miércoles, 12 de febrero de 2014

ATARDECER EN LAKE VALLEY

El forastero llegó al atardecer a Lake Valley, Nuevo México, mientras cabalgaba de camino hacia el sur. Recorrió al paso la calle principal prestando atención a la gente con la que se cruzaba y frenó el caballo frente a una oficina de correos situada al otro extremo de la ciudad. En la pared había un cartel en el que se ofrecía una recompensa por la captura de un fugitivo de la justicia. El forastero arrancó el papel y le echó un vistazo. Su rostro se ensombreció. Dobló el papel y lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. Un hombre corpulento, aseado y recién afeitado, salía en ese momento de la barbería contigua. Se detuvo en lo alto de las escaleras y observó al forastero, que se disponía a seguir adelante.

–Un momento –dijo el hombre de la barbería–. Antes de marcharse, deje eso donde estaba.

El forastero miró hacia él.

–¿Se refiere al anuncio?

El otro no respondió.

–No creo que le interese a nadie –repuso el forastero con forzada cordialidad–. A estas alturas, el fugitivo ya debe de estar llegando a Durango.

–Eso no es asunto suyo. Tal vez alguien quiera sacarse unos dólares con la captura de ese tipo.

La cordialidad se borró del rostro del forastero. Espoleó el caballo, pero el otro hombre sujetó la rienda y lo hizo detenerse. El animal relinchó y se movió adelante y atrás. La gente que pasaba volvía la cabeza hacia la barbería. El forastero bajó la vista.

–Suelte la rienda –murmuró.

–Deje eso donde estaba –repuso el hombre de la barbería.

El forastero trató de seguir adelante pero el otro se lo impidió.

–¿Es que no me ha oído? –insistió sin soltar la rienda.

El forastero hizo ademán de separarlo y el otro tiró de su pierna hacia arriba y lo mandó a tierra. Los transeúntes se detuvieron con interés. El barbero salió a la puerta y el cliente del que se ocupaba en ese momento se asomó a la ventana con una toalla al cuello y media cara cubierta de espuma. El forastero se puso en pie rápidamente y se quitó la chaqueta, y los que lo rodeaban repararon en la estrella de plata prendida de la solapa. Su agresor, que acababa de apartar el caballo y se acercaba con los puños cerrados, se detuvo al ver cómo llevaba las manos al cinturón, del que colgaban dos Colts. Cuando el forastero se quitó el cinturón, el otro cargó contra él. Los espectadores abrieron bien los ojos. El forastero paró la acometida y de un puñetazo mandó a su rival al otro lado de la calle. Éste se repuso y volvió a la carga con furia. Tras un duro intercambio de puñetazos, el hombre de la barbería cayó contra el costado del caballo. El animal se encabritó y el hombre de la barbería se desplomó agotado. Había perdido por completo el aspecto pulcro que tenía antes. El forastero se acercó hasta su caballo. Uno de los que habían presenciado la pelea echó a andar hacia él con paso firme, y al verlo acercarse el forastero sacó un revólver de la canana. El otro se detuvo.

–¡Ya basta! –exclamó el forastero–. ¡Soy el marshall John Brennan, de Silverton! Voy en busca de mi hermano Tom y ningún cazador de recompensas lo va a encontrar antes que yo.

Mientras se ponía el cinturón y la chaqueta los curiosos se hicieron a un lado para que pudiera montar, aunque ya estaban a una distancia suficiente desde que habían visto el revólver en su mano derecha. 

–¿De qué lo acusan? –preguntó una mujer mexicana que había salido de un almacén y lo miraba con cierta simpatía.

–Ahora ya de nada –respondió el marshall a lomos del caballo–, por eso tengo que encontrarlo.

Pero, dos semanas antes, Tom habría perdido la vida si Brennan y Carter, su ayudante, no hubieran actuado con rapidez. El alcalde de la ciudad y Tom se habían peleado una noche en plena calle después de que el primero agrediera a una de las mujeres del saloon, y varios vecinos formaron un corro en torno a su hermano y lo echaron a patadas. El alcalde apareció muerto de madrugada cerca del local, y los que acudieron al oír el disparo acusaron de inmediato a Tom. Brennan se encargó de sacarlo de la habitación de la pensión donde dormía, y una vez en la cárcel Carter y él tuvieron que alejar a tiros a la turba que se había formado ya para lincharlo. Brennan  se preguntaba qué podía hacer por su hermano, pero Carter lo vio claro: le abrió a Tom la puerta de la celda y lo dejó huir por una ventana mientras Brennan trataba de calmar los ánimos en la puerta principal. Éste se enteró más tarde y salió en su busca. Siguió su rastro hacia el sur, y tras varios días de marcha se disponía a retomar el viaje después de descansar en San Antonio, cuando Carter llegó a lomos de un caballo agotado y le dijo que habían descubierto al verdadero asesino. La mujer a la que defendió Tom confesó haber visto cómo un desconocido seguía al alcalde hasta la calle, se encaraba con él en un callejón y terminaba disparándole a quemarropa. Luego había huido hacia el norte, todas las ciudades situadas a lo largo del camino habían recibido ya una orden de busca y captura. La mujer ignoraba el motivo del enfrentamiento, y decía que nunca habría delatado al desconocido si no fuera porque Tom iba a pagar en su lugar. Su hermano ya no tenía nada que temer, era ahora cuando el marshall debía encontrarlo, antes de que un cazador de recompensas le disparara por la espalda o de que desapareciera para siempre al otro lado de la frontera.

Brennan picó espuelas y los curiosos se apartaron un poco más mientras salía al galope de Lake Valley. Pronto lo perdieron de vista, y el único rastro de su paso era una nube de polvo que se desvanecía a la luz del atardecer en lo alto de una colina.