Hace algo más de treinta años,
cuando mi hermano tendría siete y yo nueve, tuvimos que pasar un curso
académico en el pueblo del interior donde vivían nuestros abuelos. El cambio
con respecto al lugar del que veníamos fue considerable: allá veíamos el mar
desde cualquier punto y lo sentíamos como una presencia cercana, pero aquí
había un río caudaloso y revuelto con una zona muy peligrosa donde decían que
poco antes de nuestra llegada se había ahogado un niño. Al caminar cada mañana
hacia la parada del autobús, no veíamos a lo lejos montes suaves cubiertos de
bosque y de hermosos prados, sino hostiles montañas nevadas cuyas cimas apenas
se distinguían entre la niebla. Mis compañeros de clase se burlaban del tonto
del pueblo y echaban a correr cuando éste los perseguía, y aunque yo también
corría, era incapaz de reír porque me habían enseñado que había que defender
siempre al más débil. Los padres de todos ellos cazaban, tenían disecados halcones,
lechuzas, jinetas, hasta un lobo, y se contaba que un conflicto de tierras
había terminado con la muerte de uno de los implicados en un supuesto accidente
durante una partida de caza. Pronto me hice amigo de Andrés, un chaval asmático
como yo al que su madre le sacudía con el cinturón cada vez que hacía algo que
no debía. Él solía invitarme a su casa cuando venían sus primos y sus tíos para
la matanza del cerdo, pero siempre encontré alguna excusa para no ir porque no
soportaba los chillidos, la sangre y la fiesta de la que tanto disfrutaban
ellos. Por las noches, después de acostarme, sentía una enorme tristeza al
pensar en el verano que había terminado semanas antes, en nuestro barco, en el
cielo azul, en el mar, en mis amigos, en la casa en el campo y en los perros
que quedaban al cuidado de unos vecinos y saltaban de alegría al vernos llegar
los viernes por la tarde. Si me acordaba de todo aquello durante las clases
apenas conseguía contener las lágrimas, así que decidí dejar de lado cualquier
recuerdo.
Junto al portal del pequeño
edificio donde vivíamos había una papelería en la que mi hermano y yo parábamos
alguna vez a la vuelta del colegio para comprar un tebeo. La propietaria era
una señora de unos cuarenta y cinco años que había sido enfermera antes de
casarse, aunque no ejerció mucho tiempo porque pronto abrió aquel negocio con
su marido, fallecido luego en un accidente de tráfico. Al pasar por delante del
escaparate la podíamos ver en el interior de la tienda, de pie tras el
mostrador, hojeando distraídamente alguna revista o leyendo el periódico. Ella
siempre sonreía al vernos entrar y era muy amable con nosotros, pero a mí me
intimidaban un poco sus hermosos ojos oscuros, sus ademanes resueltos y el
humor ocurrente y zumbón que mostraba cuando discutía con los representantes o
charlaba con las señoras que venían a comprar o a pasar el rato. Los días de
mercado solíamos coincidir por las concurridas calles del pueblo. A veces la
encontrábamos hablando con otros vecinos mientras aguardaban su turno cargados
de bolsas frente a un puesto, y si se fijaba en nosotros yo no podía evitar
bajar la mirada al devolverle el saludo. Sus dos hijas entrenaban a los niños
del equipo local de piragüismo, y sus tres hijos eran unos chavalotes que se
tiraban de cabeza desde nivel más alto del trampolín instalado en la orilla del
río, y los sábados por la noche trataban de tocarles las tetas a sus novias
sentados en los bancos de las afueras. En una ocasión, llegué a la papelería
cuando ella intentaba explicarle al más pequeño de qué manera tenía que colocar
unas carpetas y unos paquetes de folios sobre los distintos niveles de una
estantería. Como el chaval no entendía, o no quería entender, ella acabó
soltándole un guantazo que me dejó helado. Luego me vio delante del mostrador y
vino a atenderme, pero mientras me cobraba no le quitaba el ojo de encima a su
hijo, que colocaba carpetas y folios con gesto contrariado, para saber si había
entendido ya o iba a tener que explicárselo otra vez.
