lunes, 19 de noviembre de 2012

RUIDOS


A Songül,  Amália y Pablo
A lo largo de la semana se despertaba en mitad de la noche y no lograba conciliar el sueño. Dejaba pasar las horas con la mirada perdida en la oscuridad, cambiaba de posición buscando reposo, y siempre acababa oyendo ruidos procedentes de la cocina: eran ruidos de pisadas, de cajones que se abrían y cerraban y de objetos que caían sobre la mesa. Los oía durante unos minutos. Luego los ruidos se interrumpían pero él seguía tumbado en la cama sin poder dormir, hasta que a las seis y media sonaba el despertador y se levantaba para ir a trabajar.
Cogía el metro agobiado entre la muchedumbre y padecía el masaje para el afeitado de unos, la colonia de otros, el perfume de otras y el sudor de aquellos que no tenían la decencia de ducharse cada mañana. Al cabo de una hora llegaba a su parada, aunque a menudo había tantos pasajeros que tardaba media hora más, y otras veces el tren permanecía bloqueado dentro de un túnel durante quince o veinte minutos. El conductor rogaba paciencia, y aunque nunca decía la causa de las detenciones, él sabía bien a qué se debían: alguien había bajado a la vía y había echado a andar hacia el interior del túnel, hasta que un tren surgió de la oscuridad y lo arrolló.
Entraba en su despacho después de saludar a su secretaria, una muchacha agradable y atractiva a la que llevaba veinte años, con quien mantenía una relación cordial pero distante. No podía evitar fijarse en sus piernas cruzadas por debajo de la mesa, y en ese momento pensaba siempre en el tipo joven y puesto al día que se acostaría con ella cada noche, lo que le producía un extraño dolor. Trabajaba más de diez horas y salía del despacho sólo para comer. Lo hacía en el comedor del sótano, junto a sus compañeros, mientras miraban disimuladamente a las secretarias, que charlaban y sonreían en otra zona del local. Luego regresaba al despacho, y antes de entrar solía distinguir una expresión ausente en el rostro de su secretaria. Ya había anochecido cuando volvía a coger un metro abarrotado, aunque a esa hora apenas se producían detenciones en medio del túnel: los suicidios solían tener lugar al comienzo de la jornada. Después de llegar a su casa cenaba lo que le había dejado preparado la asistenta, a quien raramente veía. En seguida se acostaba sabiendo que más tarde volvería a oír los ruidos. Al cabo de un rato cerraba los ojos y lloraba en silencio, sin nada que abrazar o a lo que agarrarse.
Una noche helada de finales de febrero, oyó los ruidos en un tono más elevado del habitual. Luego las horas pasaron con lentitud, hasta que distinguió voces lejanas, los pasos de los vecinos más madrugadores bajando las escaleras, el ruido de una persiana que se abría, y supo que pronto sonaría el despertador. Al levantarse se sintió mucho más cansado que de costumbre. Estaba abatido, le invadía un desfallecimiento que nunca había sentido con tanta intensidad. Se vistió, se sentó para ponerse los zapatos, y apenas fue capaz de volver a incorporarse. Antes de salir, observó su rostro en el espejo del vestíbulo: a pesar del afeitado y del olor a colonia, tenía un aspecto demacrado. Mientras esperaba el tren, decidió sentarse en uno de los bancos porque casi no se tenía en pie. Apoyó la cabeza entre las manos y cerró los ojos. Necesitaba dormir, pero sabía que si lo hacía los ruidos volverían a despertarlo. El tren iba a tardar aún varios minutos en llegar, y luego vendría una espera de un cuarto de hora en medio del túnel y la mentira velada del conductor. Sintió ganas de llorar, como cuando se acostaba al final de la jornada. Levantó la vista. Una joven envuelta en un abrigo rojo salió de la escalera mecánica, pasó por delante de él y se paró al borde del andén. Parecía su secretaria. Se irguió para saludarla, pero antes de llegar junto a ella se detuvo avergonzado. Debía de ofrecer un aspecto horrible, tuvo la impresión de que todos los que esperaban lo estaban observando. Un chirrido lejano se oía ya proveniente del túnel. Dejó el maletín en el suelo y saltó a la vía. Oyó exclamaciones sobre su cabeza, los otros pasajeros lo exhortaban a subir, aunque nadie se decidía a bajar para sacarlo de allí. Pero ahora no veía ante él más que la oscuridad del túnel, del que provenía como un eco el ruido del tren. Dudó si echar a andar o seguir donde estaba, en ese momento alguien gritó su nombre allá arriba. Al levantar la vista pudo ver a su secretaria, que le tendía la mano desde el borde del andén.

