sábado, 18 de abril de 2015

EL CABALLERO Y LA DAMA

Sir Gareth se puso en pie con esfuerzo ayudándose del estribo de su caballo. Estaba herido en el pecho. Frente a él, sobre la hierba empapada de sangre, yacían los cadáveres de su escudero y de los tres salteadores que los habían atacado. En el fondo del valle distinguía ya las casas de la aldea. Allí le curarían la herida y podría mandar a alguien para que se hiciera cargo del escudero. Envainó la espada. Se quitó la capa y cubrió con ella al hombre que había embarcado con él en Portsmouth cuatro años antes, que lo había acompañado durante la sangrienta campaña de Francia, y que cabalgaba a su lado de regreso después de haber desembarcado en tierra inglesa días atrás. Le dio la espalda. Intentó montar a caballo, pero el dolor se lo impidió y tuvo que apoyarse en el lomo del animal. Pasados unos segundos, echó a andar hacia el valle tirando de las riendas. Se internó en un bosque atravesado por un sendero, se detuvo bajo los árboles y observó la herida entre los intersticios de la cota de malla. Levantó la vista hacia el cielo cubierto. Tenía que llegar a la aldea antes de que estallara la tormenta. Oyó pisadas que se aproximaban y se volvió con la mano en la empuñadura. Una mujer apartó unas ramas al borde del sendero, avanzó unos pasos y se reclinó, a punto de desfallecer, sobre el tronco caído de un árbol. Era joven, tendría su misma edad, y parecía una dama, a pesar de sus ropas rasgadas y de su cabello desgreñado. Sir Gareth se acercó hasta ella. La dama trató de retroceder, pero fue incapaz y se dejó caer contra el árbol. Sir Gareth tuvo que sujetarla por los hombros para evitar que se viniera abajo.

–¿Qué os ha sucedido? –preguntó. La dama tomó aliento.

–Viajábamos hacia el norte –respondió, evitando mirarlo a la cara–. Hace unas horas, unos salteadores nos salieron al paso y mataron a mi marido y a nuestros sirvientes.

A Sir Gareth le sorprendió que la dama fuera la única superviviente, y que no hubieran dado ya con su pista.

–No temáis, hay una aldea cerca –dijo.

Caminaron hacia la linde del bosque. Sir Gareth pudo ver entre los árboles las figuras distantes de un grupo de campesinos que se alejaban en dirección al valle. Aceleró la marcha, pero la dama trastabilló y acabó cayendo. Sir Gareth retrocedió. Se agachó con dificultad y notó una punzada en el pecho mientras la ayudaba a levantarse. Al sentir su olor y su respiración entrecortada, imaginó lo que habrían hecho con ella los bandidos de no haber logrado huir. Sujetó las riendas y acercó el caballo para que montara. La dama se detuvo con un gesto aterrorizado cuando oyeron ruido de cascos más allá de la curva que acababan de dejar atrás. Sir Gareth se volvió y desenvainó la espada. Después de aguardar un momento, vio a dos jinetes que cabalgaban por el interior del bosque hacia donde se encontraban ellos. Sus ropas estaban arrugadas y cubiertas de polvo, pero también eran gente de calidad. Debían de haber recorrido un largo trecho para llegar hasta allí. A pesar de su aspecto fatigado, Sir Gareth podía leer la determinación en sus ojos, que parecieron encenderse en cuanto identificaron a la dama. Ésta se llevó la mano a la boca y ahogó un grito al reconocerlos. El caballero que iba en cabeza le hizo una señal a su compañero y desmontaron, luego se dirigió a Sir Gareth.

–Entregadnos a esa mujer –exclamó.

Era un hombre maduro de semblante cansado y reflexivo. Sir Gareth creyó reconocer su voz y tuvo la impresión de haberlo visto antes. El porte de aquellos caballeros no coincidía con lo que la dama le había dicho de sus atacantes. Se situó frente a ella y trató de disimular la herida desplazándose levemente bajo la sombra de un árbol. Estaba preparado para asestar el primer golpe.

–Ha sufrido un asalto –repuso–. Seguirá conmigo hasta la aldea.

El caballero más joven llevó la mano a la espada, pero su compañero se interpuso antes de que pudiera desenvainar y retuvo su antebrazo. Había visto la duda en la mirada de Sir Gareth, y parecía decidido a resolver la situación sin que fuera necesario un enfrentamiento.

–Soy Sir Lionel de Maris y éste es mi hijo, Sir Hector. Nuestro castillo está al sur, a dos días de camino de aquí.

Sir Gareth bajó la espada al reconocer a un viejo conocido de su padre al que había visto muchos años atrás, cuando era niño, aunque su interlocutor no daba muestras de recordarlo a él.

–Esa mujer ha matado a mi otro hijo, su marido –siguió el caballero.

–¡No le creáis! –exclamó la dama–. ¡Está mintiendo!

–Es ella quien miente. Llevaba varias semanas viendo a su amante cuando mi hijo los sorprendió y lo mató. Pero antes de que pudiera volverse, ella lo apuñaló por la espalda y luego huyó con la complicidad de su doncella. Hicimos hablar a la doncella, fue ella quien nos contó lo sucedido.

–¡No es cierto! –insistió la dama.

–Salimos en su búsqueda y al fin la hemos encontrado. Ahora la llevaremos con nosotros, para que se le aplique la ley y sea condenada a la hoguera por la muerte de su marido.

La dama rompió a llorar con desesperación. Sir Gareth se hizo a un lado. El joven se adelantó y sujetó a la dama por los brazos.

–¡Ayudadme! –imploró ella.

Sir Gareth envainó la espada. El otro caballero puso una cuerda en torno a las muñecas de la dama, y entre los dos la ataron mientras trataba de liberarse.

–¡Por el amor de Dios, no dejéis que me lleven! –gritó.

El joven asió el extremo de la cuerda y lo enlazó en la cincha de la silla de su caballo. La dama se desplomó sollozando. Los caballeros montaron y elevaron una mano en señal de despedida. Sir Gareth les respondió con el mismo gesto y ellos cabalgaron de vuelta al interior del bosque. La cuerda se tensó, la dama tuvo que ponerse en pie atropelladamente para no ser arrastrada por el caballo. Trató de detener la marcha tirando hacia atrás pero se vio forzada a avanzar a trompicones. Sir Gareth recuperó su montura mientras la pequeña comitiva se alejaba.

–¡Os lo suplico! ¡Ayudadme! ¡Ayudadme! –oyó, antes de perderlos de vista entre el la espesura.