el tráfico cortado durante la manifestación que se organizó en París después del atentado de Ankara y el sonido de los cláxones de otros, mientras en el aire de aquella agradable tarde de otoño se respiraba que en cuestión de meses (que al final resultaron ser semanas) algunos de los allí presentes, independientemente de nuestros orígenes, formaríamos parte del siguiente balance de heridos y muertos. La presencia policial nada rutinaria en los puntos del metro más insospechados, cubriendo entradas y salidas con una mirada nueva y cargada de significado mientras los usuarios les echamos una rápida ojeada y bajamos la vista al pasar frente a ellos. La ausencia de reservas para los próximos meses en el hotel donde trabajo, las continuas anulaciones de otras que fueron hechas antes del trece de noviembre. El gesto grave en el rostro del repartidor de ropa limpia desde que la noche del viernes se quedó bloqueado con el camión de camino a un hotel del distrito 10 y oyó los disparos. La tristeza en la mirada de gentes a las que trato cada día y la frivolidad y la despreocupación en la de otras, las opiniones sensatas e inteligentes y las estúpidas o interesadas. La certeza de que en los próximos meses a padres, cónyuges o hermanos de muchos de nosotros se los informará del fallecimiento de algún pariente en un atentado, y de que eso no va a suceder únicamente en Francia, Bélgica, Turquía o Malí. La descripción minuciosa durante los informativos de la batalla campal en el piso de Saint-Denis entre policías y terroristas, que cabe calificar de heroica por parte de los primeros. Las llamadas telefónicas de familiares y amigos, las sonrisas y el sentido del humor y las ganas de vivir, como si la vida tuviera un sabor renovado ahora que sabemos mejor que nunca que la vida no vale nada. Las voces de la gente paseando por las calles, las luces del barrio que empiezan a encenderse al caer la tarde, el sonido de los trenes que van y vienen de París al final del día o al comienzo de una nueva jornada.

sábado, 18 de abril de 2015

EL CABALLERO Y LA DAMA

Sir Gareth se puso en pie con esfuerzo ayudándose del estribo de su caballo. Estaba herido en el pecho. Frente a él, sobre la hierba empapada de sangre, yacían los cadáveres de su escudero y de los tres salteadores que los habían atacado. En el fondo del valle distinguía ya las casas de la aldea. Allí le curarían la herida y podría mandar a alguien para que se hiciera cargo del escudero. Envainó la espada. Se quitó la capa y cubrió con ella al hombre que había embarcado con él en Portsmouth cuatro años antes, que lo había acompañado durante la sangrienta campaña de Francia, y que cabalgaba a su lado de regreso después de haber desembarcado en tierra inglesa días atrás. Le dio la espalda. Intentó montar a caballo, pero el dolor se lo impidió y tuvo que apoyarse en el lomo del animal. Pasados unos segundos, echó a andar hacia el valle tirando de las riendas. Se internó en un bosque atravesado por un sendero, se detuvo bajo los árboles y observó la herida entre los intersticios de la cota de malla. Levantó la vista hacia el cielo cubierto. Tenía que llegar a la aldea antes de que estallara la tormenta. Oyó pisadas que se aproximaban y se volvió con la mano en la empuñadura. Una mujer apartó unas ramas al borde del sendero, avanzó unos pasos y se reclinó, a punto de desfallecer, sobre el tronco caído de un árbol. Era joven, tendría su misma edad, y parecía una dama, a pesar de sus ropas rasgadas y de su cabello desgreñado. Sir Gareth se acercó hasta ella. La dama trató de retroceder, pero fue incapaz y se dejó caer contra el árbol. Sir Gareth tuvo que sujetarla por los hombros para evitar que se viniera abajo.

–¿Qué os ha sucedido? –preguntó. La dama tomó aliento.

–Viajábamos hacia el norte –respondió, evitando mirarlo a la cara–. Hace unas horas, unos salteadores nos salieron al paso y mataron a mi marido y a nuestros sirvientes.

A Sir Gareth le sorprendió que la dama fuera la única superviviente, y que no hubieran dado ya con su pista.

–No temáis, hay una aldea cerca –dijo.

