lunes, 12 de mayo de 2014

LA BALADA DE HENRY MADDOX

Tres hombres cabalgaban al atardecer entre las sombras que empezaban a formarse en el interior de los montes Ozark. Sin dejar de escudriñar la creciente oscuridad, atravesaban claros, remontaban lomas, cruzaban riachuelos, se detenían un instante para verificar la ruta y volvían a desaparecer tras una curva de aquel sendero bordeado de vegetación húmeda y frondosa cuyo ramaje se unía a pocos metros por encima de ellos. El que iba en cabeza se llamaba Henry William Maddox y no pasaba de los treinta años. El ala de su sombrero, en otro tiempo adornado con una pluma, ensombrecía un rostro anguloso de barba castaña y expresión dura y fatigada. Bajo el raído guardapolvo con el que se cubría asomaba una chaqueta que un día fue elegante, y de su cinturón sobresalían las culatas de cuatro revólveres Colt Navy del calibre 38. Le seguía Robert Brady, un hombre alto y corpulento de mirada sagaz, aunque nublada por el cansancio. Era algo mayor que Maddox, vestía ropas humildes y ajadas y portaba el mismo armamento, distribuido entre su cinturón y la silla de montar. Cerraba la marcha George Carter, un joven de apenas dieciocho años vestido de modo similar al de Brady. Su expresión resuelta se transformaba en una mueca impaciente cuando oía un ruido difícil de identificar y llevaba las manos a las culatas de sus Colts, mientras giraba sobre la silla como si temiera una emboscada, aunque conocía el terreno tan bien como sus compañeros.

Unas horas antes, Maddox, Brady, Carter y otros tres veteranos del ejército confederado habían atracado el banco de Griffin, Arkansas, una pequeña ciudad situada a treinta millas al sur de la frontera con Missouri. Cuando salían del local se encontraron con un grupo de hombres armados y distribuidos a lo largo de la calle, que abrieron fuego contra ellos en cuanto dieron un paso adelante. Dos de los atracadores cayeron allí mismo y los otros lograron montar y escapar al galope en dirección a los bosques, pero uno de ellos recibió un balazo en la espalda, cayó por tierra y fue alcanzado de nuevo antes de poder recuperar las riendas de un caballo encabritado. Los fugitivos se adentraron en un territorio inhóspito siguiendo una ruta que muy pocos de sus perseguidores habían transitado antes. Después de media jornada de marcha dura y fatigosa, lograron dejarlos atrás y siguieron cabalgando hacia el remoto lugar donde pasarían la noche, para luego continuar la huida camino del sur. Era el golpe más grave que habían sufrido desde el final de la guerra, y Maddox no ignoraba que si en la ciudad estaban al tanto de sus planes, alguien de la banda tenía que haberlos delatado.

Los jinetes ascendieron un terreno escarpado, alcanzaron la parte alta de una colina cubierta de árboles y maleza y se detuvieron frente a una cabaña que apenas se distinguía a la luz del crepúsculo en medio de la espesura. A sus oídos, proveniente del valle ya a oscuras que acababan de recorrer, llegaba el murmullo de un río. Desmontaron, ataron las riendas de los caballos al tronco de un árbol, echaron un último vistazo alrededor y entraron. Maddox encendió una lámpara cuyo tenue resplandor le permitió ver el interior de la estancia: dos ventanas desde las que podían cubrir parte del bosque y el acceso a la cabaña, una cama destartalada con un par de mantas polvorientas, un pequeño baúl, una mesa y sillas y una escupidera. Brady y Carter se quitaron los sombreros y se derrumbaron, agotados, en los asientos, mientras Maddox se despojaba del sombrero y del guardapolvo, que arrojó uno encima del otro sobre la cama. Luego abrió el baúl, sacó una botella de whisky y vasos y se sentó a la mesa con sus compañeros.

–Mañana a esta hora estaremos camino de Texas –dijo con gravedad después de que todos hubieron bebido. Luego observó a Brady y a Carter.

–Fue una trampa –afirmó al cabo–. Conocían nuestro plan. No tuvieron más que esperar a que saliéramos del banco para cazarnos.