Suponía que en algún lugar del
pueblo había una biblioteca municipal, pero por el momento podía encontrar en
la papelería todos los libros que me interesaban. A la dueña no parecía
molestarle que me tomara mi tiempo sacándolos y volviendo a colocarlos en las
estanterías, hojeándolos de principio a fin o leyendo páginas enteras antes de
decidir cuál iba a comprar. Mientras yo miraba los libros sólo me interrumpía
ocasionalmente para preguntarme si tenía frío, ya que en ese caso podía
encender la estufa que había colocado detrás del mostrador. Cuando ordenaba las
remesas de periódicos y revistas tarareando alguna canción que me resultaba
lejanamente familiar, nos cruzábamos entre los expositores y ella sonreía sin
decir nada. Luego yo le entregaba el libro elegido, y antes de mirar el precio,
devolvérmelo y cobrarme, siempre me preguntaba, como si fuera una costumbre
establecida, si ése era el que llevaba. En el momento de darle el dinero solía
liarme con las monedas y los billetes, así que ella me cogía la muñeca y los
separaba pacientemente sobre la palma de mi mano. Una tarde en que no tenía
suelto para darme la vuelta me mandó cambiar en la cafetería que había al otro
lado de la calle, frecuentada por taxistas, conductores de autobús y obreros de
la fábrica de cemento que salían de trabajar a esa hora. Pero debí de mostrar
tal desconcierto ante aquella situación imprevista que me dijo que esperara un
momento en la tienda y fue a cambiar ella. Con el paso de las semanas empezó a
preguntarme qué tal había ido ese día en el colegio, aunque como me suponía
tímido nunca me forzaba a hablar más de lo necesario, y de tarde en tarde me
dejaba llevar algún libro sin cobrarlo.
Pronto me acostumbré a la
atmósfera recogida y acogedora de la papelería, al olor a madera, tinta y
papel, a la luz de las bombillas, al zumbido de la estufa, al sonido de la
radio con el volumen bajo, y también a la cercanía de la dueña. La oía pasar
las hojas del periódico, carraspear suavemente, colocar un paquete sobre el
mostrador y abrirlo con una tijera o ir un momento a la trastienda y me sentía
empujado a levantar la vista del libro para mirarla sin que se diera cuenta,
aunque me sorprendió un par de veces y no volví a intentarlo.
Una tarde de febrero, las
clases terminaron un poco antes de la hora y el autobús escolar aún no había
llegado cuando los de mi curso salimos del colegio. Aproveché para acercarme
hasta un riachuelo que discurría entre los prados de los alrededores y pasé
unos minutos observando los tritones que se deslizaban bajo las aguas fangosas.
Luego, como consideraba que aún tenía tiempo, seguí el curso del riachuelo para
averiguar qué había tras un meandro cubierto de vegetación, y al descubrir al
otro lado un viejo puente, lo crucé tratando de no resbalar en las piedras
húmedas de la calzada. Atravesé un bosquecillo de castaños, bordeé un prado
encharcado y llegué hasta lo alto de una loma desde la que podía ver las casas
del pueblo, donde habían encendido ya las primeras luces. Tal vez una de
aquellas luces fuera la de la papelería. Imaginé a la dueña detrás del
mostrador y me sonrojé al preguntarme si en algún momento del día habría
pensado en que quizá me disponía a pasar por allí esa tarde. También me
pregunté si esperaría con algo de ilusión mi llegada, pero en seguida aparté
esa idea de mi cabeza. Al mirar el cielo cubierto me di cuenta de que estaba
oscureciendo, debía de haber transcurrido más tiempo del que imaginaba desde mi
salida del colegio. Descendí la loma y volví sobre mis pasos tratando de no
perderme entre los árboles, corrí por la orilla del riachuelo, resbalé en el
suelo embarrado, crucé el puente, y al cabo de unos minutos me detuve frente a
una escuela donde ya no quedaba nadie. Por primera vez desde nuestra llegada al
pueblo tenía que volver a casa caminando. No conocía bien el trayecto de
regreso, y como ya era de noche no veía ninguna de las referencias que podían
haberme ayudado. Eché a andar siguiendo la carretera general y me alejé de la
escuela, pero me detuve al ver unas casas a mi izquierda. Andrés me había
contado la tarde anterior que Felipe, el tonto del pueblo, vivía cerca, y unos
días antes había sorprendido solo a un compañero nuestro y le había pegado una
paliza. Crucé la carretera, miré a mi espalda un par de veces y seguí caminando
sin perder de vista las casas del otro lado. Unos minutos después pasaba junto