lunes, 5 de noviembre de 2012

FANTASMAS

A Grillo, Emma y Javier Simpson
Mi abuela materna falleció hace diez años y mi abuelo hace seis. Mis abuelos vivían con una de mis tías en una casa indiana que mi bisabuelo construyó a principios de siglo, cerca de una aldea situada en una península húmeda y boscosa del norte. Es un edificio amplio y acogedor, pero el retrato de un antepasado, una estampa de la virgen o un cuadro desdibujado por el paso del tiempo pueden darle un aire algo tétrico al rellano de una escalera o a una habitación apartada. De chaval me asustaba subir solo hasta la última planta, pero hoy resulta un lugar ideal donde leer una tarde de invierno. La casa está rodeada por un muro y un jardín, y en la parte de atrás hay un cobertizo para guardar leña, un pozo, un lavadero y un hórreo que ya no se utiliza. Cuando éramos niños, mi hermano y yo trepábamos hasta los tornarratos y contemplábamos el extenso prado que llega hasta el otro lado del muro y los sombríos bosques de castaños de los alrededores.

Mi tía está enferma, pero toma una medicación que le permite llevar una vida normal. De todas formas no le conviene quedarse sola en casa mucho tiempo, así que los sábados y domingos los pasan en la aldea mi madre o mi madrina, y durante la semana vive con ella una señora que llegó hace unos meses de Bolivia buscando trabajo.

Después de morir mis abuelos, una asistente social nos puso en contacto con Katia y Petro, dos rusos que viven en un pueblo cercano, y les propusimos que se instalaran en la casa. Katia  había trabajado en otras casas antes y Petro es soldador en un astillero de la zona. Una tarde fueron hasta la aldea, y después de pasar un rato charlando con mis tías y con mi madre no les costó decidirse, encandilados por aquel lugar tranquilo y al mismo tiempo próximo a la carretera donde para el autobús de cercanías. Cuando surgió la posibilidad de que vivieran con mi tía, pensamos que podrían instalarse en una habitación de la planta baja, contigua a una pequeña biblioteca y a un cuarto de baño situados junto a la entrada principal. Biblioteca, habitación y cuarto de baño forman una especie de estancia independiente que permitiría a Petro y a Katia disfrutar de una cierta intimidad, aun compartiendo el resto de la casa con mi tía.

Katia se instaló un dos de noviembre y Petro, a causa de unos asuntos que resolver en el pueblo, vendría unos días después. Mi madrina, que vive en Madrid, pasó una semana con ellas. Katia y mi tía se entendían bien y parecía que la convivencia iba a ser fácil. Sin embargo, esa primera semana apenas durmió allí tres o cuatro noches, pues a media tarde tenía que ir al pueblo por algún motivo (porque era su cumpleaños y quería celebrarlo con Petro, para hacer unas gestiones, para llevarle a Petro un paraguas), y ya no regresaba hasta el día siguiente. Aunque a mis tías les pareció extraño, lo atribuyeron a las complicaciones habituales cuando se deja un sitio para empezar a vivir en otro.

