lunes, 18 de octubre de 2010

TIEMPO PRESTADO

When I was younger
Living confusion and deep dispair
John Lennon
1
Juan Marante corría bordeando la desembocadura del río en dirección a las afueras del pueblo. Aceleró el paso al distinguir el pequeño edificio que se alzaba entre la bruma de la marisma, y miró atrás un par de veces antes de llegar ante la puerta que permitía acceder al sótano desde el exterior. Aferró la manilla intentando hacerla girar, pero la puerta estaba cerrada con llave. Bordeó la planta baja, subió las escaleras de cemento y se detuvo ante la entrada principal. También estaba cerrada, así que retrocedió, golpeó con el pie el cristal opaco y lo hizo pedazos. Volvió la vista a un lado y a otro. Un coche pasó a toda velocidad por la avenida. Marante se agachó y entró con precaución, pero se cortó en la sien con un fragmento de cristal que quedaba en el marco de la puerta. Se tocó la herida y vio la sangre sobre la punta de los dedos. Tras una rápida ojeada al vestíbulo subió apresuradamente. Se detuvo en el rellano de la tercera planta, y asomado sobre el pasamanos observó el itinerario que acababa de recorrer. Aunque era poco probable que Crespo y los otros anduvieran cerca, temía que alguien hubiera oído el ruido del cristal al romperse. Se volvió hacia la puerta, la abrió sin dificultad y recorrió un pasillo cubierto de cristales que lo condujo hasta la habitación del fondo. Se sentó fatigado sobre el mugriento colchón de una cama junto a la ventana. Bajo las farolas encendidas, vio pasar el autobús escolar que un par de horas antes había recogido a los alumnos del colegio, y ahora regresaba después de haberlos dejado en las aldeas cercanas al pueblo y de realizar el resto de servicios de la jornada. Su corazón latió con rapidez al recordar lo sucedido aquel día. Después de la última clase de la mañana, Marante había salido del instituto situado en el otro extremo del pueblo y había echado a andar en solitario hacia su casa, mirando al frente e ignorando a los grupos que avanzaban en todas direcciones a su alrededor. Pronto se unía a él uno de esos grupos, formado por tres compañeros que, antes de que consiguiera alejarse, le bloquearon el camino, le tiraron los libros y lo empujaron a un lado y a otro impidiéndole recogerlos. Marante se preguntó si su hermano pequeño estaría cerca. Crespo aferró su cuello y lo forzó a agacharse mientras los otros le pegaban patadas en las piernas, y al intentar desembarazarse Marante cayó al suelo. Después de un instante de indecisión, se irguió y golpeó a Crespo en el pecho, pero éste lo derribó de nuevo. Luego lo sujetó por una oreja, lo zarandeó y lo envió por tierra una vez más. Cuando Marante los oyó marcharse, se levantó y anduvo con rapidez hacia la cercana estación de ferrocarril preguntándose si alguien habría visto lo ocurrido. Se sentó en el andén y contempló el mar al otro lado de la vía férrea. Unos minutos después oía como alguien llegaba. Se dio la vuelta y vio a su hermano, que lo miraba fijamente. Marante bajó la cabeza, y su hermano se sentó junto a él y le puso un brazo sobre los hombros.

Por la tarde, mientras transcurrían las horas y a su alrededor se sucedían las lecciones, las pequeñas bromas pesadas, los empujones, las conversaciones, las risas, los gritos, Marante recordaba una y otra vez la mirada de su hermano en el andén de la estación, y lo que había podido leer en ella. Después de la última clase salió del aula, recorrió un pasillo lleno de gente, entró en la de Crespo y se abalanzó sobre él ante las exclamaciones de asombro de los que los rodeaban. Crespo respondió con un puñetazo que le partió un labio y lo mandó al suelo, y lo pateó con fuerza en la espalda. Nadie parecía dispuesto a ayudarle, hasta que oyó la voz enérgica de un profesor y los golpes cesaron. Se levantó apoyándose en un pupitre, y vio como Crespo le explicaba al profesor que Marante lo había agredido y alguien decía que Marante estaba loco. Salió corriendo del aula, bajó las escaleras de un salto y dejó atrás el instituto, pero de camino a su casa se detuvo y tomó aliento. A esa hora Crespo y los otros se quedaban un rato jugando al baloncesto, así que Marante volvió sobre sus pasos, entró en un centro ya vacío y llegó a los vestuarios, desde donde oía las voces provenientes del pabellón de deportes contiguo. No le costó dar con la cazadora de Crespo, que arrojó a un urinario y empujó con el pie hasta taponarlo. Luego salió apresuradamente y echó a correr de vuelta a casa, pero cerca de allí pudo ver a un amigo de Crespo con el que había tenido un encontronazo unos días antes, así que cambió de dirección y corrió hacia el edificio junto a la desembocadura del río.