a un muro de piedra que debía de proteger una finca. Cuando llegué al extremo
del muro miré a la derecha, y donde suponía que habría un prado distinguí la
silueta de alguien parado a pocos metros de la carretera. Dejé escapar un grito
y corrí a toda prisa mientras oía cómo me llamaban, pero al girarme descubrí
que no era Felipe sino un vecino que avanzaba hacia mí extrañado. Seguí
caminando a paso ligero sin volverme, avergonzado, hasta que ya no pude oír sus
pisadas. Pronto aparecieron los primeros bloques de viviendas. Pasé por delante
del cine, atravesé una plaza a la que íbamos a jugar a veces después del
colegio, dejé atrás el ayuntamiento y llegué hasta la pequeña avenida que
conducía hacia la salida del pueblo, donde estaba nuestro edificio. Al fin me
paré, cansado, delante del portal. El camino que había recorrido parecía ahora
muy lejano. Pulsé el portero automático. Aguardé un momento y volví a llamar,
pero nadie respondió. Un coche pasó a lo lejos y desapareció por una de las
calles perpendiculares a la avenida. Del bar del otro lado llegaba el sonido
difuso de la televisión y las conversaciones. Sufría un fuerte ataque de asma, así que tomé varios
pelotazos de Ventolín. Volví a llamar sabiendo que nadie iba a abrir. Recordé al niño ahogado en
el río y a Felipe corriendo con dificultad detrás de nosotros y me vinieron a
la cabeza la matanza, el banco de madera, la sangre y los gritos de los
animales. La luz de la papelería brillaba cerca de nuestro portal. Me acerqué
al escaparate: la dueña estaba dentro, leyendo detrás del mostrador con las
gafas puestas. Al mirar a un lado pude ver las últimas casas de la avenida,
empequeñecidas frente a unas montañas que le daban a aquella parte del pueblo
un aire siniestro y opresivo. Aguardé unos segundos junto a la puerta. Luego
entré y me puse a llorar mientras le explicaba a la dueña de manera confusa lo
que me había ocurrido y le pedía permiso para quedarme con ella en la tienda
hasta que hubieran llegado mi hermano y mis abuelos. Pareció sorprendida.
Cuando al fin entendió lo que pasaba, me acarició la cabeza, me llevó hasta la
silla que había junto a la estufa y me dijo que estuviera tranquilo, que más
tarde o más temprano iban a volver. Hablaba en el tono afable habitual, pero
acentuando el matiz afectuoso de las últimas semanas. Al cabo de unos minutos
fue a la trastienda, y pronto volvió con un gigantesco bocadillo de chocolate
que logré engullir gracias a una Mirinda que traía en un vaso. Debí de pasar en
la tienda la media hora siguiente. La dueña me preguntó qué tal nos iba en el
colegio a mi hermano y a mí, y también si echábamos de menos el pueblo del que
veníamos. Haciendo un esfuerzo por no ponerme a llorar otra vez, le hablé del
mar, del barco, de la playa y de mis amigos mientras ella escuchaba con
manifiesta y algo exagerada atención, mostrando asombro y admiración hacia las
cosas que yo le contaba. Cuando entraba alguna conocida suya y se sorprendía al
verme detrás del mostrador, ella apoyaba una mano en mi hombro y le decía con
naturalidad, como si aquello sucediera a veces, que estaba allí esperando por
mi hermano y mis abuelos.
Ellos llegaron un poco antes
de la hora del cierre. Era mi hermano quien había concluido que si no estaba en
el colegio ni en el parque ni en ninguno de los lugares adonde íbamos cada
tarde, tenía que estar en la papelería. La dueña les explicó a mis abuelos lo
que había pasado, y después de que le agradecieran el haberse ocupado de mí,
charlaron un momento mientras mi hermano y yo escogíamos un par de tebeos de
los expositores. Luego ella vino con nosotros hasta la puerta para desearnos
buenas noches. Al llegar ante nuestro portal la oí echar el cerrojo y pasados
unos segundos vi desaparecer el reflejo de las luces del escaparate sobre la
acera.
Más tarde, cuando ya estábamos
acostados, contemplé la pequeña hilera de libros adquiridos recientemente y
distribuidos por una de las estanterías de nuestra habitación. Esa noche no
tenía muchas ganas de leer antes de apagar la luz. Dejé junto a la lámpara de
la mesilla la novela de Emilio Salgari que había comprado en la papelería la
semana anterior (El corsario negro o Yolanda, o tal vez La
reina de los caribes), pero mi hermano me pidió que le contara algo de
aquella historia de aventuras. Y yo empecé a contarle, pero mi cabeza estaba
lejos de allí.