domingo, 16 de enero de 2011

HATHAWAY

Hathaway aparcó cerca del edificio donde lo esperaba McNally para darle el dinero por haber matado a Barrett. Estaba situado en un barrio tranquilo, aunque el tranvía circulaba a pocos metros de la azotea haciendo temblar sus cimientos. Con aquella pasta, Hathaway pensaba largarse de la ciudad y viajar hacia el sur, hasta aquel lugar de América Central donde pasaría tranquilamente el resto de sus días. McNally probablemente cayera antes de retirarse, pero él no iba a terminar como McNally ni como tantos otros. Estaba cansado. Llevaba en eso mucho tiempo y era el momento de dejarlo. Bajó del coche y hundió las manos en los bolsillos de la gabardina. Hacía una noche de perros, pronto volvería a llover. Recorrió los escasos metros que lo separaban del portal y entró en el edificio. Como de costumbre, no se oía ruido alguno en la portería ni en las escaleras. Subió hasta la segunda planta. El tranvía pasó cuando estaba a mitad de camino y sintió como vibraban los vetustos escalones de madera. Avanzó por un pasillo en penumbra y se detuvo frente a la puerta del fondo. La golpeó con los nudillos. McNally siempre respondía de inmediato, como si estuviera al otro lado esperando su llegada con la mirada puesta en el reloj. Pasaron varios segundos y la puerta seguía cerrada. Hathaway se llevó la mano al interior de la gabardina y sacó la pistola con suavidad y rapidez. Sujetó el pomo, lo giró sin hacer ruido, empujó la puerta y se asomó al interior. Desde el vestíbulo distinguió una parte del salón: todo parecía en orden. Se deslizó hacia dentro del apartamento y cerró la puerta a su espalda. Fue hasta el salón empuñando la pistola a la altura de la cintura. Se detuvo: frente a él, tirado al pie del sofá, estaba el cuerpo de McNally. No hacían falta comprobaciones de ningún tipo: su rostro blanquecino, congelado en una estúpida mueca de sorpresa, era el de un fiambre. Hathaway miró a un lado y a otro. Atravesó el salón y entró en la cocina, en la habitación y en el cuarto de baño: no había nadie en el pequeño apartamento. Mientras volvía al salón las ventanas vibraron con el paso del tranvía. Se arrodilló junto al cuerpo de McNally y le giró la cabeza. Tenía un balazo en la sien, un tiro certero que probablemente hubiera venido de la puerta de entrada al apartamento. Alguien que sabía que iba a estar allí a una hora determinada lo había matado. Probablemente alguien al tanto de la cita que tenían en aquel apartamento, y por tanto quizá enterado también del trato entre McNally y él. Se preguntó quién podría querer matar a McNally. La imagen de Tony Cianelli vino a su mente de inmediato. No podía ser otro, era el único que podía saber que McNally buscaba eliminar a Barrett porque los tres habían trabajado juntos y las cosas no habían terminado bien. De hecho, Hathaway siempre había sospechado que, después de Barrett, McNally le encargaría que matara a Cianelli. Tenía que marcharse enseguida, localizarlo y acabar con él, y eso podía llevarle tiempo. Se suponía que el trabajo de Barrett era el último antes de coger el avión y largarse para siempre de aquella maldita ciudad. Buscó con impaciencia en los bolsillos de McNally, pero no encontró el dinero. Probablemente Cianelli lo hubiera sustraído después de matar a McNally, aquello corroboraba que conocía el trato entre ellos. Se puso en pie. Aquel maldito Cianelli se las iba a pagar. Caminó hasta la puerta y echó un vistazo al pasillo antes de salir. Sonó un trueno que hizo temblar las paredes del edificio. Bajó rápidamente las escaleras mientras llegaba a sus oídos el ruido de la lluvia. Subió el cuello de la gabardina y se caló el sombrero. Se sintió fatigado, en ese momento debería encontrarse en casa con el dinero, haciendo las maletas y pensando en el viaje hacia el sur. Llegó al vestíbulo y abrió la puerta brúscamente. Iba a salir pero se detuvo en el umbral: había dos coches de policía aparcados junto a la acera de enfrente, y varios polizontes, que ya lo habían visto entre las sombras del vestíbulo, lo encañonaban con ganas evidentes de abrir fuego. Cianelli los habría avisado, así le cargaba el muerto a Hathaway y lo quitaba de en medio para disfrutar con tranquilidad de la pasta que le había birlado a McNally. Un buen plan, el de Cianelli, y Hathaway aún iba a tardar algún tiempo en ajustarle las cuentas. Uno de los polis le gritaba que levantara las manos y saliera. Se le pasó por la cabeza correr escaleras arriba. Pero no tenía ninguna posibilidad: lo cazarían en las plantas superiores y le meterían más plomo del que él fuera a meterle nunca a aquel hijo de puta de Cianelli. Levantó las manos, salió del vestíbulo y se detuvo frente al portal. El agua se deslizaba por el ala de su sombrero. Dos agentes salieron de detrás del vehículo y echaron a andar hacia él sin dejar de apuntarle. En unos segundos le quitarían la pistola, lo esposarían y lo harían entrar a empujones en el coche, otra vez a pasar por lo mismo de siempre. “Mierda”, pensó Hathaway, “y encima llueve”.