El domingo por la noche mi madrina cogió el tren para Madrid. Al llegar telefoneó a mi tía y ésta le dijo que Katia tampoco había dormido en la casa. Durante la semana siguiente Katia no pasó allí dos noches seguidas, y las pocas veces que se quedó, se encerró a media tarde en su habitación y no salió hasta el día siguiente. El viernes por la mañana, mi madrina habló con ella por teléfono y le explicó que tenía que quedarse a dormir, que no podía dejar a mi tía sola. Pero Katia volvió a marcharse al cabo de unas horas.

El sábado por la mañana, antes de desayunar, mi tía abrió las contras de la planta baja y se encontró a Petro y a Katia esperando junto a la puerta de la cocina. Petro fumaba con aire grave un cigarrillo y lucía una pequeña cruz de oro en la solapa, y Katia parecía inquieta. Petro le explicó a mi tía que habían venido para tratar un asunto muy importante y ella los hizo pasar. Una vez en el comedor, sin más preámbulos, Petro le dijo que la casa tenía un regalo. Después de reflexionar un momento, mi tía se preguntó si tal vez Petro quería decir que la casa estaba embrujada, pero descartó la idea. Sin embargo, así era: Petro le explicó que Katia sentía la muerte reciente de dos personas, y sostenía que una de ellas no estaba tranquila. Durante la noche, su cama se movía y las cortinas se agitaban como si el viento pasara a través. Si se daba la vuelta y extendía las manos, sus dedos tocaban un antebrazo velludo y musculoso. A cualquier hora del día, aunque con más fuerza al caer la tarde, notaba presencias en todas las estancias de la casa. Mi tía comentó que quizá las cortinas se movían porque en la habitación quedaba abierta alguna ventana, pero Katia había comprobado por la mañana que todas estaban cerradas. En cuanto al brazo velludo, mi tía sugirió que tal vez un gato había entrado por la noche y había llegado hasta la cama, pero Katia verificó al día siguiente que las puertas se habían cerrado antes de acostarse. Al parecer, Petro ya había vivido una experiencia similar: cinco años atrás, en el pueblo de Orense donde trabajaba, se había alojado durante varios días en una casa que resultó estar embrujada. Aunque se marchó en seguida, el tiempo pasado dentro fue suficiente para que se apoderara de él un encantamiento del que luego le costó lo suyo liberarse. Por eso ahora tenía que llevar consigo en todo momento la cruz de oro y un frasquito con agua bendita, que sacó del bolsillo de la chaqueta y le mostró. La situación de Katia era mucho más apurada: el encantamiento había hecho presa en ella con tanta fuerza que la única manera de liberarla era haciendo venir a exorcizar la casa a un cura de Orense experto en esos asuntos. Mi tía le preguntó si, en definitiva, Katia tenía pensado quedarse esa noche o no, y él le respondió con evasivas, tal vez a la espera de que ella diera el primer paso con respecto al cura exorcista. Finalmente, Petro volvió al pueblo y Katia, visiblemente nerviosa, empezó su trabajo. Mi tía llamó a mi madre para explicarle lo sucedido y ésta exclamó que no quería ver aparecer por la casa a clérigo alguno. Al mediodía fue hasta la aldea y Katia, avergonzada, le dijo que no podía seguir más tiempo allí. Cuando terminó de trabajar, hizo la maleta y cogió el autobús de regreso.
***
Unos meses después me crucé con Petro y con Katia en el pueblo. Se alegraron de verme, pero en seguida me preguntaron si habíamos dado ya los pasos para liberar la casa del encantamiento. Les dije que en realidad no había sido necesario, ya que utilizábamos a menudo la habitación contigua a la biblioteca y nadie había sentido nunca las presencias fantasmales. Luego intenté cambiar de tema, pero como seguían insistiendo les aseguré de manera cortante que en la casa reinaba día y noche la misma tranquilidad de siempre. Aun así, después de despedirnos me volví un instante y los vi alejarse calle abajo poco convencidos.