Caminaron hacia la linde del bosque. Sir Gareth pudo ver entre los árboles las figuras distantes de un grupo de campesinos que se alejaban en dirección al valle. Aceleró la marcha, pero la dama trastabilló y acabó cayendo. Sir Gareth retrocedió. Se agachó con dificultad y notó una punzada en el pecho mientras la ayudaba a levantarse. Al sentir su olor y su respiración entrecortada, imaginó lo que habrían hecho con ella los bandidos de no haber logrado huir. Sujetó las riendas y acercó el caballo para que montara. La dama se detuvo con un gesto aterrorizado cuando oyeron ruido de cascos más allá de la curva que acababan de dejar atrás. Sir Gareth se volvió y desenvainó la espada. Después de aguardar un momento, vio a dos jinetes que cabalgaban por el interior del bosque hacia donde se encontraban ellos. Sus ropas estaban arrugadas y cubiertas de polvo, pero también eran gente de calidad. Debían de haber recorrido un largo trecho para llegar hasta allí. A pesar de su aspecto fatigado, Sir Gareth podía leer la determinación en sus ojos, que parecieron encenderse en cuanto identificaron a la dama. Ésta se llevó la mano a la boca y ahogó un grito al reconocerlos. El caballero que iba en cabeza le hizo una señal a su compañero y desmontaron, luego se dirigió a Sir Gareth.

–Entregadnos a esa mujer –exclamó.

Era un hombre maduro de semblante cansado y reflexivo. Sir Gareth creyó reconocer su voz y tuvo la impresión de haberlo visto antes. El porte de aquellos caballeros no coincidía con lo que la dama le había dicho de sus atacantes. Se situó frente a ella y trató de disimular la herida desplazándose levemente bajo la sombra de un árbol. Estaba preparado para asestar el primer golpe.

–Ha sufrido un asalto –repuso–. Seguirá conmigo hasta la aldea.

El caballero más joven llevó la mano a la espada, pero su compañero se interpuso antes de que pudiera desenvainar y retuvo su antebrazo. Había visto la duda en la mirada de Sir Gareth, y parecía decidido a resolver la situación sin que fuera necesario un enfrentamiento.

–Soy Sir Lionel de Maris y éste es mi hijo, Sir Hector. Nuestro castillo está al sur, a dos días de camino de aquí.

Sir Gareth bajó la espada al reconocer a un viejo conocido de su padre al que había visto muchos años atrás, cuando era niño, aunque su interlocutor no daba muestras de recordarlo a él.

–Esa mujer ha matado a mi otro hijo, su marido –siguió el caballero.

–¡No le creáis! –exclamó la dama–. ¡Está mintiendo!

–Es ella quien miente. Llevaba varias semanas viendo a su amante cuando mi hijo los sorprendió y lo mató. Pero antes de que pudiera volverse, ella lo apuñaló por la espalda y luego huyó con la complicidad de su doncella. Hicimos hablar a la doncella, fue ella quien nos contó lo sucedido.

–¡No es cierto! –insistió la dama.

–Salimos en su búsqueda y al fin la hemos encontrado. Ahora la llevaremos con nosotros, para que se le aplique la ley y sea condenada a la hoguera por la muerte de su marido.

La dama rompió a llorar con desesperación. Sir Gareth se hizo a un lado. El joven se adelantó y sujetó a la dama por los brazos.

–¡Ayudadme! –imploró ella.

Sir Gareth envainó la espada. El otro caballero puso una cuerda en torno a las muñecas de la dama, y entre los dos la ataron mientras trataba de liberarse.

–¡Por el amor de Dios, no dejéis que me lleven! –gritó.

El joven asió el extremo de la cuerda y lo enlazó en la cincha de la silla de su caballo. La dama se desplomó sollozando. Los caballeros montaron y elevaron una mano en señal de despedida. Sir Gareth les respondió con el mismo gesto y ellos cabalgaron de vuelta al interior del bosque. La cuerda se tensó, la dama tuvo que ponerse en pie atropelladamente para no ser arrastrada por el caballo. Trató de detener la marcha tirando hacia atrás pero se vio forzada a avanzar a trompicones. Sir Gareth recuperó su montura mientras la pequeña comitiva se alejaba.

