1
Reclinado contra la barra, un hombre alto con una estrella de plata en la solapa y un vaso de whisky en la mano echaba ocasionales vistazos a los clientes, que jugaban a las cartas o bebían acompañados por alguna mujer. A su izquierda, un hombre fornido de bigote y pelo negros limpiaba vasos y colocaba botellas con fingida despreocupación. Cerca de ellos, sentada en una mesa vacía, una joven de mirada afligida no perdía de vista la ventana orientada a la calle. John Brennan, el hombre de la estrella de plata, y Earl Donohue, el dueño del saloon, eran los únicos que conocían su origen, pero todos sabían a qué se debía la inquietud que mostraba, y a ninguno le hubiera gustado encontrarse en su lugar.
Una semana antes, tres tejanos que iban camino de México se habían hospedado en el único hotel del pueblo. Brennan había oído hablar de uno ellos, Jake Latimer, pero aún no tenía nada para expulsarlo, así que se limitó a quitarles las armas y no perderlos de vista. Los tejanos llevaban varios días en Colfax cuando Kate, la joven que ahora miraba por la ventana, se apeó de la diligencia proveniente de Texas que se detenía frente al hotel, bajo cuyas arcadas la esperaba Brennan. Su madre había sido asesinada en una ciudad del este, pero tiempo atrás le había indicado las señas de la única persona que podría hacerse cargo de ella. Fue inevitable que Latimer se fijara en Kate y la abordara, y también que Kate se sintiera atraída por aquel hombre joven y atractivo. Brennan temía que acabara marchándose con Latimer, y sabía cómo éste la iba a tratar cuando se hubiera cansado de ella.
Un par de noches después, un mexicano entró en el saloon al mismo tiempo que Latimer y sus compañeros. En cuanto Latimer sorprendió un cruce de miradas entre Kate y el recién llegado, se abalanzó sobre él y lo golpeó varias veces hasta mandarlo al suelo. Donohue los observaba desde detrás del mostrador preguntándose dónde se había metido Brennan. El mexicano consiguió arrastrarse hasta la puerta, pero los compañeros de Latimer le impidieron salir. Latimer lo puso en pie, sacó un cuchillo de la caña de la bota y le rajó una mejilla. Brennan acababa de llegar atraído por el tumulto, pero sabía que en el pueblo no iban a apreciar que detuviera a tres hombres de Texas por agredir a un mexicano. Kate contempló al hombre que salía gimiendo del saloon con la cara ensangrentada, sin que nadie se ocupara de él, y Latimer la sujetó por un brazo.
–¡Ya basta! –exclamó Brennan.
Latimer lo miró sorprendido.
–No van a quedarse en el pueblo un minuto más –dijo Brennan.
Latimer sonrió.
–¿Te atreves a decirme lo que puedo o no puedo hacer?
Brennan se interpuso entre Kate y Latimer. Éste parecía más fuerte que él, pero Brennan había pasado por más situaciones como aquella de las que el tejano fuera a vivir nunca. Tal y como estaban situados, podía sacar su revólver antes de que Latimer lograra alzar el cuchillo. Éste lo sabía, y no se decidía a hacer su próximo movimiento. Uno de sus compañeros le tocó un hombro.
–Déjalo –murmuró–. No es más que un pobre desgraciado que está muerto de miedo.
Latimer lo apartó, le dio la espalda a Brennan y anduvo hasta la puerta seguido por los otros. Antes de salir se volvió y se dirigió a Kate, que estaba parada junto al marshall.
–Nos esperan en México –le dijo–, pero regresamos dentro de una semana y vendremos a buscarte.
Los tres hombres salieron del saloon y montaron a caballo. Los clientes volvían a sus vasos y a sus partidas como si no hubiera sucedido nada, pero dirigían miradas de desdén a Brennan, tal vez por haber permitido que tres forasteros le hubieran hablado de aquella forma. Kate no se apartaba de su lado.