2
A esa hora ya habrían descubierto la cazadora encharcada y andarían buscándolo por el pueblo. El primer lugar al que irían sería su propia casa. Su hermano podía tener problemas con Crespo, pero sabría salir bien parado del posible incidente. Era él quien, tarde o temprano, tendría que hacer frente no sólo a sus compañeros, sino también a las complicaciones en el instituto por lo que había hecho en los vestuarios. El interior de la vivienda estaba ya a oscuras. Salió de la habitación, avanzó a ciegas por el pasillo, llegó hasta el rellano de la escalera y continuó subiendo hacia la azotea. Un año antes solía hacer el mismo recorrido con su hermano y un par de amigos para jugar a las cartas cuando los días empezaban a ser más largos, pero tenía la impresión de que aquello hubiera sucedido en otra vida. Al empujar la puerta metálica oyó un coche que recorría la avenida en dirección al pueblo. Se acercó hasta la barandilla y contempló el mar. Si descendía y trataba de regresar a casa, acabaría cruzándose con sus compañeros por las calles céntricas. Y aunque se quedara durante toda la noche en el edificio y no fuera a clase al día siguiente, tarde o temprano se encontraría de nuevo con ellos. Recorrió la azotea de un lado a otro. Cerca de la puerta tropezó con una maceta que había en el suelo. En su interior quedaba algo de tierra, y al levantarla comprobó cuánto pesaba. Se vio a sí mismo asomado a la barandilla, aguardando la llegada de Crespo para dejar caer la maceta sobre él. En más de una ocasión se había preguntado si existiría algún medio de librarse de Crespo, y había sopesado la posibilidad de llevar bajo el cinturón un cuchillo de caza que encontró en el desván de su casa, para clavárselo en cuanto volviera a agredirlo. Le resultaba extraño que, pese a ser incapaz de soportar los aullidos de dolor de un animal, no le causara repulsión la idea de matar a Crespo. Tal vez se debiera a que probablemente a Crespo tampoco le causaría repulsión la idea de matarlo a él, y quizá ya habría intentado hacerlo si las circunstancias fueran otras. No lograba entender la razón del odio que parecía sentir Crespo, aunque le vinieron a la cabeza un par de posibles explicaciones sobre las que prefirió no reflexionar. La sangre corría por su mejilla, había olvidado el corte en la sien. Dejó la maceta en el suelo, sacó un pañuelo del bolsillo y enjugó la herida. Se acordó de un alumno interno en el colegio que varios años atrás había herido a un compañero con una navaja. Marante lo había visto por última vez cuando se lo llevaba una pareja de guardias civiles, y había sentido vergüenza e impotencia ante su mirada vacía y su rostro congestionado a causa de la paliza que acababa de pegarle un profesor. Recordó las agresiones, los castigos y las humillaciones que sufrían los internos un día tras otro sin que pareciera importarle a nadie. Luego todo aquello terminó y no volvió a verlos, pero en seguida se encontró con que una inesperada hostilidad iba creciendo en torno a sí mismo. La mayor parte de sus amigos, especialmente los más íntimos, parecieron avergonzarse de serlo y terminaron dándole la espalda. Sólo su hermano demostró una lealtad de la que él no había sido consciente hasta entonces. Sintió un mareo y tuvo que apoyarse en la barandilla. Se estremeció al distinguir las tres siluetas que se aproximaban por la acera del otro lado de la avenida. Crespo señaló la parte alta del edificio. Marante cogió la maceta con manos temblorosas mientras sus compañeros empezaban a correr. Al apoyarla sobre la barandilla vio el coche que venía del pueblo a toda velocidad. Crespo y los otros buscaban un espacio para cruzar la avenida entre los vehículos aparcados junto a la acera. Marante dudó si prevenirlos y las palabras no salieron de su boca. Crespo pasó rozando una furgoneta y un contenedor de basuras sin apartar la vista de la azotea, y en el momento de pisar la carretera el coche lo embistió y lo lanzó varios metros por delante. El conductor frenó en seco y se apeó precipitadamente. El cuerpo inconsciente de Crespo estaba tirado frente al edificio con las piernas contorsionadas en una postura grotesca. El conductor lo contemplaba embobado. Sus compañeros se miraban unos a otros, y alguien salió de un bar cercano y corrió hacia el lugar del accidente.

Marante dejó la maceta en el suelo y retrocedió hasta la puerta de la azotea. Desde donde estaba podía oír el revuelo que empezaba a formarse en la avenida. Bajó las escaleras y salió a la calle sin que nadie se fijara en él. Sintió en el rostro la brisa proveniente del mar. Subió el cuello del abrigo, metió las manos en los bolsillos y caminó de vuelta a casa.