–¡Os lo suplico! ¡Ayudadme! ¡Ayudadme! –oyó, antes de perderlos de vista entre el la espesura.

lunes, 19 de enero de 2015

A NEW SHADE OF BLUE

Tom Carter trabajaba en la gasolinera de un pueblo de Texas a sesenta kilómetros de El Paso. Bobby Fuller se detuvo a repostar en una ocasión, y después de pagar le firmó un autógrafo y le estrechó la mano. Luego subió al coche y siguió su camino mientras Carter, parado frente al surtidor, lo veía alejarse.
En febrero de 1966, The Bobby Fuller Four sacaron el álbum I Fought The Law. Carter salió de trabajar, fue a comprarlo y lo pinchó en cuanto llegó a casa, antes de quitarse la cazadora y lavarse las manos grasientas. Desde que la había escuchado en la radio, no se le iba de la cabeza la versión del viejo tema de Sonny Curtis que daba título al disco. Pero ahora se sintió hechizado por la tercera canción de la cara A, “A New Shade of Blue”. Nunca había oído nada semejante. Volvió a pincharla un par de veces y escuchó el álbum entero mientras comía. Luego dedicó la tarde a reparar el motor de la camioneta que utilizaban en la gasolinera, y al anochecer entró en casa y cenó con el disco puesto. Se sentó cansado delante de la televisión, pero en seguida se levantaba para volver a escuchar “A New Shade of Blue”. Pasada la media noche, se tumbó en la cama y se durmió con las palabras de Fuller resonando melancólicas y certeras dentro de su cabeza.
Aunque al día siguiente no trabajaba, Carter se levantó temprano. Fue hasta la estantería donde guardaba sus discos. Cogió el de The Bobby Fuller Four para escuchar de nuevo “A New Shade of Blue”, y al sacarlo de la funda se le escurrió entre los dedos y cayó al suelo. Lo recogió inquieto, lo pinchó y comprobó que se había rallado la cara A. Tenía que ir a comprar otra copia. Iba a vestirse cuando se le ocurrió encender la radio: Steve Nichols, un conocido con quien solía coincidir los viernes por la noche en los bares de la ciudad, quizá emitiera la canción desde la emisora donde trabajaba. Al cabo de un rato, Carter pudo oír, conmovido, los primeros compases de “A New Shade of Blue”. Pero la canción terminó dos minutos y cincuenta y tres segundos después, y a continuación Nichols siguió emitiendo los temas que Carter escuchaba habitualmente. Apagó la radio, se vistió, salió a la calle, subió al coche, y en unos minutos aparcaba frente a la tienda de discos. Entró, se hizo con una copia del álbum y la pagó, la joven dependienta lo miró con extrañeza mientras salía. Carter condujo de vuelta a casa. Después de pasar por delante de la emisora redujo la velocidad, dio marcha atrás y se detuvo frente al pequeño edificio. Vio al locutor al otro lado de la ventana de la planta baja, con el micrófono cerca de la boca. Nichols gesticulaba, manipulaba discos y activaba controles, parecía que hablara solo. Carter lo observó un rato. Luego bajó del coche y entró en el local. Cuando Nichols lo vio, se puso en pie y salió de la sala de control para saludarlo. Carter le pegó un puñetazo que lo hizo caer, entró en la sala y cerró la puerta con llave. No le costó dar con el disco que buscaba; lo sacó de la funda y emitió “A New Shade of Blue”, Nichols le había explicado cómo se hacía. Antes de que la canción terminara, oyó los golpes del repuesto Nichols contra la puerta. Se levantó, abrió y de un puñetazo mandó a Nichols fuera de la emisora. Después regresó a la sala, volvió a pinchar la canción y siguió pinchándola a lo largo del día, ignorando las llamadas telefónicas de los indignados oyentes. Estaba anocheciendo cuando los agentes de policía aparcaron delante de la emisora, irrumpieron en la sala echando la puerta abajo y redujeron a Carter. Lo sacaron a la calle esposado, ante la mirada curiosa de los que se reunían frente al local. La mayoría lo tomaban por loco y unos cuantos lo felicitaban. Carter pidió disculpas a Nichols. La semana siguiente fue juzgado (aunque Nichols no puso denuncia) y condenado a sesenta días de cárcel por alterar el orden. Cuando salió de prisión volvió a su trabajo en la gasolinera de aquel pueblo de Texas.