–No te preocupes –dijo Brennan–. Nadie volverá a molestarte.
Al cabo de un rato, mientras la veía subir las escaleras del hotel y recorrer el pasillo hasta su habitación, Brennan recordó haberle dirigido palabras similares al ayudarla a bajar de la diligencia una semana antes.
Aquella noche las horas pasaron lentamente para él. Después de consolar a Kate, había salido del saloon, había seguido a los tejanos hasta su oficina y les había devuelto sus armas. Ellos no dejaron de mirarlo mientras las ajustaban a la cintura, como si buscaran retener su rostro antes de desaparecer en la oscuridad hacia las afueras. Brennan volvió al saloon y bebió un trago. De regreso en la oficina tras acompañar a Kate hasta el hotel, se tumbó sobre el camastro, hastiado. Se preguntó cómo se sentiría ella. Por primera vez en su vida, deseó poder retroceder en el tiempo y volver al lugar donde había conocido a la madre de la mujer que ahora estaba bajo su protección. Recordó cuando había llegado al Suroeste con su hermano Bill, quince años antes, huyendo de la justicia tras un incidente en el pueblo de Colorado donde vivían. Pronto lo nombraron comisario de Silverton, Texas, y desde entonces Brennan había perdido la cuenta de las veces en las que se había jugado la vida frente a escoria como Latimer. Ahora Bill trabajaba de vaquero en un rancho de Arizona, la madre de Kate estaba muerta y él representaba a la ley en Colfax, Nuevo México, hasta que sus vecinos consideraran que ya no lo necesitaban y se decidiera al fin por el retiro, o algún joven de gatillo fácil, tal vez el propio Latimer, terminara disparándole por la espalda. Tiró del ala del sombrero y cerró los ojos, pero tardó en conciliar el sueño.
2
–No te muevas –dijo Brennan.
Los tejanos se volvieron hacia él. Kate ya estaba de pie.
–Siéntate –dijo Brennan. Ella obedeció.
–¿Estás de broma? –repuso Latimer.
–Ella no se mueve de aquí –afirmó Brennan.
Kate lo miró con ojos suplicantes. Deseaba que aquello terminara de una vez, aunque eso supusiera salir del local con Latimer. Éste avanzó levemente hacia Brennan. Kate se levantó y se adelantó unos pasos, pero se detuvo sin saber qué hacer. Los clientes seguían en sus sillas con gesto de temor y ansiedad.
–Largo de aquí –dijo Brennan sin moverse de donde estaba–. Y olvidaos de este lugar adonde no vais a volver nunca.
Imperceptiblemente, los tejanos trataban de situarse en torno a él.
–Largo de aquí –repitió Brennan en voz baja.
Kate no se atrevía a intervenir, temiendo que una palabra pronunciada a destiempo hiciera que los cuatro hombres abrieran fuego. Latimer tiró del revólver y Brennan desenfundó y lo abatió con un disparo en el pecho. Los otros sacaron sus armas, pero apenas tuvieron tiempo de apretar el gatillo y hacer añicos los vasos del mostrador antes de caer bajo los disparos de Brennan. Los clientes se levantaron y salieron apresuradamente evitando pisar los cadáveres. Las mujeres los contemplaban con apatía, como si no fuera la primera vez que eran testigos de una situación similar. Brennan cargó el revólver y lo devolvió a la funda. Kate se acercó hasta él. Brennan sabía cómo se sentía.
–Olvídate de ellos –le dijo–. Todo ha terminado.
3
–Eso esta pagado –dijo.
Brennan lo agradeció llevando la mano al ala del sombrero. Luego anduvo junto a Kate hasta la puerta, y un grupo de curiosos que se habían reunido frente al local se hizo a un lado para dejarlos pasar. Brennan acompañó a Kate hasta el hotel y le deseó buenas noches. Desde el umbral, antes de entrar, Kate lo vio caminar hacia su oficina por la calle principal de Colfax.