domingo, 22 de mayo de 2016

PARIS 15

La jornada del recepcionista nocturno en un hotel parisino de dos estrellas deja mucho tiempo para pensar, leer, ver una película o hacer lo que uno quiera. En general es un trabajo rutinario y las noches transcurren con tranquilidad, pero de vez en cuando las cosas se animan durante un rato.

Ayer, a eso de las cuatro de la mañana, entró en la recepción un tipo de veinte años que no llevaba maletas y parecía apurado. Imaginé que iba a preguntarme si podía usar el cuarto de baño, pero lo que me preguntó fue si el hotel tenía acceso desde la calle de atrás, porque alguien amenazaba con tirarse por la ventana de una habitación de la sexta planta y la policía, a quien había llamado él, estaba a punto de llegar. Antes de que pudiera responderle,  entró un agente y me dijo que necesitaban saber urgentemente si existía aquella puerta trasera, y si la ventana por la que asomaba el suicida potencial pertenecía a una habitación del hotel o a uno de los apartamentos contiguos. Detrás de la recepción hay una puerta cerrada que da a la calle, así que busqué la llave entre los manojos guardados en el cajón del mostrador. Interrumpió la búsqueda otro agente que me ordenó seguirlo de inmediato, aunque antes de salir le dijo al testigo que esperara allí por si entraba alguien durante mi ausencia. Cuando llegamos a la calle trasera los demás policías estaban bastante irritados por mi tardanza, pero su compañero les explicó que yo había tenido que tomar medidas antes de venir para no tener problemas en mi trabajo. Una agente me ordenó mirar hacia la ventana, donde en ese momento no había nadie, y le dije que, efectivamente, pertenecía al hotel. Luego otro policía contó conmigo las plantas, estuvimos de acuerdo en que se trataba de la sexta, y la agente quiso saber qué habitación era y quién se alojaba allí. La habitación era la 67 pero los nombres había que buscarlos en el ordenador, así que unos volvimos apresuradamente a la recepción y otros se quedaron en la calle, hablando por radio e iluminando la ventana mientras llegaba un camión de los bomberos. En aquella habitación se hospedaban dos personas con apellido anglosajón y allá fuimos, unos en ascensor y otros por las escaleras. Una vez en la sexta planta, le di la llave maestra al agente que dirigía la operación y desapareció junto con sus compañeros tras la esquina que se forma en un extremo del pasillo. Entre tanto iban llegando más policías y bomberos, que hablaban por radio o aguardaban en el rellano de la escalera. Uno de ellos me dijo que me alejara del pasillo y a continuación se situó de cara a la habitación, flexionó las rodillas, adelantó ligeramente la zurda y alzó la diestra a la altura de la culata de la pistola. Retrocedí hasta el ascensor preguntándome si realmente una situación como aquella podía degenerar en un tiroteo. Pasados unos segundos oí cómo los agentes abrían la puerta, entraban en la habitación e iniciaban con los clientes una conversación caótica en un inglés imposible. Al cabo salió un policía de cierta edad y le explicó por radio a alguien que sólo eran unos turistas que habían bebido y hacían el gilipollas en la ventana. Como yo estaba delante no hizo falta que lo repitiera, simplemente me transmitió con una mirada su opinión sobre aquellos fulanos y se fue escaleras abajo. Dejé pasar los minutos mientras continuaba la discusión, hasta que consideré que no me necesitaban en la sexta planta y le pregunté a un bombero que llegaba en ese momento si podía bajar. Me preguntó si yo era un amigo de los clientes, le contesté que era el recepcionista, y me dijo que bajara si quería. En la recepción aguardaban un italiano con sus maletas, un ruso que necesitaba saber cómo funcionaba la conexión de internet, dos francesas que querían pagar la estancia para no tener que hacer cola al día siguiente, y el transeúnte que había llamado a la policía. Mientras iban bajando bomberos y policías invité al ruso a sentarse en la salita contigua, hice la llegada del italiano, y me disponía a cobrarles a las francesas cuando el agente al mando les preguntó si no les molestaba esperar un momento. Ellas asintieron sonriendo con timidez y el policía, más que nada por guardar las formas, procedió a tomar mis datos y los del testigo. Éste estaba avergonzado por haber dado la alarma y ver ahora en qué había terminado todo, pero el agente le dijo que no se preocupara, que había hecho lo correcto al llamarlos. Luego se dirigió a las clientes y les explicó que también iba a tomar sus datos por si eran requeridas como testigos. Ellas se aprestaron a colaborar, pero el agente sonrió.
–Era broma –dijo.
Mientras tanto, policías y bomberos bajaban las escaleras, charlaban e iban saliendo. Me pregunté cuántas historias similares estarían sucediendo en ese momento en otras zonas de la ciudad. Al cabo de unos minutos, tuve la impresión de que todos se habían ido con la misma rapidez con la que habían llegado. Les cobré la estancia a las clientes, e iba a sentarme para seguir leyendo cuando me acordé del ruso que tenía dificultades para conectarse a internet. Corrí hasta la salita pero no estaba allí: debía de haber subido a su habitación, tal vez impresionado por la presencia policial, o asustado, o simplemente aburrido. Al volver a la recepción observé los árboles de la calle y la boca del metro bajo la primera luz del amanecer. Luego me acomodé en el sillón tras el mostrador, encendí el flexo y retomé la lectura.