viernes, 10 de diciembre de 2021

EN EL BOSQUE

Agotado, Portero se detuvo un instante, se limpió la sangre del rostro con la manga de la camisa y observó las crestas rocosas que se recortaban contra un cielo plomizo al término de laderas boscosas y escarpadas. Pero sus captores lo hicieron avanzar con brusquedad y los tres hombres siguieron caminando monte arriba. De mañana, las gentes incorporadas al bando nacional que controlaban la comarca habían asesinado a varios habitantes del pueblo. Si dos de sus vecinos libraron a Portero del paredón, era sólo para interrogarlo en algún lugar apartado: se decía que su padre, alcalde fallecido a los pocos días del alzamiento, había escondido en el bosque un dinero adquirido de forma ilegal cuando era joven.

Los tres hombres seguían una senda apenas perceptible entre la espesura. Algunas pistas que iban dejando atrás –el muro derruido de un viejo molino, un riachuelo espumeante, una peña cubierta de musgo– le indicaban a Portero que se acercaban no a donde estaba oculto un dinero inexistente surgido de la imaginación popular y la envidia, sino al único lugar en el que podía tener una oportunidad de librarse de la tortura y la muerte. Tropezó con una raíz, se vino abajo, se incorporó y continuó la marcha. La sangre seca en su nariz y sus cejas le producía una sensación de mareo. Aquella mañana había celebrado no tener parientes vivos cuyo asesinato lamentar. Recordó a las patrullas registrando las casas, a las mujeres que lloraban y gritaban mientras se llevaban a sus hombres, las detonaciones tras la tapia del cementerio y la embriaguez y la locura que parecían haberse apoderado de unos jóvenes que apenas dos años antes habían sido sus compañeros de escuela. De vez en cuando echaba un vistazo hacia arriba, y a la luz triste del atardecer podía ver las copas de los árboles bajo el cielo invernal. Su corazón latió con rapidez al reconocer el terreno y darse cuenta de que cada vez se hallaban más cerca del punto del bosque al que deseaba llegar. Unos minutos después, los tres hombres se adentraron en una zona especialmente frondosa que Portero conocía muy bien, y a los pocos metros se detuvo frente a un árbol caído. Sus captores le ordenaron seguir caminando y uno de ellos lo golpeó con la culata del fusil, pero Portero repuso que era precisamente allí, bajo aquel grueso tronco, donde estaba escondido el dinero. Tras la incredulidad inicial, los dos hombres consideraron que no perdían nada por comprobar si aquello era cierto, así que lo enviaron al suelo de un empujón y le ordenaron cavar. Portero escarbó con las manos, y pronto tocó la bolsa de tela en la que guardaba una pistola cargada con la que le gustaba disparar en aquel rincón apartado en los tiempos de escuela. Uno de sus captores se había sentado en el tronco a su derecha con el fusil apoyado en las rodillas, y el otro estaba en pie a su izquierda con el arma colgada del hombro. Portero tenía las muñecas debajo del árbol. Siguió cavando, y pasados unos segundos tiró de la bolsa hacia afuera mientras introducía la mano derecha en la tela y asía la culata. Luego se irguió y abrió fuego contra el hombre a su derecha y contra el que se hallaba a su izquierda antes de que éste lograra apuntarle con el fusil. Sus captores se vinieron abajo en medio del humo y Portero echó a correr hacia el interior del bosque con el propósito de alcanzar en unas horas la zona republicana.