miércoles, 20 de noviembre de 2013

SCHOOL DAYS (VII)

A Mon
Andrés jugaba muy bien al fútbol y eso lo hacía ser aceptado en clase, pero en realidad prefería leer los tebeos de súper héroes que llenaban las estanterías de su habitación y ver películas con muchos efectos especiales en el vídeo que acababan de comprar sus padres. A pesar de su buen carácter, y tal vez por una cierta reticencia a hacer lo mismo que los demás, nuestros profesores no solían comprender lo que a menudo consideraban simples extravagancias. En una ocasión, le dio a un mendigo el billete de mil pesetas que había recibido para comprar los libros del curso. En otra, fuimos de excursión al río y el profesor capturó varios tritones, pero al verlos en cautiverio Andrés enloqueció de tal manera que hubo que devolverlos al agua.

Su padre se llamaba Ricardo, había nacido en un pueblo de las montañas de Lugo y había estudiado Derecho en Santiago. Al terminar, fue a Madrid para preparar las oposiciones de Notarías, que aprobaría tres años después de quinto de su promoción. Luego su novia y él se casaron, y cuando Andrés tenía tres o cuatro años, al poco de nacer su hermana, vinieron a nuestro pueblo, donde Ricardo ocupó la plaza de notario. Como le gustaba pescar y se entendía bien con los aficionados de la zona, pronto se convirtió en un habitual de los bosques y el río. Ricardo era un buen hombre, pero había una distancia no siempre fácil de recorrer entre las cañas de pescar y los quinientos temas de la oposición de uno, y las galaxias lejanas y los sueños del otro. Algún viernes por la tarde, mientras salían a faenar los barcos, Andrés y yo nos sentábamos en la rampa del puerto y él me contaba anécdotas de cuando su padre era niño y estudiaba en una escuela unitaria de la montaña lucense. Pero la conversación se interrumpía por ocasionales silencios, y al volver la cabeza lo veía pensativo, con la mirada perdida en la desembocadura del río o en la playa del otro lado.

Andrés y su familia pasaban las Navidades en Lugo con sus abuelos, que vivían en una casa de tres plantas situada en la calle principal del pueblo. La ferretería de los padres de Ricardo ocupaba el frente de la planta baja, y en la parte trasera había una habitación, un cuarto de baño, una cocina y un salón que comunicaban con un jardín extenso y frondoso, separado por un muro de piedra de los bosques y los campos de los alrededores. En una esquina del jardín habían instalado varias colmenas. Una mañana, Andrés salió de la cocina después de desayunar y se acercó para observarlas. Retiró el techo de una colmena, y en cuanto tocó uno de los panales el enjambre levantó el vuelo y cargó contra él. Andrés echó a correr de vuelta a la cocina, pero las abejas lo rodearon a mitad de camino y tuvo que huir sin rumbo entre los árboles y los macizos de flores. Su padre salía del garaje en ese momento. Al oír sus gritos corrió hasta la casa, y cuando vio lo que sucedía se puso delante de las abejas y recibió numerosas picaduras en el pecho y en la cara mientras Andrés lograba ponerse a cubierto.

Un par de años después, sus padres compraron un terreno cerca de nuestro pueblo y construyeron una casa. Luego Ricardo trajo de Lugo un cachorro de mastín que pronto se convirtió en una bestia de noventa kilos que veneraba a su amo y trotaba a sus anchas por la finca, y ese mismo año instaló una piscina, habilitó una pequeña carpintería en el garaje donde nos fabricaba espadas y escudos de madera, y en sus ratos libres empezó a cultivar un huerto que con el tiempo terminaría vallando y llegaría a ocupar casi un cuarto de la propiedad. Desde la ventana de la habitación de Andrés se veía, al otro lado del muro, el camino que discurre monte abajo entre bosques de castaños y prados en pendiente hasta las primeras casas del pueblo, donde el asfalto deja paso a un pavimento adoquinado que conduce hacia las calles del centro. De una de ellas parte un sendero muy empinado que permite atajar un par de kilómetros monte arriba, y termina en un punto del camino principal no muy lejos de donde vivía Andrés.

Una tarde de primavera en la que su madre no podría ir a buscarlos en coche cuando salieran del colegio, Andrés y su hermana decidieron volver a casa siguiendo aquella ruta. Pasaron junto a un edificio abandonado que bordea el sendero, atravesaron un prado y se adentraron en el bosque. Unos minutos después, salían a otro prado desde el que se divisan una parte de la ría y el valle que forma la desembocadura del río, y continuaron el ascenso por una zona sinuosa y escarpada donde el sendero se estrecha y se hunde en el terreno, de manera que la linde del bosque quedaba por encima de sus cabezas. Alrededor no veían más que las pendientes terrosas cubiertas de maleza y helechos, y frente a ellos el suelo surcado de raíces y de charcos. Las copas de los árboles oscurecían el sendero y los recodos aumentaban a medida que se iban acercando a la parte alta del monte. Después de doblar uno de ellos, el último antes de salir al camino, se toparon con un avispero y lo pisaron antes de darse cuenta y poder detenerse o retroceder. Echaron a correr a trompicones perseguidos por las avispas. Un cuarto de hora después llegaban a casa manchados de tierra y cubiertos de picaduras, especialmente Andrés, y su madre tuvo que desvestirlos y meterlos en una bañera con agua fría para aliviarles el dolor y bajarles la hinchazón. Por la noche se acostaron temprano, fatigados tras la agitación de la jornada. Se durmieron pronto, pero Andrés se despertó de madrugada delirando, y sus padres fueron rápidamente a la habitación. Antes de lograr tranquilizarlo, pudieron oír cómo le gritaba a su hermana que corriera, que él se ponía delante de las avispas para que ella pudiera escapar.