Sus compañeros levantaron la vista, asombrados.

–Los hombres de Pinkerton llevaban tiempo sobre nuestra pista –añadió Maddox–, y al fin nos han encontrado.

Apuró su vaso. Carter y Brady lo miraban con atención. Maddox se dirigió al primero.

–George, te uniste a nosotros hace pocos meses por mediación de Hathaway, pero siendo el menos experimentado, escapaste del tiroteo sin un rasguño.

Carter se movió ligeramente hacia delante, como si no comprendiera lo que acababa de oír.

–Dos días antes del atraco saliste del refugio y fuiste hasta Dunning –siguió Maddox.

–Fui a la granja a ver a mi madre –explicó Carter–. Ya lo hice otras veces, y no pusisteis ninguna objeción.

–Los agentes de Pinkerton te estaban esperando allí.

–¿Estás loco, Hank? –exclamó Carter.

–No es la primera vez que sucede algo así. Tenía que haberme dado cuenta, pero me fié del criterio de Hathaway.

Carter trató de sonreír, pero sólo logró una mueca atribulada.

–Supongo que bromeas...

–No hay otra explicación. Llevamos mucho tiempo aislados, nadie más conocía nuestro plan.

–Brady también salió –protestó Carter de buena fe–. Y lo mismo hicieron Lane y Ellsworth.

Brady miró fijamente a Carter.

–A Lane y a Ellsworth los mataron delante del banco –repuso Maddox–. Y Brady lleva luchando a mi lado desde que estalló la guerra.

Carter no supo qué responder.

–Levántate –dijo Maddox, echando su silla hacia atrás e incorporándose.

Carter pareció enmudecer.

–¿Qué estás diciendo? –murmuró.

Brady se puso en pie y se desplazó a un lado de la mesa.

–¡Levántate! –bramó Maddox.

Carter se irguió sin apartar la mirada de la suya.

–Maldita sea, Hank, yo no hice nada...

–No vamos a perder más tiempo. Tienes la oportunidad de defenderte. Es más de lo que mereces.

–Hank, sabes que no tengo ninguna oportunidad contra ti...

Carter retrocedió hacia la puerta y se detuvo al sentirla a su espalda. No podía hacer frente a Maddox, pero tampoco tenía ninguna posibilidad de abrir y salir corriendo de allí. Brady no se movía de donde estaba, y no parecía dispuesto a hacer nada por ayudarlo. Carter se dio cuenta de que era el final del camino para él. Sin embargo, no había delatado a Maddox, y sería incapaz de traicionar a unos hombres junto a los cuales había encontrado al fin su lugar. Acercó la mano al revólver que llevaba entre el cinturón y la camisa. Maddox aguardaba al otro lado de la mesa. Carter tiró del revólver, Maddox desenfundó y abrió fuego y Carter cayó contra la puerta, se encogió con un gesto de dolor y se vino abajo. El revólver estaba entre los dedos de su mano derecha, pero no había llegado a disparar. Dejó escapar un gemido y cerró los ojos. Maddox guardó su arma y se acercó hasta él, dándole la espalda a Brady. Éste retrocedió unos pasos sin hacer ruido y sujetó su revólver con tiento. Maddox contempló en silencio el cadáver de Carter. Iba a volverse cuando Brady sacó el revólver y le disparó a quemarropa hasta vaciar el cargador. Se detuvo al apretar el gatillo y sentir que no le quedaban balas. Su corazón latía con rapidez. Maddox estaba tirado a sus pies con la cabeza hecha pedazos y la espalda y los brazos acribillados. Brady no podía creer que hubiera matado a aquel hombre sin ayuda alguna. Guardó el revólver olvidando cargarlo, tosió a causa del humo que se extendía por el interior de la cabaña y dejó escapar una carcajada nerviosa. Luego recordó cómo, cuatro años antes, su caballo se había roto una pata cuando huían de Gettysburg y Maddox volvió sobre sus pasos a galope tendido para sacarlo de allí en la grupa.

Brady salió evitando pisar a los dos hombres tirados frente a la entrada, montó un caballo que creía el suyo (en realidad era el de Carter), picó espuelas y se perdió en la noche.