jueves, 20 de enero de 2022

LA MAESTRA

El colegio de monjas donde cursábamos preescolar los niños del pueblo se alza en lo alto de un terreno elevado de las afueras. Es un edificio muy grande en forma de U con un patio rodeado de jardines entre los que se distingue la alta verja metálica. De su interior recuerdo, de manera difusa, las interminables escaleras y los pasillos pintados de blanco, largos y silenciosos, con una cruz de madera colgada en la pared del fondo.

Al contrario que en el colegio donde luego estudiaría la EGB, durante los dos años de preescolar no vi ninguna bofetada. Pero eran habituales los llantos cuando castigaban a algún chaval mayor que nosotros y lo traían a nuestras aulas para que lo viéramos los pequeños, o cuando por algún motivo un compañero lloraba mientras los demás cantábamos a coro antes de entrar en clase a primera hora de la mañana.

Yo también lloré los primeros días, cuando tenían que llevarme a la fuerza por un pasillo ya vacío hasta la puerta del aula, pero enseguida me acostumbré al ambiente insospechadamente acogedor que me esperaba dentro. La maestra era una monja joven de rostro agradable y sonriente, vestida con falda y camisa caquis y chaqueta azul marino, que se ocupaba sin aparente dificultad, con mano firme, paciencia, buen humor y sorprendente ternura, de empezar a educar a aquel grupo de niños uniformados y montaraces. Tal vez fuese su corte de pelo, o su atuendo diferente de lo que estábamos acostumbrados a ver, lo que le daba un curioso aire anticuado, como si perteneciera a una década anterior o fuera a quedar instalada para siempre en aquellos años setenta.

Muy pronto la tristeza que yo sentía los primeros días al subir las escaleras y recorrer los pasillos, o al andar solo por el patio durante los recreos, desaparecía en cuanto la maestra cerraba la puerta del aula y empezaba la clase. Aquellas tempranas lecciones, que en principio parecían tan complicadas, terminaron convirtiéndose en algo entretenido y agradable gracias a sus palabras animosas y alentadoras, y la inseguridad y la soledad iniciales no tardaron en desvanecerse al sentarme ella junto a los compañeros con quienes mejor me entendía.

Pero los años de preescolar pasaron deprisa, y una mañana de septiembre me encontré en medio del bullicio reinante en el patio del colegio cercano, mientras esperábamos el comienzo de la primera clase de la EGB y mirábamos con cierto recelo al profesor que nos habían atribuido. Después de que nos ordenara formar una fila, el profesor abofeteó a un alumno interno que no sabía exactamente dónde colocarse. Al cabo de unos minutos, en el momento de echar a andar hacia el aula, levanté la vista y por encima del muro de cemento que rodeaba el patio pude distinguir, en lo alto del terreno elevado, la planta superior y las ventanas de las aulas adonde había acudido el curso anterior.

La parada de los autobuses escolares estaba situada frente al colegio de monjas, así que de vez en cuando veía casualmente a la maestra antes de volver a casa. Ella, con la sonrisa y la cordialidad habituales, me preguntaba cómo me iba en el nuevo colegio o me hablaba de antiguos compañeros que ahora estudiaban en centros de otros pueblos de la comarca. Pero para entonces los años de preescolar parecían algo lejano y un poco ridículo, y yo ya me sentía a gusto en aquel ambiente recién descubierto, bronco y algo surrealista, de amigos, buen humor, bofetadas a mansalva, personajes inefables y situaciones esperpénticas. Ocho años después terminé la EGB, entré en el instituto y di los primeros pasos, inevitablemente azarosos, en dirección a la vida adulta. Los cursos de preescolar se habían perdido en la distancia del tiempo, ninguno de nosotros parecía recordarlos ya, y a la maestra no volví a verla.

Hace unos años, ojeando fotografías de mi infancia guardadas en una caja de cartón, me encontré con la instantánea de una fiesta de Navidad en el colegio de monjas. Allí aparecía la maestra rodeada por un grupo de niños entre los que estaba yo. Sonreí con inesperada nostalgia al ver aquella foto. Durante los días siguientes, mientras la vida cotidiana discurría con sus vaivenes habituales, volvieron a mi cabeza recuerdos de una época que hasta entonces consideraba borrada de mi memoria. Me sorprendía tener presentes, con paulatina claridad, sensaciones pertenecientes a un tiempo al que nunca había dado especial importancia, como si en realidad mis vivencias hubieran comenzado más tarde. Se diría que la traza de alguna de esas vivencias, una traza marcada a fuego en mi interior, se difuminaba ahora ante la expresión de un rostro honesto cuyo recuerdo parecía regresar con fuerza desde el pasado. Contemplando la foto del colegio, no tardé en comprender que bajo la tutela de aquella maestra, en el interior de aquella aula, conocimos la única etapa de nuestra vida donde nunca existieron la vergüenza, el sentimiento de culpa, la soledad o el miedo.